El detective Al Sanger es contratado por el dueño de una funeraria que ha sido allanada, y por Rimmer, el dirigente de la más grande corporación de salones de juego y locales de ocio de la ciudad. El lugarteniente de Cotten, un mafioso recién llegado a la ciudad, aparece muerto, y los esbirros de Rimmer parecen los principales sospechosos. Todo amenaza una explosión de violencia entre bandas, que terminará con la aparente paz de la ciudad. Ni a Sanger, ni a la policía, ni al propio Rimmer, les interesa que esto ocurra. Y sólo el buen hacer de nuestro detective logrará poner fin a la incipiente violencia.
Eran siete las personas que se encontraban en la habitación, cuyas cortinas, de espeso terciopelo rojo, estaban corridas sobre los amplios ventanales. Sólo una lámpara, situada en un rincón, daba luz a la estancia, dirigiendo su haz principal de rayos hacia determinado punto. Había una mesa semicircular y siete sillas. Frente a la mesa se veía otra silla. Cinco de las personas eran hombres. Había dos mujeres.
Abrí la puerta y entré. Dejándola abierta, quedé inmóvil, mirando lo que, hasta la noche de ese día, era todavía mi oficina. ¿Quién vendría a instalarse en ella cuando yo me hubiera ido? Todo seguía igual. Las revistas atrasadas sobre la mesilla de centro, las sillas esparcidas por la sala de espera, la mesa abierta por abajo para que los hipotéticos clientes pudieran admirar las rodillas de mi secretaria, Sheila… ¿Qué estaría haciendo ella ahora, en su nuevo empleo?Sacudí la cabeza y dejé de pensar en todo esto. Atravesé la sala de espera y entré en lo que había sido, o era todavía, mi oficina privada. Lo que había venido a buscar estaba allí.
El hombre yacía boca abajo, con una pierna doblada y el brazo derecho extendido, como si quisiera agarrar algo. Pero sólo había cogido un puñado de hierba medio seca. Tenía un agujero en la parte posterior de la cabeza.—La muerte ha tenido que ser instantánea —dijo Ned Bane, comisario de Sittakaw.Su ayudante, Hank Norris asintió.—Cuando uno recibe una bala en esa región del cuerpo, no tiene tiempo de decir «ay» siquiera. Pero, me pregunto, quién era el tipo, quién se lo cargó y qué hacía por esos andurriales.
Aunque las noches empezaban a refrescar, el dueño de la casa, Fulton C. Williamsburg, no había ordenado que le encendieran la chimenea. La temperatura era lo suficientemente soportable para poder pasarse sin ninguna clase de calefacción. Los pronósticos del tiempo, sin embargo, anunciaban mal tiempo, pero eso era algo que, en aquellos momentos, no preocupaba en absoluto al señor Williamsburg. Estaba sentado cómodamente en una butaca, repasando unos papeles, con el ceño fruncido. Había cosas que no le agradaban, pero también sabía que era muy poco lo que podía hacer para torcer el rumbo del asunto. Tal vez si no hubiera discutido tan ásperamente con aquel joven de genio demasiado vivo, pensó con cierta amargura, el asunto habría tomado un cariz muy diferente.
Él dijo: —He de irme. Pero no se movió. La mujer le miró de soslayo, los ojos rientes y los labios húmedos y brillantes. —Bueno —sonrió—, ¿qué esperas? Sobre la almohada, su larga cabellera negra como ala de cuervo se extendía igual que una marea de ébano. McGee le devolvió la mirada. Ella sólo tuvo que mover un poco la cabeza y sus labios se unieron a los del hombre como una ventosa. El sintió el estilete ardiente de su lengua. Se entregaron al beso dejando que el placer fluyera igual que una llama, algo instintivo, vivo, que estaba allí y que debía ser gozado hasta el límite del aliento y de la vida. Poco después, y mientras ella jadeaba dulcemente, él repitió: —He de irme. Tengo el turno de la mañana.
