El crucero ligero «Polux» navegaba a enormes velocidades por la negrura de los espacios, zigzagueando desesperadamente, evitando las continuas andanadas de torpedos con cabeza electrónica que le dirigía el enemigo. En el asiento del puesto de mando se encontraba el coronel Henríquez, teniendo a su lado al segundo, capitán Sillitoe, que ocupaba tal grado por muerte del comandante Rinaldi, y ante ellos se reflejaban claramente todas las fases de la batalla que estaba a punto de terminarse ya. —Esto se acaba —murmuró con desesperación Sillitoe—. ¡Cuidado, señor! Un rápido movimiento de la mano derecha de David hizo que el aparato se desviara de la ruta que seguía aquel torpedo disparado contra ellos, cuyo cerebro electrónico, al fallar la explosión por contacto directo, hizo funcionar en el acto la espoleta de proximidad. Una cegadora llamarada cárdena deslumbró por un instante los ojos de los dos hombres, en tanto que se sentían violentamente arrojados a un lado por la violencia de la explosión, producida a menos de cien metros de distancia.
Con claro gesto de fastidio, Kevin Krinz introdujo un disco en la ranura de la máquina. Una luz verde se encendió a continuación. Kevin dijo algo a la dictógrafa. El aparato registró su petición. Una tarjeta metálica salió por otra ranura. Kevin se la echó al bolsillo de su traje de «eternlastic», giró sobre sus talones y salió a la calle. Un poco más allá, encontró una cabina vacía. Era de forma cilíndrica y material transparente, también de «eternlastic», aunque de una composición peculiar que le infundía una rigidez semejante a la del vidrio. Entró en la cabina. La puerta se cerró automáticamente. Un ojo electrónico parpadeó en la parte superior. Kevin enseñó la tarjeta. Se oyó un chirrido. Luego un leve zumbido.
La mujer contemplaba en actitud displicente la pelea que tenía lugar a pocos pasos de ella. Mordisqueaba un tallo de hierba y su hombro izquierdo aparecía generosamente desnudo. La falda que vestía apenas si merecía el nombre, dada su brevedad. Estaba apoyada con indolencia en el tronco de un árbol, mientras los dos hombres luchaban salvajemente con sus cuchillos bifoliados. Era una pelea a muerte, sin cuartel, y el superviviente tendría a la mujer como premio. Los contendientes estaban desnudos de la cintura para arriba. Habían conseguido ya algunos golpes, pero las heridas no eran graves, aunque sí aparatosas. Ambos eran igualmente hábiles con aquellos enormes cuchillos, de dos hojas paralelas, separadas entre sí por un espacio de dos centímetros y de filo tan agudo como el de una navaja de afeitar. La ciudad quedaba a lo lejos, a un par de kilómetros de distancia. El paraje era solitario; nadie interrumpiría, por tanto, la salvaje pelea.
La sorprendente e increíble historia de Herb Bleine pudo empezar así: —Lo siento, señor Walker... No me encuentro bien. En efecto, el joven empleado de «Mulvane Car Supplies Ltd. » estaba lívido, trémulo y febril. No hacía falta ser médico para darse cuenta. — ¡Canastos, Herb! ¿Qué te pasa? — No lo sé, señor Walker... Siento escalofríos, mareos... Nunca me he sentido así. Herb Bleine jamás había faltado al trabajo por una indisposición. Posiblemente, ya no se sentía bien cuando acudió aquel lunes por la mañana, como de costumbre, al establecimiento. Era puntual como un cronómetro.
GEORGE Kenton, con ademán nervioso, se subió el cuello de la americana, hundiendo sus manos en los bolsillos del pantalón. Llovía. Un agente le miró con desconfianza. Aquel hombre semejaba ser, por su aspecto, uno de los muchos indeseables que pululaban en San Francisco, la ciudad más corrompida del mundo. El cielo ofrecía un inquietante aspecto, Los relámpagos iluminaban el espacio, dando a las estrechas calles de «Chinatown» una iluminación fantasmagórica. De los sórdidos establecimientos de bebidas, de vez en vez, salían individuos que, por su porte, denotaban habitar en el famoso «barrio chino».
