El comisario no opinó en este caso. Después de todo, el preso tenía razón. Ocho horas no eran muchas, aunque a él, particularmente, le parecerían siglos. Y al hombre encerrado tras aquellas gruesas barras de hierro, minutos, acaso segundos. Todo dependía del lugar en que uno se encontraba, a un lado u otro de aquella puerta. Reinó un prolongado silencio dentro de la Prisión del Condado.
—¿Es que no me vais a dejar hablar? ¡Estoy reclamando silencio!
Todos los que estaban, y eran muchos, en el local en que se celebraba el juicio guardaron silencio para que el juez continuara.
Dos muchachas se abrieron paso entre los curiosos, consiguiendo llegar hasta las primeras filas.
—No es que se trate de ningún caso difícil ni dudoso. Pero es necesario ceñirse a la ley y por ello estamos aquí reunidos —añadió el juez—. Estamos ante un cuatrero que ha sido denunciado por míster Cus Brown, al que todos conocemos, mientras que el acusado es un desconocido al que se ha visto con uno de los caballos que míster Brown estaba preparando en el rancho para él. Y no es que solamente sea un cuatrero, es que cuando dos de los vaqueros de míster Brown trataron de recoger el caballo al conocerlo, mató a los dos. Así que al delito de robo va unido el de asesinato de dos hombres.
La ciudad de Laramie, situada en sudeste del territorio de Wyoming, fue famosa durante muchos años por diversas causas, siendo la principal, que era la ciudad mercado de los ganaderos de las llanuras.
Por contar con todos los vicios de Cheyenne, capital del territorio, y por la afluencia de los equipos ganaderos, se convirtió en un infierno en el cual la vida se hizo imposible para los pacíficos habitantes.
Se perdió el respeto a la ley y tan sólo se rendía obediencia a la del «Colt».
El que había disparado lo hizo dos veces más.
La segunda alcanzó a la cabalgadura, que rodó sin vida. Rodney corrió a guarecerse entre las rocas de la montaña, a cuyo pie se encontraba, y que era lo que se proponía al montar a caballo.
Su atacante miraba con atención desde la cima de la montaña.
Una nueva bala salpicó su frente de restos de roca.
El del rifle estaba demostrando ser un buen tirador.
Corrió a guarecerse en otro refugio más seguro.
Y de este modo, iba avanzando hacia la cumbre.
El consejo contra el capitán Alex Covelo se celebraba a puerta cerrada, y en Austin se hacían los más variados comentarios sobre el resultado del mismo. La acusación era muy grave y había la seguridad de que iba a perder el destino y, hasta posiblemente, ser encerrado por unos años. En el establecimiento que había frente al lugar en que se celebraba el consejo, hallábanse muchos curiosos esperando la salida de los que tomaban parte en él. Estaban más en la puerta que en el interior del establecimiento, ya que lo que menos les precisaba en esos momentos era beber.
Paul Lacrosse había tenido que correr muchas veces para salvar su vida. Pero nunca tan aprisa ni tanto tiempo como aquélla. Tampoco con menos esperanzas de lograrlo. Al principio, cuando salió a uña de caballo de Oro Grande, la pequeña población minera donde durante un par de meses había operado con bastante fortuna, tras haber dejado listo para meterlo en una caja de pino a uno de sus ciudadanos más conspicuos, que tuvo la mala idea de acusarlo de estar haciendo trampas en una partida de naipes, pensó que todo se reduciría a una más de tantas galopadas. Y así lo creyó durante las quince o veinte primeras millas.
