Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
Era un hermoso pasquín.
Joseph Gutenberg Smith lo contempló satisfecho, apenas salido de la prensa. Era con mucho, el mejor pasquín que había imprimido jamás. A Joseph Gutenberg Smith le gustaba hacer bien las cosas. Especialmente, las cosas de su trabajo. Y su trabajo era ése: imprimir. Imprimir lo que fuese, en la pequeña imprenta de la calle principal de Tucson. Arizona. Justamente al lado del establo donde se compraban y vendían caballos.
Alfonso Arizmendi Regaldie (San Cristóbal de la Laguna, Islas Canarias, (España), 1911 - Valencia (España) 2004), más conocido por el seudónimo Alf Regaldie formado con la abreviatura de su nombre y con su segundo apellido, de origen francés, aunque también utilizó el de Carlos de Monterroble. Aunque nació en la localidad canaria de San Cristóbal de la Laguna, durante la mayor parte de su vida residió en Valencia, por lo que se le puede considerar con toda justicia miembro de pleno derecho de la escuela de ciencia-ficción valenciana. Al igual que ocurrió con otros muchos contemporáneos suyos, tuvo la desgracia de verse atrapado en la vorágine de la Guerra Civil española, participando como combatiente en el bando republicano. lo que le acarreó, como es fácil suponer, serias dificultades una vez acabada la contienda, llegando a estar encarcelado por ello durante siete años.
Pero como ella había dicho a la madre poco antes, era completamente imposible, entre la sinfonía de los elementos, que el muchacho pudiera oír sus voces. No tenía la menor idea de la dirección en que Johnny había marchado. Miró al suelo en busca de huellas, pero era tanta la nieve que caía, que resultó infructuosa la investigación. No se atrevía a decir a la madre que suponía una locura caminar al azar en busca del pequeño Johnny.
A la puerta y bajo el porche de uno de los saloons de Amarillo, un grupo de vaqueros hablaba animadamente mientras contemplaban con indiferencia a los transeúntes. Fijándose en ellos con detenimiento, no era difícil descubrir que todos ellos debieron abusar de la bebida no hacía muchos minutos. Los síntomas eran bien notorios. —Mira, Crown —dijo uno—, allí está esa maestra que tanto ha hablado de nosotros. El grupo de vaqueros miró hacia la joven que acababa de salir de un pequeño almacén que estaba justamente frente al saloon. —¡Es una preciosidad esa joven! —exclamó uno. —Hablaré con ella —dijo Crown.
Uno de los hombres más fabulosos del estado de Kansas era, sin lugar a dudas, el inspector federal Harold Taft. Todo aquel que tenía alguna cuenta pendiente con la ley, por insignificante que ésta fuese, le huía como si del mismísimo demonio se tratase. Cada vez que perseguía a alguien, no abandonaba su rastro hasta darle caza. Nadie podía asegurar haber burlado la persecución del implacable Harold Taft. En un principio, sus enemigos no dejaban de galopar hasta que cruzaban la frontera de Kansas, entrando en otros Estados o Territorios donde sentíanse seguros. Pero pronto comprendieron que era una forma equivocada de pensar, ya que Harold no desistía jamás de su persecución.
Los jinetes iban desmontando con el rostro muy serio. Terry Barstow corrió hasta la puerta y miró a los jinetes. Les recorrió con la mirada. Y se volvió al interior de la casa, llorando. Su esposo, Synder, entró tras ella en la casa. —No hemos hallado la menor huella... Debió alejarse demasiado. —Y la noche está encima...
Jesús Navarro Carrión-Cervera, que tanto sus obras del Oeste como Cliff Bradley ó la femeninas como Jesús Navarro son de muy alta calidad. Sobriedad, elegancia en el estilo, en su sintaxis, argumentos sólidos y descripción de situaciones verosímiles, fácil lectura. Todo está muy bien logrado. Algunas de las obras de Jesús Navarro tienen pinceladas de sano humor dignas de figurar en una antología.