Primer número de una colección dedicada a narrar las aventuras de los componentes de esta organización secreta. Tal como se indica en el título del extenso prólogo de este ejemplar, C.I.A.: Ojos y oídos de Estados Unidos. Para iniciar esta colección fue elegido Alf Manz, uno de los mejores escritores de novela popular de su tiempo y que también tuvo el honor de escribir el primer numero de la serie F.B.I. de la editorial Rollan. Todo comienza cuando la madre del protagonista, un piloto de pruebas, es asesinada cuando dos hombres penetran en su casa, buscando las planos secretos del avión «Bell X S-3» Buscando justicia para la muerte de su ser mas querido, ingresará en la División de Choque del C.I.A. y después de una intensa preparación y con la aquiescencia de sus jefes se verá capacitado para desentrañar el enigma que se oculta tras el robo de los planos experimentales y la muerte de su madre.
El sol anunciaba su salida por la línea lejana del horizonte manchuriano. Las tinieblas de la noche se disipaban al conjuro del alba. Sobre los campos se esparció una luz grisácea, cenicienta, y los árboles y las rocas comenzaron a destacarse. Al Norte: la extensa planicie aguardando el beso del sol primaveral para desperezarse.
Seigo calló. En la estancia reinaba un profundo silencio. El reo se inclinó hacia adelante y empuñó la daga con resolución, sosteniéndola a la altura del vientre. Iba a consumarse el harakiri. El haishaku vigilaba al condenado, dispuesto a cortarle la cabeza al menor gesto de cobardía. Tranquilizado ante el semblante sereno de Hakano se situó a su lado, siguiendo la lenta trayectoria del arma blanca. De pronto, el puñal cobró una vida insospechada. El que parecía decidido a ofrendar su existencia a una causa y a un código caballeresco, se incorporó, hiriendo mortalmente a Ogawa en el cuello. Después se volvió al otro hombre, que, asombrado, quiso defenderse. Seigo le clavó el cuchillo en el corazón.
Los ojos de George Kenton centelleaban de cólera, fulminando a la mujer que le miraba con desprecio. —Todo lo que eres me lo debes a mí, a un dinero que he ganado con riesgo de mi vida. ¡Puedes permitirte el lujo de tener un estrecho concepto del honor, porque no conociste el hambre! Te ha horrorizado mi profesión. ¿Por qué no repites con desprecio la palabra espía? No te dé vergüenza. Los que militamos en los Servicios Secretos sabemos dominar nuestros impulsos. Estamos acostumbrados a que se nos considere como a seres viles, sin alma…
En la oscuridad, una canoa navegaba cortando el agua con toda la potencia que sus 250 caballos de fuerza impulsaban a las dos hélices. Su aguda proa cortaba el agua en dos, lanzando a un lado y a otro una cascada de espuma que, a pesar de la noche, se veía brillar alguna que otra vez. Los tripulantes que se llegaban a vislumbrar, sujetos firmemente en sus puestos, clavaban su vista en las tinieblas, intentando ver más allá de la borda. Sin embargo, eso no era posible. Una espesa niebla se había ido tendiendo sobre el mar, hasta que la visibilidad quedó totalmente nula.
Como una sombra, silencioso, el ayuda de cámara del embajador pasó a la habitación contigua, un cuarto de baño todo enlucido de mármol negro. El espejo reflejó uno por uno los rápidos manejos de Diello y su rostro de mandíbula firme y de nariz con abultadas aletas. De una pequeña bolsa de papel cayó un chorrillo de polvo blanco en el vaso, flotando en la superficie del agua. El espejo recogió entonces una extraña sonrisa de los ojos oscuros. Volvió a caer más polvo. Una cucharilla agitó el contenido del vaso, tornándolo de color lechoso.
Tres amigos que han estudiado juntos en una prestigiosa universidad se dedican a combatir el crimen por su cuenta y pronto son reclutados por la organización CIA. A partir de ahí sus vidas cambiarán.
