ALFRED WARING aspiró voluptuoso el humo de un «Abdullahs» mientras, deteniéndose en breve paseo, giraba la vista en torno suyo. Hallábase frente al Auditorium, en la avenida de Michigan de Chicago. Examinó la guía que le facilitaron en el hotel, comprobando que los datos estadísticos, por muy fieles que sean, no reflejan ni remotamente la grandiosidad y la belleza de las cosas. El Auditorium, de más de cien metros de fachada y diez pisos de ladrillo y granito, es un edificio espléndido con gran hotel frente al lago y un teatro con capacidad para más de cinco mil espectadores.
JACK Godfrey revolvíase inquieto en su jergón de crin vegetal. Realmente, le era imposible conciliar el sueño. Lo de menos hubieran sido las durezas del apelmazado lecho, que se le clavaban en las costillas, sin posibilidad de que el cuerpo se amoldase a ellas. Aún por eso se podía transigir, pero ¿quién era capaz de dormir con tanto maldito piojo y los ronquidos de los ochenta compañeros de dormitorio que su mala suerte le había deparado?
Un «Cadillac» negro se deslizaba veloz por Oxford Street, horadando con sus potentes focos los cendales de niebla que envolvían Londres. Eran las tres de la madrugada y la ciudad, dormida al parecer, presentaba un triste aspecto. El macadán de las calles y avenidas relucía al reflejo de los faros con pequeñas y brillantes tachonaduras. En el interior del automóvil iban, silenciosos, cuatro hombres.
El sudor corría copiosamente por el barbado rostro del oficial, mientras sus brazos, caídos con indolencia sobre las guías del periscopio, le hacían girar con lentitud, recorriendo la infinita extensión de la llanura líquida. Con la cara pegada a la mirilla, la gorra inclinada sobre la nuca y la guerrera abierta sobre la camiseta empapada de sudor, el oficial giraba al unísono con el bruñido cilindro de acero, mientras los miembros de la tripulación le observaban en silencio con la excitación de la espera pintada en sus semblantes, pálidos a causa del prolongado encierro en el vientre de acero del sumergible. ..
TODO comenzó de una manera absolutamente vulgar aquella calurosa mañana de julio. Ante el insistente repiqueteo del timbre del teléfono, el teniente O’Rurke, de la Policía Metropolitana, se apartó de la absorta contemplación del bullicioso hormigueo que llenaba la Lombard Street, y con el habitual gesto de aburrimiento pintado en su rostro irlandés, puso fin al impaciente campanilleo, por el expeditivo procedimiento de descolgar el auricular y aproximarlo a su oído.
El agente Walter Carry, último de su promoción, recibe las ordenes del Alto Estado Mayor del C.I.A. para ser instruido durante meses por un especialista en oriente sobre las características de Japón, nación a la que debe viajar para incorporarse como miembro de la escolta secreta del general Mac Arthur. La irrupción en la trama de una desconcertante mujer trastocará la ya de por si complicada misión encargada al bisoño agente. Sólo en sus manos estará el impedir la realización del atentado urdido contra la importante personalidad de la que ha sido encargada su custodia.
JEREMIAS Ascott observó a su visitante con expresión dubitativa. La noticia había sido recibida sin el más leve pestañeo, y una sorda irritación comenzó a adueñarse de él al reconocerse incapaz, pese a su aguda perspicacia, de descubrir la menor sombra de emoción en aquellas facciones herméticas, en las que la única señal de vida parecía haberse concentrado en el brillo metálico de unos ojos increíblemente negros, cuya mirada, fría como el acero, hería como un cuchillo hecho, del mismo metal.
LOS numerosos transeúntes que, en las primeras horas de la mañana, se dirigían a sus quehaceres, detuviéronse sorprendidos al ver pasar ante ellos, a meteórica velocidad, a un automóvil que, con las dos ruedas laterales en alto, dobló la esquina de la calle Carpenter con la Octava, perdiéndose a lo lejos. Aún no había transcurrido un minuto cuando oyéronse sirenas policiales y un coche de la patrulla de la Metropolitana tomó la misma dirección que el vehículo anterior.
RICHARD despertó sobresaltado y miró a su alrededor como si le extrañara hallarse solo en el departamento. En realidad, nadie había con él cuando, aun sin proponérselo, habíase sumido en el sueño; pero le hubiese sorprendido menos hallar ante sí a cualquier persona observándole. De tal modo había abierto los ojos dominado por esta impresión que, incorporándose bruscamente, llegóse a la puerta y asomando la cabeza echó una ojeada a derecha e izquierda.
El Reloj de la Muerte es una impresionante narración, en la que se mezclan las vidas de audaces ladrones de guante blanco, con las de Agentes Secretos del Central Infelligence Agency, Alar Benet, SE SUPERA UNA VEZ MAS EN El Reloj de la Muerte en donde un hombre malvado se regenera por el amor, ¿Cómo? Se enterará leyendo el próximo número, de esta sin par colección.