Leónidas aprovechó la parada para extraer del bolsillo un amplio pañuelo y, despojándose del sombrero, lo pasó sobre su morena frente bañada en sudor. La caminata había sido larga, el sol quemaba como las ascuas de una hoguera y en todo aquel maldito paraje que había atravesado durante el día anterior y parte de aquella mañana, no había encontrado un solo árbol para descansar a su sombra. Aquello parecía un desierto y de no ser porque el piso estaba cubierto de espesa hierba y porque había seguido el curso del Knife River, muy pobre de agua pero río al fin, hubiese creído que aquella parte de Dakota del Norte, era el propio desierto de Arizona, o acaso la antesala del infierno. Pero al fin parecía estar llegando a su destino, un destino absurdo y, seguramente un tanto peligroso, como la mayoría de las misiones que había venido desempeñando desde hacía tres años.
—¡Hola, Loretta!
—¡Hola, Wilson! —saludó la joven propietaria del «saloon»—. ¿Qué tal va ese rodeo?
—Si quieres hablar conmigo, dame primero un buen doble de « whisky ». He tragado mucho polvo y tengo la boca reseca.
La muchacha sirvió lo solicitado.
Cuando hubo terminado la bebida, dijo:
—Ahora puedes hacer preguntas.
—¿Cuándo termináis el rodeo en el rancho de míster Spencer?
—No debe extrañar la presencia de ese forastero. Son muchos los que han venido desde que se habla del petróleo y de la construcción del ferrocarril.
—No hay duda que no es de éstos, porque David no le conoce.
—Uso no es una razón. Bueno, atiende a los clientes y si ese muchacho tan alto y, que hay que reconocer es guapo de veras, pide champaña, mejor que si es cerveza lo que quiere beber.
El aludido por las dos mujeres, llegaba junto al mostrador y limpiándose el sudor con un pañuelo, preguntó al barman:
—¿Hace siempre el mismo calor?
La diligencia procedente de Abilene llegó a La Mesa, localidad donde terminaba su recorrido de más de ciento cuarenta millas. Lloyd, el mayoral, detuvo hábilmente el tiro de briosos caballos, a la misma altura que lo hacía siempre, ni yarda más, ni yarda menos, cosa de la que se sentía orgulloso. Al ver la gran cantidad de gente, hombres en su inmensa mayoría, que se hallaban esperando, silbó con expresión que quería reflejar asombro, aunque lo cierto era que el hecho no le había causado sorpresa alguna. Prosiguiendo su ficción, se volvió hacia el veterano Picke, el escolta de la diligencia, que empuñaba su viejo y seguro rifle.
En el Oeste, cuando un poblado de escasa importancia crece en población de una manera veloz por algún motivo extraordinario que exigió esta inflación de habitantes, la tranquilidad del poblado se ve turbada fieramente por la violencia y la falta de autoridad y fuerza para imponer el orden con la misma rapidez que el poblado crece. Este es un hecho comprobado, cuando se repasa la historia de las grandes ciudades, que bien por aparición del oro, de la plata o del petróleo, se convirtieron de la noche a la mañana en la atracción máxima para los aventureros, los granujas, los buscadores de gangas, y los que siempre han vivido atisbando a los demás, para despojarles del producto de suerte o trabajo, apenas pudo ser recogido por ellos.
Si alguien tuvo alguna vez la muerte delante de sus ojos y logró ahuyentarla en el último minuto, cuando parecía imposible zafarse de su guadaña, ese hombre de suerte fue Albert Paine. Porque hacía falta tener mucha suerte para caer malherido en un barranco, en un paraje agrio y nada frecuentado y pasarse las horas perdiendo sangre, sin esperanza alguna de salvación para que en ese minuto decisivo en que ya la vida, en el cuerpo, no aguantaba más la presión de la Parca, alguien oportunamente llegase hasta él para sacarle de aquella tumba a cielo abierto y volverle a la vida tras ímprobos y denodados esfuerzos.
En el sudoeste de Texas, cerca de la frontera con México, se están produciendo robos de ganado a gran escala. Los rurales Richard Riedel y Mike Gordon son enviados a investigar, pues los hechos se escapan de las competencias y capacidades de los sheriff de la zona.
—Voy a ver esa herida.
—¡Te he dicho que no me toques! —gritó el herido.
