Muchas personas recibieron octavillas similares. No es aventurado suponer que la inmensa mayoría las destruyeron apenas recibidas. Simplemente, consideraban aquel mensaje —si de tal podía calificarse— como una propaganda de nueva especie. Otras personas, en cambio, escribieron al apartado mencionado. Todas, naturalmente, sostenían ser oriundos de Marte. Dennis Horton fue uno de los que recibieron la octavilla. Leyó las frases escritas y luego, tras convertir el papel en una bola, lo arrojó a un rincón. Semanas más tarde, en uno de los periódicos de mayor circulación, apareció un anuncio, sobrio de contenido, pero detonante en su expresión: ¡MARCIANOS, NUESTRO DESTIERRO TOCA A SU FIN!
Afuera, soplaba el viento, un viento de siglos, que movía enormes masas de metano y amoníaco helados, que se arrastraban con aparente pereza por la llanura oscura situada al pie de las montañas. Marco Diteri, con el casco bajo el brazo izquierdo, consultó el indicador barométrico que había en las proximidades de la esclusa. Frunció el ceño; la presión externa tendía a descender. La temperatura rondaba los doscientos centígrados negativos. Debía haber sido más baja aún, pero no llegaba al cero absoluto, debido tanto al movimiento de los gases como a lo que se suponía cierta actividad plutónica interna del planeta.
El hombre caminaba rápidamente por la acera, echando de cuando en cuando miradas aprensivas hacia atrás. Bill Muggs temía ser seguido. Era un hombre de aspecto más bien corriente y se confundía fácilmente con la multitud que pululaba por las aceras de la gran urbe. Nadie se fijaba en él. Cada cual caminaba a sus propios asuntos. Los de Muggs tenían poco de honestos. Abandonó la gran avenida y se metió por una calle transversal, en donde el tránsito y el bullicio eran menores. Muggs no se atrevía siquiera a tomar un taxi.
El enorme gravimóvil que se detuvo a la puerta del laboratorio del doctor Robles era negro, con detalles de oro puro en la carrocería, tales como las manijas de las portezuelas, los adornos de la proa y la popa y hasta la inútil parrilla del morro. Cortinillas de seda auténtica permitían ocultar su interior, si así lo deseaban sus ocupantes, aunque, en aquellos momentos estaban descorridas. —Aquí es, señor Duttweiler —dijo el conductor. Jackson R. Duttweiler se ladeó un poco y miró el edificio a través de la ventanilla. —Miserable —calificó el conjunto. —Es un hombre no muy rico, señor —dijo uno de los acompañantes de Duttweiler. —Lo sé, pero cuando ordenó la construcción de este edificio, tenía dinero. En fin, no hemos venido aquí por una cuestión de buen gusto arquitectónico. Abre, Max.
El Jefe se inclinó sobre el interfono y soltó uno de sus acostumbrados bufidos: — ¡Que venga MP-400 inmediatamente! — Sí, señor — contestó su secretario personal —. Haré que lo busquen en el acto, señor. El jefe debía de estar muy preocupado, porque cuando envió a buscarme no lo hizo por medios ordinarios, sino que envió nada menos que un gravimóvil, con una escuadra de guardias armados con fusiles radiantes. El jefe me conocía y sabía que sólo de esta manera era posible arrancarme de los brazos de la despampanante pelirroja con la que me había retirado a meditar unos días en las montañas de Tsink-Kasij.
El gran satélite estaba allá arriba, orbitando en torno a la Tierra a poco más de treinta mil kilómetros, escudriñando el cosmos con sus poderosos telescopios, ópticos y de señales de radio, enorme conjunto de maquinaria flotando ingrávidamente en el espacio y sustentador de las vidas de decenas de millares de personas. Su nombre oficial era Ciudad Satélite número 1 — C.S.1 en abreviatura —. Casi nadie le llamaba de esa manera. La C.S.1 tenía muchos sobrenombres: «El Monstruo», «La Locura de los Humanos», «El Ojo», «La Torre de Babel», éste debido a la altura a que se hallaba sobre la Tierra y a la profusión de lenguas que se hablaban en su interior... y otros muchos más, la mayoría simples caprichos de sus autores. El satélite no sólo vigilaba el cosmos. También vigilaba la Tierra.
Ella era alta, esbelta, de formas generosamente contorneadas, cintura de avispa, caderas de ánfora y piernas largas y perfectamente proporcionadas. Llevaba el pelo teñido según la última moda, es decir, en un tono rosadovioleta que contrastaba agradablemente con el intenso, verde de sus pupilas. Ray Trudno se quedó boquiabierto al verla en el salón de su apartamiento al regresar del baño. —¿Quién es usted? —preguntó—. ¿Qué hace aquí en mi casa? ¿Cómo ha entrado sin que yo lo supiera? La joven rió suavemente. —Hace usted demasiadas preguntas a un tiempo, señor Trudno —manifestó—. ¿Por qué no me invita antes a una copa de uno cualquiera de los maravillosos licores que elaboran ustedes, los terrícolas?
