En algún lugar de China, en el principio de los tiempos, el Dragón dejó una huella que aún hoy continúa irradiando fertilidad a cuanto la rodea: ciertamente, a un pueblo numeroso como las estrellas del cielo, pero también, para nuestro deleite, a una imaginación ilimitada y creadora materializada aquí en esta obra.
Entre los débiles muros de las cabañas, durante horas y horas, Goso había transmitido a los niños, a través de la palabra, las maravillas históricas nacidas en la época en que el Espíritu de la Tierra vivía entre los hombres.
La leyenda era de todos, pero nadie sabía decirla como la voz de Goso. Con él desapareció la memoria. Los animales ya no hablaban con las palabras de los hombres, ningún muchacho volvería a nacer del huevo del avestruz, ni los pájaros darían leche, ni habría árboles benefactores.
Por eso lloraban los niños, porque, de pronto, habían perdido la leyenda y la inocencia, esparcidas una vez por Goso, al anochecer, en torno a la magia, en «El círculo de la choza».
Cuentan que una vez, en el lejano Japón, vivió un joven samurái llamado Yoshinari. Era valiente y de noble carácter y tenía una especial facilidad para contar historias maravillosas. Al emperador le gustaba mucho escuchar los cuentos de Yoshinari antes de dormirse, así que, el samurái era llamado a palacio para que le entretuvieran con sus relatos. Pero ocurrió que una noche, el emperador, preocupado por las cuestiones de Estado, no podía dormir y pidió a Yoshinari que le contara más historias que de costumbre, y el samurái le refirió, uno tras otro, todos los cuentos que, siendo niño, le contara su abuelo, quien los había escuchado de su padre, que a su vez los había oído de boca de su anciano bisabuelo. Yoshinari terminó sus relatos al alba, cuando el sol asomaba ya tímidamente por detrás de las montañas. Aquélla había sido una noche larga, muy larga; pero la Noche del Samurái, como luego fue llamada, quedó para siempre grabada en la memoria del pueblo nipón.
La historia de Madrid, la capital y los pueblos de alrededor, está repleta de leyendas que intentan explicar sucesos notables ocurridos a lo largo de los siglos. A menudo no tenemos la confirmación de la veracidad del relato, porque dentro de la cuentística popular y la leyenda, la frontera entre lo real -lo verdadero- y lo irreal -la imaginación-, muchas veces queda borrada por la inventiva de quien relata sus historias. Desde una explicación de los orígenes de la capital hasta un relato del bandolero romántico de Villaconejos, este volumen ofrece una cuidada selección de bellísimas historias que abarca todos los tiempos. Los lectores gozarán de este conjunto de cuentos y leyendas que enriquece el patrimonio cultural tan grande de que puede presumir la Comunidad de Madrid.
Los cuentos de Jack London que recoge este volumen tienen casi todos un factor común: la fiebre de los buscadores de oro en Alaska durante la segunda mitad del siglo XIX. El oro que enriqueció a algunos, destruyó a muchos, convirtiéndose así en una auténtica «quimera». Un aliento trágico recorre estos cuentos, duros y brillantes como el hielo que los sustenta. Porque la verdadera protagonista es la inmisericorde naturaleza helada, ese impresionante silencio, blanco, ámbito y preludio d ela muerte, donde hasta los espíritus más febriles y seguros pueden caer bajo la bofetada implacable del frío polar.
La selva es el escenario y personaje omnipresente de estos cuentos. La selva tropical, con su violencia natural incontenible, frente al hombre, aliado a veces, destructor las más, de esa naturaleza salvaje. Y en medio, la fauna: desde la gigantesca serpiente que declara la guerra al hombre, hasta el indefenso cachorro muerto equivocadamente por la mano de su propio amo. Cuentos donde el humor y la ingenuidad se combinan con momentos de gran intensidad trágica, y donde al lado de la expresión infantil y pintoresca el difícil arte del cuento puede alcanzar cotas literarias de una expresividad insuperable.
Doce relatos componen este volumen, con el que Chesterton dio a conocer al Padre Brown. Este “curita” católico, insignificante, casi ridículo de puro “candoroso”, tiene un cerebro privilegiado y una intuición singular para leer en las sinuosidades del corazón humano. Pero su bondad natural, su recta lectura de la moral evangélica, lo impiden juzgar y condenar: descubre el crimen, pero intenta salvar al criminal. Es la cara opuesta de ese nefasto vicio de juzgar que censuraba Camus. Un libro rebosante de ingenio, suave humorismo y belleza literaria, de un autor cuya influencia ha llegado hasta Borges.