—Es un chico guapísimo —dijo Lotte Braddon. —Para ti, todos son guapos —le contestó su amiga y compañera de trabajo, Tessa Jameson—. No sé qué ves en los hombres… —Eso, que son hombres —rió Lotte—. Pero no tengas miedo; no lo conquistaré. Ya lo has visto: ha pasado por mí lado, como si yo fuese un vulgar insecto. En cambio, a ti, te comía con la mirada. Algo de razón había en las palabras de Lotte respecto de su amiga. Tessa había sido pródigamente dotada por la naturaleza y el uniforme de los grandes almacenes que vestían ambas, contribuía a hacer resaltar de forma generosa las exuberantes curvas de la muchacha. Lotte, en cambio, si bien era alta y espigada, tenía los contornos mucho más suaves. A ella le habría gustado ser, no tanto quizá como Tessa, pero si un poco más curvilínea, cosa que no podía conseguir, por mucho que se esforzase.
Un gran coche negro, reluciente, se detuvo ante el edificio principal del aeropuerto de Niza. Las brillantes luces convertían la noche en día, y una multitud de hombres y mujeres entraban y salían apresurados a pesar de la hora tardía. Del gran sedán negro se apearon cuatro hombres. Por unos instantes permanecieron quietos al lado del coche. Tres de ellos eran altos, bien proporcionados, y si uno se fijaba en sus expresiones podía captar la tensión con que escrutaban los alrededores. El cuarto era de baja estatura, más bien rechoncho, y casi desaparecía en medio de sus acompañantes. Uno dijo: —Al parecer todo va bien.
Salía de la tienda con unos paquetes en la mano y, después de sortear a unos cuantos transeúntes se situó en el borde de la acera, esperando la luz verde para los peatones. Los coches, en la calzada, se habían parado a muy pocos pasos de distancia y ya se disponían a arrancar. Entonces fue cuando oyó la voz femenina a su lado. —A ese pobre le quedan muy pocos días de vida, quizá horas tan sólo. Asombrado, Patrick Benn se volvió hacia la mujer que acababa de pronunciar tan fatídico vaticinio. Ella le dirigió una mirada inescrutable. —Sí, a ése me refiero, al tipo del descapotable de color verde claro —añadió ella.
Tenía las manos rígidas, agarrotadas, colgando por los lados del lecho, como si hubiera querido asirse a las dos pequeñas alfombras. Shelby entró en la habitación lentamente, en un estupor silencioso y aturdido, hasta inclinarse y rozar con sus dedos las manos del infeliz. Estaban aún calientes, sin el «rigor mortis» de un cuerpo que lleve varias horas carente de vida. Se irguió, pensativo, volviéndose hacia la ventana entreabierta del dormitorio. Entonces la vio a ella. Era la rubia del cuadro de los velos, y si llevaba algo encima de la parte del cuerpo que se veía sobre el alféizar de la ventana, no era mucho más espeso que el velo del cuadro.Estaba allí, mirándole con ojos de profundo terror, como si colgara del vacío, junto a la fachada del edificio, asomándose entre las cortinillas aguadas por el frío aire matinal.
Llegaban en bandadas procedentes de todo el país. Aviones enteros habían sido fletados por el protagonista del acontecimiento, y eran recogidos en el aeropuerto por caravanas de brillantes Rolls Royce pintados de blanco expresamente para la ocasión. Los más famosos columnistas de sociedad, los más sonoros nombres de la chismografía profesional que hacían latir los corazones solitarios de las solteronas, las frustradas o las frígidas de medio mundo desfilaban a bordo de los blancos coches hasta sus plazas reservadas en los más caros hoteles de Las Vegas. Bill Trumbo llegó a bordo de su propio Mustang cubierto de polvo y nadie salió a recibirle a la entrada de la ciudad. Y sin embargo, en cierta forma, él también estaba allí invitado por el magnate organizador de la «boda del siglo».
La joven caminaba con pasos largos y fáciles, recta la espalda y levantada la barbilla. Era alta, delgada, de silueta perfecta y cabello intensamente negro. Vestía un traje bastante ajustado y la falda llevaba en el lado izquierdo una abertura, que le permitía más facilidad de movimientos en las piernas que habrían dado envidia a una «prima ballerina». Pendiente del hombro llevaba un bolso, suspendido por una correa y en todo momento ofrecía una rara sensación de firmeza y seguridad en sí misma. Los pasos de la joven resonaban rítmicos en el silencio de la noche. Inesperadamente, un hombre surgió de las tinieblas de un callejón cercano y, arrojándose sobre la joven, la empujó hacia la pared. Ella vaciló, sorprendida. Él consiguió arrastrarla hasta el interior del callejón. Entonces, la aplastó de nuevo contra la pared y apoyó la punta de una navaja en su cuello de cisne.