Con gesto agresivo, Myrin Kopper contempló el indicador de carga de su pistola solar. La perspectiva no podía ser más sombría. Un proyectil pasó chillando por encima de su cabeza y fue a estrellarse contra una roca situada a cincuenta metros tras él. La roca voló en multitud de pedazos diminutos, que se esparcieron zumbando como metralla. Tenía tres cargas en la pistola, ni una más. Podía deshacer a tres hombres -seis, con un máximo de buena suerte, si se les ocurría acercarse por parejas-, pero nada más. Después...
El hombre corría desesperadamente, como si le persiguiesen cien legiones de diablos. De cuando en cuando, volvía la cabeza hacia atrás y después de este gesto y a pesar de que tenía los pulmones a punto de reventar, aceleraba todavía más la velocidad de su frenética carrera. Atravesó un seto y atropelló una serie de macizos de flores, pisoteándolos sin compasión. Chick Fallass sabía que corría con la muerte a los talones. De pronto, divisó a lo lejos las luces de una casa, cuya vista le hizo lanzar una exclamación de alivio. Si conseguía llegar a la casa, estaba salvado, pensó. De pronto, oyó voces muy cerca de él. —Vamos, ya lo tenemos. —No le dejéis escapar, muchachos.
Es curioso. Nunca había visto esa luz. Nunca. Hay muchas luces en el cielo oscuro. Muchas, cuando no las cubren las nubes. Esas oscuras y feas nubes que, cuando estallan sobre uno, revientan materialmente en agua, en fulgores y en estruendos. La Tierra, entonces, se conmueve y agita. El fuego todavía hierve con demasiada fuerza en sus entrañas. Los lagos de lava caliente borbotean allá, en la brumosa distancia caliente. Son como erupciones a flor de piel, de ese fuego interno y terrible que aún no hace mucho invadía la superficie de este maldito cuerpo celeste donde he nacido y donde vivo.
El hombre corría desesperadamente, como si le persiguiesen cien legiones de diablos. De cuando en cuando, volvía la cabeza y miraba hacia atrás y lo que veía le hacía apretar el paso, con un olvido total de la fatiga que atenazaba sus músculos. Para Vix Forster, aquella situación era una pesadilla. No hacía siquiera una semana, era un distinguido primer oficial en una astronave comercial. Ahora, por un extraño azar del destino, se había convertido en un proscrito, cuya cabeza sería pronto pregonada en cien años luz a la redonda... si quienes le perseguían daban tiempo a que se emitiesen los correspondientes boletines de reclamación. Vix no quería ni pensar siquiera en lo que le esperaba caso de ser atrapado. El único pensamiento fijo en su mente era el de la fuga.
Los radares de larga distancia captaron en sus pantallas la señal de un aparato cuya órbita no había sido registrada de antemano, y los operadores dieron la señal de alarma. Las llamadas se sucedieron rápidamente y todas las frecuencias de radio fueron ensayadas, sin que se consiguiera la menor respuesta por parte de los tripulantes del enigmático artefacto. Cohetes defensivos de alta potencia, bajo el mando directo del Comandante general de las fuerzas de la O.N.U., fueron puestos en disposición de ser disparados para interceptar la trayectoria de la nave que parecía surgir de las profundidades del espacio. Pero antes de que se diera la orden de fuego, fue capturada una desesperada llamada procedente del aparato que volaba directamente hacia la Tierra: — Van a atacarnos! ¡Quieren destruir el planeta! ¡Marte es una base de ataque...! ¡Habla Tony Zeiss, segundo jefe de Camp Vickary! ¡Marte es una base de ataque!
Volvió la cabeza una vez más y masculló un juramento a media voz. Sí, aún seguían sus pasos aquellos malditos sabuesos.
Y el coronel Fert-Tsu, en cabeza. Eric Allen se dijo que, a menos que no consiguiese eludir la persecución, podía darse por perdido.
Fert-Tsu tenía procedimientos especiales para hacer hablar a sus prisioneros. Decía que no había lengua rebelde para él.
Allen no tenía el menor deseo de comparar la exactitud de aquel dicho. Todo su interés se centraba en esfumarse cuanto antes.
Pero, ¡maldita sea! ¿es que no iba a haber algún lugar apropiado en toda la extensión de la avenida?
Fert-Tsu y sus esbirros caminaban despacio, al mismo ritmo que él. Al perseguido le parecía que Fert-Tsu demoraba la captura, saboreando sádicamente el terror de su víctima, gozándose en dilatar el momento de la aprehensión, para influir así en los nervios de su perseguido. Incluso podía haberlo matado allí mismo.