Rod Langdon se sobresaltó al oír los disparos. Con un rápido ademán se apoderó del «Colt» oculto bajo su silla de montar, a la vez que se incorporaba con agilidad felina. Su sombrero de ancha ala y copa aplastada quedó a sus pies.
Dos nuevos disparos llegaron hasta él amortiguados por la distancia.
Rod Langdon se inclinó para recoger su cinturón-canana, que se ajustó lentamente a su cintura. Sacudió el sombrero en una de las perneras y luego se lo encasquetó semiocultando su negro pelo.
Alzó los ojos al cielo.
Cuando Burt Conway salió de la prisión de Leavenworth, habían pasado nada más y nada menos que veinte años sin saber lo que era sentirse como un ser humano libre. Todo le pareció enormemente cambiado, tanto como él mismo. Ahora tenía cincuenta años de edad, el cabello entrecano y numerosas arrugas surcaban sus facciones. Había perdido el hábito con el revólver, pero se mantenía fuerte gracias al constante ejercicio físico realizado con los trabajos de la prisión.
Laramie se había convertido en la meca de los ganaderos de las Llanuras. En poco tiempo se habia transformado la ciudad en un verdadero infierno donde la vida era imposible para los pacíficos ciudadanos. Los que conocían Dodge City, en el estado de Kansas, aseguraban que ofrecía la misma fisonomía que esta población. Existían más saloons que viviendas.
Francisco Caudet Yarza (Frank Caudett) nace en Barcelona en 1939, ya en la infancia manifiesta su inclinación hacia la literatura y se apasiona con la lectura de clásicos franceses y rusos (Dumas, Tolstoi, Verne), autores que simultánea con los españoles de la novela de kiosco como Mallorquí, Donald Curtis, Mark Halloran y otros. Debuta en 1965 en el mundo de los 'bolsilibros' con la madrileña Editorial Rollán que le publica su primer original en la legendaria serie FBI, con el títulode 'Enigma'. Dos años después la barcelonesa Bruguera le ofrece un contratode colaboración en exclusiva para novelas de bolsillo, empresa que comercializa durante años sus originales que rozan los cuatrocientos títulos y que firma con el más conocido de sus seudónimos: Frank Caudett.
Resultaba curioso que en una población de aluvión y aventureros, como Silver City, se estimara y respetara a una empleada de cantina como decían allí, o de saloon como en realidad era. Y sin embargo, era cierto ese respeto y sincera estimación hacia la muchacha más bonita que todos confesaban haber visto. Ella bromeaba con todos sin diferencia alguna entre los bebedores de champaña y los que sólo pedían un tequila o un poco de ron. La misma sonrisa abierta y amable para unos que para otros. Ninguno pedía que se sentara con él. Sabían que ella no era partidaria. Lo que hacía, era preguntar a cada uno qué tal iba en su trabajo. Y si era minero, si tenía suerte.
Scott Shalf, factor en Kamiath de la Compañía Peletera del Noroeste, se hallaba ordenando las pieles, bien enfardadas para su entrega a los encargados de la Compañía que no habían de tardar en presentarse. Y tarareaba una de sus canciones favoritas, recuerdo de la infancia, tan lejana ya, y de los paisajes de Escocia de los que hablaba siempre como de lo más bello del mundo. Observaba de reojo a la hija, Iris, y se daba cuenta de que se había hecho ya una mujercita.
Loretta, la hermana de éste, ya sabía lo sucedido en el pueblo.
Y al enterarse de que iban los caballistas hacia la casa, penetró en ella.
Cogió un rifle y, serena, comprobó si estaba cargado, metiendo una bala en la recámara.
Ordenó a un vaquero viejo que estaba allí lo que tenía que decir y hacer.
Ella se quedó tras una de las ventanas, con el rifle empuñado.
Bebían en conversación animada, cuando todos enmudecieron, para contemplar a quienes entraban en aquellos momentos. El viejo Abraham Newton, seguido por su hijo y sus hombres, avanzaban hacia el mostrador mirando con el mismo descaro a los componentes del equipo Winnett, como éstos lo hacían con ellos. Y sin que se cruzara el menor saludo entre ellos, ocuparon la mitad del mostrador.