Mirando en todas direcciones, el jinete con lentitud, amarraba el caballo a la herradura clavada en la pared y que estaba libre. No hizo más que pasar la brida por la misma y empezar a sacudirse el polvo que cubría sus ropas y especialmente el sombrero. Se hallaba a unas tres yardas de la puerta del hotel-bar, Texas.
Ruth Thorley, como propietaria de uno de los dos locales de ocio o diversión, existentes en Durango, pequeña localidad ganadera del sudoeste de Colorado, a la puerta de su negocio, contemplaba con preocupación que de cada diez vaqueros que llegaban al pueblo, dispuestos a pasar unas horas de holganza, uno o dos entraban en su negocio y el resto lo hacía en el negocio propiedad de Gerald Drake, su competidor. La clientela que visitaba su casa a diario, eran los viejos vaqueros y rancheros de la localidad y comarca, mientras que los jóvenes frecuentaban como clientes fijos el local de su competidor. Ruth, aunque no ignoraba las causas o razón por la que no podía competir con Gerald Drake, se resistía a imitarle.
—¡Joan! ¿Es que no hay un hueco donde poder sentarse con mi equipo? —¡No lo sé, Brown! Llamaré a Helen para que os atienda. ¡Helen! La llamada llegó a los oídos de la interesada, quien, luchando con la multitud que invadía el local, alcanzó el mostrador para decir, —¿Qué quieres, Joan? —Atiende a Brown y a sus muchachos… Es posible que encuentren algún reservado vacío… —¡Demasiado sabes que eso no es posible! —objetó Brown. —¡Sígueme! —dijo Helen.
Corrían, atropellándose, hacia la plaza todos los vecinos de Lander. Los chiquillos, correteando de un sitio para otro, daban la noticia de lo que iba a suceder. El juez había determinado la culpabilidad de un detenido el día antes. Este veredicto de culpable significa que sería colgado dentro de las veinticuatro horas siguientes.
El sol caía como plomo derretido y se acostaba en los pequeños rincones haciendo sofocante la atmósfera saturada de un polvo minúsculo que, al meterse en los bronquios, producía una tos constante e intermitente. No había refugio más útil que las casas y éstas tenían el inconveniente de las moscas, de las que para defenderse había que estar siempre en movimiento. Los jóvenes escapaban siempre que podían al río, donde pasaban la mayor parte del día, en la época del pegajoso calor, típico de Texas y terror de viajeros. Dallas era un pueblo que vivía de sus ranchos y granjas, sin grandes aspiraciones y sin tener la menor complicación.
Sobre el camino de Santa Fe o Gran Sendero es mucho lo que se ha escrito y a veces no abunda la coincidencia respecto a la geografía exacta de esta ruta de caravanas, pero si en la importancia que para la colonización del Oeste tuvo ese recorrido de buhoneros. Wesport Landing, sobre el río Kansas y muy cerca de Independence, era el lugar de partida de este camino que hasta fuerte Dodge, donde surgió con el ferrocarril Dodge City, era común, pero desde aquí unos iban siguiendo por la orilla norte del Arkansas hasta el fuerte Bent’s y los otros continuaban cruzando las tierras de los sioux hasta Santa Fe.
El almacén de Clifton, que era a la vez juez de Boulder, estaba lleno de clientes, no para adquirir las mil cosas distintas que se expendían en el mismo, ya que era el único establecimiento que había en el pueblo en este sentido, sino para beber whisky y buscar el calor que daba la aglomeración y el fuego que ardía sin cesar en uno de los rincones del amplio salón. Atendían el mostrador Howard, que llevaba varios años con Clifton, y la hija de éste. Agnes.
Las roncas pitadas extendiéronse por encima de la hermosa vegetación, espantando a infinidad de aves, que expresaban su protesta en la forma que a cada especie le era habitual. Por las calles de Wichita, hasta donde se oyó la expansión vaporosa del barco, los curiosos corrían en dirección al muelle. El barco procedía del Este y habían terminado tiempo atrás los tropeles de ambiciosos hacia las cuencas auríferas. El oro parecía que estaba decidido a no aparecer en nuevos filones, como si teniendo sentido de la responsabilidad, estuviera arrepentido de la mucha sangre que se había derramado por su causa en los últimos treinta años.
—¿Por qué tienes tantos deseos de ir a Nuevo Méjico, Emil?
—Es una historia muy larga, John… Algún día te la contaré.
—¿Tienes idea de la distancia que nos separa de Santa Fe?
—Aproximadamente, más de mil millas.
—Creo recordar que son unas mil sesenta.
—Si lo haces en números redondos te parecerá una distancia mucho más corta.
El viejo John, echándose a reír, dijo:
—Probaré si mis huesos pueden resistir una distancia a caballo como ésa.