Uno de los rasgos característicos de Edgar Allan Poe en su tratamiento del terror consiste en la mezcla de elementos terroríficos en sí mismos con otros que producen el mismo efecto por vía indirecta. En los once relatos que componen este volumen —entre los que se encuentran algunos de sus cuentos más memorables— puede advertirse todo el arco de posibilidades y modos de acercarse a la literatura de terror: espacios cerrados, amores fúnebres, mares tenebrosos, tumbas, cadáveres, sangre y esa típica opresión psicológica que procede de lo extraordinario, es decir, de lo que está más allá de los sentidos, de toda naturaleza y toda lógica.
Bécquer, que con sus escasas «Rimas» elevó la lírica romántica a su mayor altura, también se mostró un gran poeta en sus «Leyendas». La fascinación que estos bellísimos textos producen no se debe sólo a su lirismo, sino a su atmósfera de irrealidad. Como ha dicho García-Viñó, «en el fondo lo que priva en las leyendas es una atmósfera ideal y de misterio. Bécquer suspira continuamente por lo inalcanzable». Pero lo que no se ha destacado bastante hasta ahora es su modernidad narrativa, su sentido cinematográfico del ritmo, esos fotogramas llenos de dinamismo, intensidad y brillantez y la teatralidad de algunas escenas.
Pasar de «La quimera del oro» a «Fragmentos del futuro» es cambiar el London de la acción y la aventura al aire libre por el London de la preocupación sociopolítica. Los cuentos de este volumen, menos conocidos que los del Klondike o de los Mares del Sur, podríamos calificarlos de «caprichos goyescos», en los que la imaginación de London camina por nuevos derroteros. Se trata de asuntos extraordinarios, fantásticos o grotescos, donde la típica aventura londoniana reviste caracteres angustiosos o catastróficos. Pero estas «parábolas didácticas», con su utopía y crítica social, aún conservan la garra de sus mejores cuentos.
Cuando los hermanosCharles y Mary Lamb emprendieron la tarea de convertir en relatos breves las principalescomedias y tragedias de Shakespeare, sólo perseguían un objetivo: acercar a losjóvenes lectores las obras del más grande escritor inglés, no siempreaconsejables en su crudeza original, a juicio de la moral pacata de la época.Y, si es cierto que la lectura de estas historias no eximirá a nadie de leerlas obras maestras de donde procedieron, también es verdad que poseen unanotable virtud: la de demostrar, a través de la detallada y en ocasionestransparente línea argumentad que las grandes obras de la literatura no tienenpor qué ser insípidas o aburridas.
Hace unos cuantos miles de millones de años… No es mal principio para contar con humor e ironía unas historias tan aparentemente lejanas en el tiempo como próximas en la intención. Así empezaban los cuentos tradicionales, y así ha querido empezar Moravia estas fábulas hilarantes, donde, mezclando elementos reales y fantásticos, jugando con la sátira más despiadada o con un saludable escepticismo, nos cuenta el relativo fracaso de la Madre Naturaleza, que un buen día quiso hacer un ser racional y le salieron unos peligrosos monstruitos, llamados hombres. Una vez más, el sueño de la razón produce monstruos.
Las buenas intenciones suelen producir mala literatura, decía Flaubert, pensando sin duda en las obras moralizantes. Canción de Navidad es una gloriosa excepción al aforismo. Escrito bajo el peso de las ideas sociales de Dickens, concebido tal vez como una fábula moral para una época, una sociedad y un país determinados, este «villancico en prosa» ha trascendido sus límites para conmover y entusiasmar a los lectores más exigentes de todos los tiempos. Uno de ellos fue Robert Louis Stevenson, que, en un arrebato de entusiasmo, escribió estas palabras: «¡Qué hermoso es para un hombre haber escrito libros como ésos y llenar de piedad los corazones de las gentes!».