En la sala había cinco hombres. Era oscura, pequeña, con una sola lámpara eléctrica al final de un largo brazo. El resto, quedaba en sombras. Tras la lucha y los gritos anteriores el silencio era impresionante. Sólo se oía el ronco jadeo del que estaba tumbado en la cama y el ritmo acentuado de las demás respiraciones fatigosas. Los cuatro hombres contemplaban al yacente. Estaba desmayado; su frente y su pecho descubiertos, cruzados de morados verdugones. Uno de sus pómulos tenía una desgarradura. Por la comisura de sus labios hinchados caía lentamente una baba sanguinolenta, y sus dedos se engarabitaban en una última convulsión. Se abrió de improviso la puerta y penetró otro hombre, con el cuello subido del gabán y el sombrero puesto.
FREDY Discoll se despojó presuroso de la mojada gabardina, y acercándose al fuego que ardía crepitante en la chimenea, se frotó vigorosamente las manos, extendiéndolas luego en dirección al hogar, mientras un gesto de beatitud iluminaba su rostro. Tras él entraron en tromba los restantes miembros del grupo excursionista, y al igual que el joven, procedieron a quitarse los mojados abrigos, entregándose pon morbosa placidez a la caricia del calor que despedían los gruesos troncos entregados a la voracidad del fuego.
EN el sórdido barrio chino de San Francisco de California, la mayor concentración oriental en el mundo, si exceptuamos los países asiáticos, la noche iba acompañada del delito. Las principales calles rebosaban de establecimientos de bebidas y cabarets de baja estofa, cuyos negocios principales eran el tráfico de drogas y el juego. ¡Resultaba inconcebible tanta perversión!
Roland Keller, un intrépido agente secreto del Central Intelligence Agency, acababa de subir a un viejo vagón de madera en la estación Kabakovsk. Algo más de cuarenta kilómetros le faltaba para llegar a Bogoslovski. Hasta allí podía pasar desapercibido; pero a partir de aquel punto Keller sabía que entraría en un terreno en donde el más pequeño descuido podía serle fatal.
BUCKY Logan, agente del Central Intelligence Agency, encuadrado en la División de Choque, se detuvo. Su ancha y fornida espalda se apoyó en la recia pared del edificio, bajó suavemente el ala del sombrero de fieltro y clavó sus ojos grises en la portezuela del coche que acababa de detenerse junto al bordillo de la acera de enfrente.
El grupo de mujeres, que escuchaba atentamente en la azotea de la casa situada en la Avenida de Odgen, muy cerca de la de Kedzie, constituía un conjunto en el que predominaban la inquietud y el temor. Eran las dos de la madrugada y la ciudad de Chicago semejaba, con sus luces multicolores, parpadeantes, un fantasma de sombras salpicado de luciérnagas.
CUANDO Daniel Smore llegó a Viena en aquel atardecer de un día del mes de abril de 1949, él pensó, como siempre lo había pensado, que la capital austríaca, después de cuatro años de finalizada la conflagración mundial, habría resurgido como otras tantas capitales europeas con autonomía de gobierno propio.
Miraba por la ventanilla con curiosidad el inmenso gentío que lentamente se fué perdiendo hasta desaparecer por completo en una curva y pensé que el signo de la época, del momento, era la incertidumbre, el temor. Íbamos a atravesar la zona soviética de Alemania y la experiencia me gritaba que hasta que no me viese en la americana no podía considerarme seguro. En breve, en cuantos lugares parásemos, patrullas soviéticas subirían al tren para pedirnos, una y otra vez, la documentación con aquellos bruscos modales que tanto me irritaban.
Había cesado hacía bastante tiempo el tabletear de las máquinas de guerra modernas. El frente, el misterioso y amplio frente de Corea, descansaba. Solo, como ya se ha indicado, la explosión tardía de un obús del doce cuarenta o del quince y medio, iluminaba fugazmente el horizonte y dejaba pasar su seco estruendo, para perderse en la nada. Unos ojos vivaces, expresivos, fríos, como si fueran de acero, escrutaban a través de las tinieblas. Un corazón latía con atropello, inusitadamente, sin que su poseedor, pese al esfuerzo, pudiera hacerlo ir hacia la tranquilidad.
No era frecuente, lo sabía, que una misión de tanta importancia le fuera confiada a un Agente bisoño en la División de Choque, y esto le llenaba de orgullo, pero tampoco ignoraba que en el empeño iba a decidirse su destino en el C. I. A. Aunque París no tenía secretos para él, por haber vivido bastante tiempo en la capital de Francia, en la que aun residía su hermana Prissy, casada con un francés, no experimentó ninguna alegría por esta circunstancia.