Stephen Ward detuvo su carromato delante del almacén general. Miró en derredor, inquieto. Eran malos tiempos. Sobre todo para él y los suyos. Y para todos los que, como él, eran allí personas dedicadas a algo que no fuesen reses, caballos, rodeos, marcar ganado, regentar ranchos y criar manadas de terneros para enviarlos luego a buen precio a los mataderos del Este.
El general McCoy se frotó su bien cuidada barba salpicada de hebras plateadas, atusó su bigote marcial, de erguidas puntas, y sonrió mirando a su interlocutor con aire displicente.
Virgil Drury, llega a las Black Hills de Dakota del Sur para instalarse una temporada en un pueblecito que está a tiro de piedra del mítico Deadwood. Drury es un pistolero profesional y un hacendado llamado Jonathan Ingram lo ha contratado para protegerlo a él y a su bella esposa, Lilah... de la maldición de Judas Mulberry, un criminal ahorcado por Nathaniel, el demente hermano de Jonathan. Cuando llega al pueblecito de Black Hawk, nuestro protagonista ya sabe por dónde van el asunto de la maldición, pues en el camino ha tenido la oportunida de enfrentarse a un grupo de silenciosos jinetes de monturas fosforecentes que, a menos que los ojos de Drury lo hayan engañado, son un grupo de esqueletos con pistolas. Y lo mejor de todo es que esos espectros disparan con balas de oro, tal y como Drury ha podido atestiguar...
Harry Clark oyó los dos rápidos disparos cuando estaba sentado en su oficina, pensando en Muriel, en los encantos de Muriel y en que habría que hacer algo con ella, y pronto, o acabaría tan loco como el viejo Talmadge. Los disparos retumbaron lejanos, pero claramente audibles. El comisario se levantó refunfuñando. Había sido un domingo tranquilo, sin excesivos alborotos. Y, desde luego, sin disparos.
Los organizadores del «rodeo» comenzaron a maldecir, mientras los asistentes corrían a refugiarse del aguacero y las instalaciones de la feria se convertían rápidamente en un lodazal donde ningún vaquero, ni el más suicida, se arriesgaría a montar un potro salvaje o a domar a un astado violento. Además, tampoco hubiese valido la pena la hazaña, porque no quedaba nadie para presenciarla, bajo los festones de banderitas de papel que adornaban el recinto festivo.
Estaba a punto de llegar el invierno. La hojarasca amarillenta de las arboledas otoñales comenzaba a tomar un tinte más oscuro, allá en el fondo de la hondonada. En cambio, las coníferas de las grandes alturas que circundaban la zona, mantenían su verde sombrío y espléndido a la vez, agitado por un aire frío, cortante y seco, precursor de las primeras nevadas.
La puerta de la celda se abrió. El peculiar chirrido del metal oxidado siguió al doble giro de la llave en la cerradura.
—La comida, Brad —dijo el celador, entrando en el pequeño recinto enrejado con la bandeja que contenía los alimentos.
Tras él, en el umbral, el comisario se mantenía rifle en mano, pendiente de los movimientos del prisionero. Este se alzó de su camastro con aire indiferente.
—Gracias, Bill —dijo con voz calmosa—. ¿Qué tenemos hoy?
El marshal Hunter pegó con su espuela en el rostro del hombre tendido a sus pies. El desdichado aulló de dolor, y el metal dentado rasgó su mejilla profundamente hasta el pómulo, empezando a chorrear sangre.
Los dos comisarios sujetaron con fuerza al herido, mientras este se convulsionaba, con ojos de vivo terror.
—Adelante, Gus —dijo fríamente el marshal—. Habla.
Julie Towers tenía muy poco que agradecerle a la madre natura. Para ser exactos y justos, no tenía nada que agradecerle. La naturaleza, con ella, habíase mostrado excesivamente despiadada. Pero puede que hubiese obrado con justicia porque Julie Towers no se merecía nada mejor.
Estaba en ese pueblo cómo pudo haberse encontrado en otro cualquiera a cien millas al norte, al este o al sur. O al oeste, aunque Mark Daniel no estaba muy seguro de que más al oeste hubiera aún cien millas de territorio americano. La geografía no era su fuerte. Las mujeres, sí.