—Pareces muy joven y no quiero echar sobre mi conciencia el peso de una responsabilidad tan enorme.
Y se inclinó hacia el caído, que trató de protegerse, pero se desmayó al hacer el esfuerzo con tal propósito.
Rasgó la camisa para ver la herida y saltó hacia atrás como si hubiera visto una serpiente.
¡Se trataba de una mujer el que consideró como un vaquero muy joven!
Marcial Antonio Lafuente Estefanía (n. 1903 en Toledo, Castilla la Nueva - f. 7 de agosto de 1984 en Madrid) fue un popular escritor español de unas 2.600 novelas del oeste, considerado el máximo representante del género en España.1 Además de publicar como M. L. Estefanía, utilizó seudónimos como Tony Spring, Arizona, Dan Lewis o Dan Luce y para firmar novelas rosas María Luisa Beorlegui y Cecilia de Iraluce. Las novelas publicadas bajo su nombre han sido escritas, o bien por él, o bien por sus hijos, Francisco o Federico, o por su nieto Federico, por lo que hoy es posible encontrar novelas 'inéditas' de Marcial Lafuente Estefanía.
La colosal manada de cornilargos propiedad de David Slayton, tras sesenta días de azarosa y agotadora jornada a través de la pradera siguiendo el sendero que tres años antes la audacia y decisión de Jesse Chisholm abriera para el ganado, había logrado atravesar el Cimarrón para adentrarse en el territorio de Kansas camino de Dodge. Atrás quedaba como un recuerdo casi alucinante toda la odisea de la dura empresa; ataques de los comanches y kiowas, sed y polvo hasta convertir la garganta en un papel de lija; trombas de bisontes amenazando el ganado y, aun dispersándole por la llanura con peligro de perder una mitad del hatajo, tormentas eléctricas como sólo se dan en las llanuras de Texas y que, no viéndolas y sufriéndolas, nadie se las imagina, peligro mortal de las nutridas bandas de salteadores de ganado que infestaban la llanura atraídos por el cuantioso botín y por si esto fuera poco para los duros y bravos conductores, más de dos meses condenados a agua solamente — cuando no les faltaba también el precioso elemento—, pero sin poder ingerir una sola gota de alcohol, pues no había ranchero que supiese algo de la ruta, capaz de consentir que se filtrase una sola gota de alcohol en la despensa del equipo.
En aquel momento, para Nil Read, ver a la vieja Marubey fue como ver al mismo diablo. Todavía no se había calmado del choque que había tenido con unos individuos, cuando aparecía la vieja que fue nodriza de Mood Wallson, la pesadilla de los Read. Nil estaba levantando la cabaña que tenía que servir de establo. Ya tenía terminada la que le servía de vivienda. Contra una pila de troncos estaba el rifle con el que había ahuyentado a los sujetos que habían ido a importunarle. Y ahora aparecía la vieja, montada en una carreta. Nadie la acompañaba.
Los pájaros y el sol, al entrar por la ventana abierta, despertaron a Nero, que se levantó de un salto.
Se desperezó frente a la ventana y exclamó:
—Me he dormido. Estaba cansado.
Fue hasta la cocina y se lavó.
Se afeitó sin grandes prisas.
Mientras se afeitaba en la cocina, iba friendo un poco de jamón con tocino y junto a la sartén se calentaba agua para hacer café.
—¡Buenos días, capitán!
—¡Hola, Berta! Aquí me tienes de nuevo.
—Dicen que hay más pasajeros que nunca.
—Es que todos quieren llegar a aquellas tierras antes de que las nevadas empiecen.
—¿Aparece mucho oro?
—En realidad, no lo sé. Lo cierto es que estáis haciendo un gran negocio con tanto movimiento de aventureros…
—No debemos quejarnos, es verdad. Esto se halla lleno todo el día y la bebida se vende en cantidad.
—¡Y a qué precio!