Abdullah Hakim nunca había sido un fanático. Era un hombre, por el contrario, totalmente equilibrado, sensato y nada extremista. Cierto que trabajaba en pro del reconocimiento palestino por el Gobierno de Israel, porque ésa era no solamente su obligación como político árabe, sino también su propia y personal convicción como miembro de una raza que él consideraba sojuzgada y oprimida. Pero sus medios combativos jamás habían pasado de demandas ante las Naciones Unidas, requerimientos legales y procedimientos jurídicos ante Tel-Aviv, buscando una entente cordial en los territorios ocupados y una posible paz futura en la zona más conflictiva del mundo.
McBain miró en torno con una mueca. —Señor Havilland… El anciano se volvió hacia él, apartándose de la mesa. —¿Sí, teniente? —Usted dice que el intruso estaba en las escaleras cuando lo descubrió. ¿Subía o bajaba? —Supongo que se disponía a subir, sólo que hizo ruido y yo le oí desde aquí y salí. El vestíbulo apenas tenía luz, pero pude verle bien… era un hombre alto, de cara aplanada, si entiende lo que quiero decir… —Aplanada —repitió McBain, desconcertado. A un lado, Steve Gray tomaba notas en un arrugado cuaderno.
Caminaba tranquilamente por la calle, cuando oyó el chirrido de los neumáticos del coche que arrancaba a toda velocidad. Un oscuro instinto le hizo saber que algo iba a ocurrir y saltó lateralmente, a fin de buscar refugio en algún lugar de relativa seguridad. Mientras lo hacía, volvió la cabeza y divisó al coche que se acercaba, acelerando brutalmente. Junto a él, una mujer gritó y tiró de ella casi sin saber lo que se hacía. Un paso más adelante encontró el refugio de un portal y trató de aplastarse contra la pared, notando que algo blando le impedía tocarla. En el mismo instante, empezaron a sonar los disparos. Percy Boles volvió la cabeza y vio la boca del arma que emitía unos pálidos fogonazos. En la acera, a dos pasos de distancia, un hombre empezó a saltar de un modo ridículo. Los saltos concluyeron cuando el individuo se desplomó al suelo. El coche de los agresores huyó a toda velocidad. Por todas partes sonaban gritos y se veían muchos cuerpos de personas tendidas en el suelo.
—¡Mientes, Cameron! —Vamos, confiesa de una vez… —Dinos cómo le retorciste el cuello hasta rompérselo. Sólo con que nos cuentes esto habremos terminado. —¡Váyanse al diablo! —dije con voz ronca. Pero ellos eran muchos. Otra voz intervino en el concierto: —Entraste en el apartamento de esa dama usando una llave falsa. ¿No es cierto? —Sí. —Y ella te sorprendió y…
Una ambulancia misteriosa penetra en un área restringida. En una celda del corredor de la muerte un preso espera su fatal destino. El preso sólo puede evitar su fatal destino haciendo de donante al agente de la CIA que va en la ambulancia. La suplantación de identidad va más allá de lo que se le puede exigir incluso a un condenado a la pena máxima.
Estaba sentado cómodamente junto al fuego, con un buen libro en las manos y una copa de coñac en la mesita contigua cuando, de pronto, sonó el teléfono. La mano libre alzó el aparato. —Lou Bell —dijo. —Soy Salomón. Toma nota, Lou. Bell dejó el libro a un lado, buscó una agenda y un lápiz y se preparó para escribir. —Adelante, Salomón.
Si, era una bonita oficina para mi trabajo. Y un bonito letrero en el cristal. Imaginé que ni el gran Philip Marlowe, Sam Spade o Donald Lam y Bertha Cool habrían tenido más hermoso despacho que el mío, caso de haber existido realmente alguno de ellos, fuera de las páginas de un libro. Ahora, sólo faltaba un pequeño detalle para completar el cuadro: los clientes.
Sabía que nunca volvería a ver todo el lujo que tenía alrededor. Quizá por eso paseó la mirada en torno con una suerte de melancólica nostalgia. Suspiró, mientras cerraba la maleta en la que había amontonado apresuradamente lo más imprescindible para una mujer elegante y de buen gusto. Ya podía marcharse. Llevó la maleta al pequeño hall, donde ya esperaba un neceser de viaje. Volvió atrás para apagar las luces del dormitorio.