El pequeño trineo, movido por un poco voluminoso pero potente motor eléctrico, se deslizó a casi cien kilómetros a la hora por la llanura helada, llegó al campamento, lo rebasó en unos ciento cincuenta metros, viró en ángulo de 90° y, finalmente, se detuvo al pie de un enorme bloque de hielo. Su piloto cerró el contacto y la hélice se detuvo tan silenciosamente como había girado hasta entonces. El piloto levantó la cúpula de la cabina del aparato y se volvió hacia la joven que se hallaba a su lado en el asiento delantero: —Ya hemos llegado, señorita Kildare. Ella hizo un gesto de asentimiento, mientras contemplaba la enorme mole de hielo casi tan transparente como el vidrio, situada a pocos pasos de distancia. La transparencia permitía ver con gran claridad lo que había en el interior del bloque.
El sonido de aquella carcajada era hiriente, desagradable. — ¿Casarme yo contigo? Andrés, ¿es que te has creído que estoy loca? Andrés se puso pálido. — Lily, yo creí que... — No sé cómo te has hecho esas ilusiones, Andrés. Jamás se me hubiera podido ocurrir que quisieras casarte conmigo. — Lily, mi situación no es tan mala... — No es la situación, hombre, sino tú. No me gustas ni me gustarás nunca, ¿lo entiendes? Andrés se mordió los labios.
A Edwin Colnart le parecía que estaba viviendo una pesadilla. Continuamente se repetía una y otra vez que no era posible, que no podía ser, que era imposible que le sucediera a él... pero todo resultaba real y desagradablemente cierto. Estaba despierto. Y le juzgaban por homicidio. —¡Pero si yo no quería matarlo! —exclamó de repente, sin darse cuenta de que expresaba sus pensamientos en voz alta. Su exclamación interrumpió la poco convincente perorata del abogado defensor, quien, convencido de antemano de la culpabilidad de su cliente, se limitaba a pronunciar un discurso retórico, en el que había mucha paja y apenas grano.
— No hay duda — dijo el doctor Perm, jefe sanitario de la expedición —; son seres inferiores. El capitán Wereth, comandante de la astronave, no había logrado salir todavía de su asombro. — Pero ¡si parecen tan evolucionados! — exclamó. — En lo físico solamente, pero no en su cerebro, que es el de un chiquillo de cuatro o cinco años, terrestres, por supuesto. Adultos con mente infantil y no terrestre, insisto. — Es probable que sea como usted dice, doctor, pero no me negará que es un género de vida envidiable. — Lotófagos — calificó Perm. — ¿Qué? — dijo Wereth. — Según la mitología, quienes comían la flor del loto se convertían en unos seres abúlicos, sin desear nunca nada y vivían en una especie de nirvana.
Mientras volaba de regreso a la Tierra, Ricardo Thomas empezó a echar cuentas. Iba en una astronave, pero le parecía flotar en una nube de color de rosa. En la bodega del aparato llevaba su fortuna. Ricardo se sentía más que satisfecho. Había con seguido, después de largas semanas de exploraciones y algunos meses de durísimo trabajo, veinte toneladas de «energyl». Del «energyl» no se podía decir que se pagase a peso de oro, porque su precio era aún mucho más elevado. En realidad, el dueño de una porción del preciado metal podía pedir lo que quisiera. El «energyl», descubierto casualmente veintitantos años antes por un grupo de audaces científicos, que exploraban un cinturón de asteroides, estaba sustituyendo al uranio en las centrales nucleares.
Andy Morini se sentía de muy mal humor aquel día. Tenía mala suerte. Dos veces había intentado apoderarse de sendas carteras y otras tantas veces había fracasado. En la primera de ellas, la víctima, cuando ya estaba «a punto», en opinión de Andy, había echado a andar inesperadamente, frustrando así sus deseos de conseguir una mejoría económica a costa ajena. En la segunda ocasión, había sido el sargento Burnett, viejo «amigo» suyo, quien le había frustrado el acceso a la propiedad de otro. Andy había tenido que salir por piernas —en eso sí que ganaba al sargento, pero no en astucia y zorrería—, y aun había tenido que felicitarse de que Burnett no estuviese a la distancia suficiente para ponerle las esposas. Como consecuencia de sus fracasos, Andy se sentía de muy mal humor. Había salido a «trabajar» y volvía con los bolsillos vacíos, Linda le iba a armar un escándalo que se oiría hasta en la frontera canadiense.
El aeromóvil armado, en forma de huso, se mantenía inmóvil, a unos dos mil metros de altura, sobre el astropuerto interplanetario de Nueva York. Los tres ocupantes del vehículo se mantenían expectantes, escrutando atentamente el cielo. El que se hallaba en el puesto de mandos repitió por última vez sus instrucciones: — Ya estáis enterados. En el momento en que el aerotransporte de Correos se separe de la nave espacial, lo seguiremos. Al llegar al lugar convenido, será atacado por dos «C». Nosotros, entonces, nos apodaremos de la caja de las piedras y la llevaremos a la Base Cobra. Eso es todo. — Bueno, Ximius, ya te hemos oído y sabemos lo que tenemos que hacer. Ahora dinos: tanto Wolstramz como yo queremos saber qué importancia tiene esa caja procedente de Gomnessia.