—Ahí tienes la razón por la que han ladrado los perros en el rancho de los Mac Donald. ¡Mira a tu derecha, Prunella! ¿No es ése el hijo de Gillian Mac Donald? —Sí… ¡Es él! —¡Cuidado…! —exclamó Emma la dueña del local—. Viene hacia aquí. Prunella entró en el local. Emma permaneció bajo el porche de entrada. Jeff Mac Donald pasó junto a ella con la mayor indiferencia, soltando un «indiferente»: «¡Hola…!», y fue directamente al mostrador.
—¡Silencio, señores! De este modo no hay posibilidad de entenderse. Estoy diciendo que no hay plazas para la diligencia de hoy ni mañana. —Deben poner más vehículos en movimiento. —¿Y quién da el dinero que cuestan? ¿Usted? —replicó el empleado de la posta. —No se puede dejar a tanta gente sin poder ir a Dallas. —Esto es una cosa excepcional. Durante meses no se completa el cupo de viajeros, y por un día que sobran cuatro, este escándalo. Ya he dicho que no hay plazas, así que de nada ha de servir la insistencia.
El viejo reía a carcajadas cuando ella hubo cerrado la puerta. Esther descendió a la planta baja de la enorme casona-palacio y ordenó que llamaran al doctor y al abogado Fellows. Arriba, el abuelo y el sobrino seguían hablando de sus planes. El primero en llegar fue el doctor Whitman.
—Vamos, no os quedéis parados ahí. Espero que no tenga que volver a deteneros otra vez. Estuvisteis a punto de ser colgados. No lo olvidéis. —Ha sido una injusticia lo que se ha hecho con nosotros, sheriff. —Recoge tus cosas y cállate, Charles. Tú has sido el único que me has dado trabajo durante el tiempo que estuvisteis encerrados. Charles miró al de la placa en silencio y recogió de encima de la mesa todo lo que le pertenecía. Sus compañeros le imitaron.
El jinete se detuvo en el centro del puente. Por su lado pasaba un grupo de caballistas que le miraban con hostilidad poco disimulada. Contuvo a su montura para dejar que pasaran todos. Y una vez que lo hubieron hecho, les siguió a cierta distancia. Llegado a la plaza de la población, se detuvo ante el único bar que había allí.
Todos aquellos que años antes se inclinaban para saludar con cariño a Bill, hacían como que no le veían. El se daba cuenta de este desprecio y sonreía tristemente. Cary, más impulsivo, los insultaba a voz en grito, teniendo Bill que contenerle para que no castigara a más de uno. Desmontaron ante el almacén de Forster y entraron segundos después.
Se hallaban a varios millares de pies de altitud. Habían encontrado unas bolsas de pepitas en la parte alta de la montaña, que les estaba permitiendo amasar una buena fortuna. Llevaban dos años juntos. Lionel había llegado del Este, creyendo que padecía una enfermedad incurable. El doctor, amigo suyo, que habló a Lionel, le dijo que en las altas montañas de Colorado podría encontrar un gran tónico para sus pulmones.
Ava, furiosa con ella misma por no darse cuenta, fustigó a su montura y siguió su carrera. Poco después pasaba Ecky frente al escondido James. Ecky era uno de los hermanos de la joven. Ava salió del pequeño cañón y galopó hacia la casa, sin volver la cabeza una vez siquiera.
Joe Baxter era propietario de un hermoso rancho en las inmediaciones de Virginia City, y Jim Boyd era su socio. Los dos eran muy jóvenes, ya que ninguno llegaría a los treinta. Ambos eran muy altos y temidos por su habilidad con las armas. Estaban considerados como los mejores jinetes del territorio de Nevada. Joe llevó a su amigo y socio hasta la parcela en que se hallaba un caballo de estampa maravillosa.
Las luchas y los enconos de la primera época colonizadora, cuando en caravanas o aislados llegaron a las mesetas, las praderas y los valles, quienes con tesón fundaron los pueblos que sirvieron de base a las ciudades que hoy podemos admirar, se remontaron año tras año, para abocar de modo esporádico en cruentas luchas entre los descendientes. La causa de los primeros disgustos no había posibilidad de desentrañarla y aunque en el ánimo de la mayoría estaba que no tendría, sin duda alguna, la importancia que el tiempo les concede, como escuchaban desde la más tierna infancia a modo de oración diaria ese encono, acostumbrándose a odiar por sistema considerando este odio como la cosa más natural y más justa.
—Me sorprende, Hastings que te hayas dejado herir tan certeramente... No es eso lo que yo te enseñé durante tantos años. —Calla, Red, calla, que no estoy para bromas... Pero no viviré tranquilo hasta que vea a ese muchacho a mis pies implorando perdón. —Tendrás que esperar a curarte. ¿No estaba contigo Robert? —Sí, pero no pudo hacer nada. —¿Y el sheriff? —No estaba presente.