El balazo de un borracho pendenciero y torpe, como Jules Normand, acabó con la vida más poderosa de toda la comarca en solo un segundo. Fue un suceso desgraciado y terrible para toda la comunidad de Skull County. Nadie había imaginado ni remotamente que el viejo, poderoso e inquebrantable Dudley Skull pudiera morir de un modo tan estúpido y sin sentido.
El hombre miró atrás, despavorido. Estaba agotado. Pero no podía detenerse. Por nada del mundo debía hacerlo. Ahora más que nunca, era preciso correr, correr sin descanso, hasta caer extenuado si era preciso.
Rod Ferguson, el agente del Gobierno para la Reserva de los indios navajos, volvió la cara hacia la ventana. Hasta sus aguzados oídos acababa de llegar el inconfundible ruido de unos cascos de caballo golpeando el suelo.
—El que viene lo hace al galope —murmuró frunciendo el ceño, con expresión preocupada—. Y se trata de un caballo sin herrar. ¿Quién puede ser?
Rápidamente, Rod retiró la sartén del fuego y se dirigió hacia la puerta. Al mismo tiempo, un gesto instintivo le hizo bajar la diestra hasta la altura de la culata de su revólver.
Hasta los oídos del agente del Gobierno habían llegado rumores preocupantes. Se hablaba de una posible rebelión india. Y en tales condiciones convenía ser precavido.
La tormenta estaba en todo su apogeo.
Lluvia, viento y fulgor de relámpagos, se unían formando un todo infernal, subrayado por el fragor sordo y profundo del trueno. Era como si toda la tierra se viese sometida a las iras de la Naturaleza, en una noche realmente dantesca.
El velero logró penetrar en el puerto trabajosamente, luchando contra el fuerte oleaje y la furia de los elementos desencadenados. Sus velas estaban en parte rasgadas y un rayo había tronchado un palo del velamen, poniendo en grave trance a la embarcación y a sus escasos y amedrentados tripulantes.
Era una noche lluviosa de abril. El viento gemía agitando las copas de los pinos y susurraba entre el follaje. Era una de esas noches ingratas e inhóspitas durante las cuales no hay nada mejor que permanecer bajo techado, al lado de una panzuda estufa o delante de una buena chimenea, atiborrada de leña.
Jonah Baylot dejó el cubo de agua caliente junto a la bañera que debía llenar para el hijo del amo, el señor Price, y se sentó en el borde de mármol, incapaz de seguir en pie. Le faltaba el aire y parecía como si la sangre se paralizase en sus venas, resistiéndose a continuar regando su cuerpo.
Apenas tendría unos trece años, por lo que resultaba un tanto chocante que llevara en las manos aquella vieja escopeta de caza y que estuviera en aquellos parajes tan solitarios y agrestes, tan alejados de todo lugar habitado. Tom Bogart había llegado allí a caballo, pero ahora iba a pie y avanzaba penosamente a causa del dolor que sentía en la rodilla.
Él, estimulado por aquellas palabras roncas que nacían de lo más íntimo de su mujer, dobló la cabeza para depositar en la boca de Beverly un beso largo, apasionado, febril, que hizo de sus alientos uno solo. Después fue dejando que su boca resbalara por la tersa garganta de la hembra hasta llegar a la aureola de los pechos agrestes, erguidos, que se tambaleaban por la creciente excitación que volvía a estimularlos, hasta adueñarse por completo de ellos y dedicarles las más sutiles y encendidas caricias.
La novia vestía de blanco. Estaba hermosa. Muy hermosa.Velda Kingsley era hermosa de por sí. Pero aún lo estaba más con su vestido de boda. Resultaba lógico. Ella y sus amigas habían trabajado duro para confeccionarlo durante varias semanas antes de la boda.A fin de cuentas, en Tucson no había demasiados establecimientos de ropa femenina donde adquirir un vestido para tal acontecimiento. Y pedirlo a Phoenix, la capital del territorio de Arizona, era largo, complicado y, posiblemente, no demasiado práctico a la larga. De modo que resolvieron hacerlo entre todas ellas, quitándole horas al sueño o al descanso.Y así llegó el gran día. La calle de Tucson donde vivían los Kingsley se engalanó de fiesta. No era para menos. Se casaba Velda, la hermana menor.