El potente cuatrimotor volaba sobre las cumbres del Himalaya, en la frontera de China con la India. Los treinta y dos pasajeros, ajenos a la belleza del paisaje a sus pies, fumaban o leían revistas que las stewardess les facilitaban sonrientes. En el interior del gran aparato reinaba el silencio. Los hombres, de nacionalidad americana o inglesa, con excepción de un francés que tomaba pequeños sorbos de «coñac», aparentaban ignorarse entre sí, preocupados, sin duda, por los negocios que les forzaron a efectuar el largo viaje desde Tokio.
PRESCOTT retuvo entre sus dedos, temblorosos por la impresión recibida, el extremo de la sábana que cubría la causa de su emoción. Resultaba imposible contemplar aquella visión de horror sin sentir una espantosa opresión en el estómago y una sequedad intolerable en la garganta. Finalmente, y venciendo la morbosa atracción que sobre él ejercía aquel rostro, o, por mejor decir, lo que de aquel rostro quedaba, dejó que la sucia tela que cubría el cadáver ocultara piadosamente los despojos mortales del que en vida llevó por nombre el de Fredy Discoll.
BASTA por hoy, señores. Mañana estudiaremos las maneras de comportarse de un hombre embriagado. En la vida del espía, más de una vez hay que simular una borrachera, en sus distintos grados. Lamento mucho que aquí, en la Academia, solo se pueda beber agua o «Coca-Cola». Sin embargo, creo no equivocarme al pensar que ustedes, en alguna ocasión, habrán tomado unas copas de más. Hagan memoria y recordarán cómo se traba la lengua y cómo el piso parece empeñarse en huir bajo nuestros pies. ¡Buenos días, señores!
Giovanni Melotti, eminente director musical, mientras dirigia la «Séptima Sinfonía», de Beethoven, recibe un disparo. Es el comienzo de una serie de atentados en Hollywood...
Fred Power no tuvo un momento de vacilación. Aparentó ponerse en pie, cual si fuera a obedecer las indicaciones, de sus agresores y cargó el peso del cuerpo en el lado de estribor. La lancha se inclinó peligrosamente y el del C. I. A. se hundió en las aguas. Al caer oyó el tableteo de la ametralladora, más las balas, altas, se perdieron a lo lejos. Buceando, Power se alejó hacia la orilla opuesta del Parque, buscando la protección de los centinelas que montaban la guardia en el Arsenal de la Marina, mientras su cerebro trabajaba rápidamente. Pensándolo mejor, rasgó en menudos fragmentos los papeles y, convencido de que ya sólo la vida podrían arrebatarle, asomó unos centímetros la cabeza llenando sus pulmones de oxígeno. Vio a sus perseguidores oteando el río en todas las direcciones y se trazó un plan a tono con su temperamento audaz.
Con los motores dormidos, el submarino se balanceaba suavemente en las aguas temblorosas del océano que iniciaba su despertar. Entre la espesa niebla, la torreta quedaba desdibujada incluso para los dos hombres acurrucados sobre cubierta. Cual sudario de color gris verdoso con vellones cálidos que parecían de lana, la niebla velaba cielo y mar entenebreciendo la hora del amanecer.
TARAREANDO una cancioncilla popular, Herbert Lovett se dispuso a penetrar en la peluquería que James Drake regentaba en la Avenida de la India, en el barrio chino de San Francisco de California, la ciudad famosa en el mundo por su perversión. Pensó que su amigo, conocedor de la fecha de su llegada de Corea para convalecer de una herida en el pecho, reprocharíale la tardanza en visitarle, pero estaba seguro de ser disculpado. Sarah Larkey era la muchacha más bonita de Chinatown.
El penal se levantaba en la cumbre de Cayo Mona, y Cayo Mona estaba en la mitad del gran arco de las Islas Vírgenes. El edificio era nuevo. Sólo hacía dos años que el rey de Dinamarca había vendido a Norteamérica aquella cadena de islas por la suma de 25 millones de dólares. Y un año antes de que el Gobierno tomase posesión oficial de ellas, se comenzó a construir el penal. Y uno de los primeros obreros fué el forzado 1273.