Contiene este volumen once de los casos más notables que resolvió Sherlock Holmes, donde no sabemos qué admirar más: si la inteligencia de Holmes como detective o la maestría de Watson como narrador.La fama de Holmes creció de tal manera, que a Conan Doyle llegó a hacérsele insoportable. Y decidió asesinarlo. En El problema final, sobrio y conmovedor relato, en el que excepcionalmente se trasluce la ternura de Holmes a través de su proverbial impasibilidad, asistimos a la desaparición del detective. Pero fueron tantas y tan violentas las protestas de los lectores, que diez años después Doyle se vio obligado a resucitarlo.
Sherlock Holmes había dado ya muestras de su genio en Estudio en escarlata y en El signo de los cuatro, pero los lectores no se dieron cuenta de su genialidad. Entonces a Conan Doyle —¿a Watson?— se le ocurrió la brillante idea de pasear al detective por una serie de relatos cortos. Empezó publicándolos en la revista Strand en julio de 1891. En octubre, cuando sólo se habían publicado tres historias, los editores le imploraban más aventuras de Holmes, el público agotaba las ediciones y Doyle subía sus tarifas. La presión del público era tal, que antes de terminar los doce relatos que componen este volumen, el autor empezó a acariciar la idea de acabar con su criatura.
Casi todos los detectives han desconfiado de las pruebas demasiado evidentes. El Padre Brown también. Los doce relatos de este volumen constituyen un buen ejemplo del engaño de las apariencias. Como siempre, el desmedrado clérigo combina psicología y observación para llegar a conclusiones como ésta: «Lo que más me convence son todas esas cosas que “no constituyen pruebas". Creo que la imposibilidad moral es la mayor de todas las imposibilidades». Pero esta sabiduría, que descubre los trucos y libra de la horca al inocente, sabe también que en todo corazón, por inocente que parezca, puede anidar la sombra de esa ambigüedad que hemos dado en llamar pecado venial.
De entre todos los cuentos que E. Nesbit escribió para niños destacan estas curiosas Historias de dragones, porque, sin olvidar los elementos característicos del cuento tradicional, las sazona y enriquece con ingredientes propios, como toques de humor, pequeñas ironías, descripciones joviales o metáforas muy cercanas por su cotidianidad. A veces la recreación es tal, que sólo nos parece posible en un mundo industrializado, ávido de técnica e inventos. ¿Qué decir, si no, de ese dragoncito, desplazado e infeliz, cuya bebida favorita es el petróleo y que, siendo el último representante de una raza a punto de extinguirse, sólo alcanza la felicidad al convertirse en el primer avión?
Borges sospechaba que parte de su fama se debía al hecho de «haber ordenado en el lenguaje de nuestro tiempo las cinco o seis metáforas». Dickens suponía que los fantasmas pertenecen a dos o tres familias y realizan dos o tres cosas más o menos típicas de su condición. Y, sin embargo, en los seis cuentos que arman este volumen tenemos goblins, enterradores, asesinatos, aullidos del viento descolgándose por la chimenea, una engañosa luna becqueriana, parajes lúgubres y solitarios, un dedo helado que roza otra helada espina dorsal Nada falta para que el lector experimente esa suerte de delicioso susto que Edith Wharton llamaba «la gracia del escalofrío».
Un día de 1799, el capitán Amasa Delano fondeó en una isla desierta, perdida en el Pacífico, para aprovisionarse de agua potable. Al día siguiente, un desconocido velero se acercaba a aquel lugar solitario y desamparado, dando origen a la misteriosa historia del capitán español Benito Cereno.Esta narración, sustancialmente histórica, podría haberse quedado —sin ser poco— en una simple novela de aventuras marineras, pero Melville siembra el relato de dudas y sospechas, que, como en la mejor novela policíaca, van resultando ser pistas falsas hasta la solución verdadera. Benito Cereno es como el Pacífico: una novela engañosamente calma y benigna, donde al final casi nada es lo que parece.
En «El problema final», la última aventura de Las memorias de Sherlock Holmes, Watson daba cuenta de la desaparición del «mejor y más inteligente de los hombres» que hubiera conocido. Los lectores se soliviantaron. Uno escribió a Doyle tratándole de «¡grandísimo bestia!» por haber sido cómplice de su muerte. Su propia madre le prohibió que cometiera tamaña tropelía.Diez años resistió el autor la presión intolerable de su personaje. Una mañana de primavera de 1894, el doctor Watson se desmayó por primera y última vez en su vida. Ahora sabemos que la causa fue el asombro que le causó la inesperada visión de un resucitado: Holmes había vuelto a la vida.