—¿Q>ué sucede? —preguntó Bell Draw, propietario de uno de los saloons más elegantes de Cheyenne, Wyoming, a uno de sus empleados—. ¿A qué viene todo ese escándalo?
—Es Dixon, el capataz de Lawrence King, está algo bebido y nos está insultando a todos. ¡Y asegura que algunos amigos nuestros son profesionales del naipe en combinación con la casa!
—¿Qué esperáis para hacerle callar…? —preguntó, preocupado Bell.
—Nadie se atreve a enfrentarse a Dixon —respondió Alter, como se llamaba el empleado que informaba a Bell—. Mucho menos influido como está por el exceso de alcohol que ha ingerido.
Bell clavó su mirada en Alter, y bramó con desprecio:
—¡No podía sospechar que estaba rodeado de cobardes…!
Humo de tabaco, de lámparas de petróleo y la numerosa concurrencia hacían el ambiente del local muy desagradable.
Para hacerse oír elevaban la voz, y los de al lado se veían en la necesidad de, a su vez, gritar más, con lo que el griterío era inaguantable.
El barman no hacía más que pedir silencio, pero inútilmente.
El vaquero a quien se dirigía palideció visiblemente. En pocos minutos, se ganó las simpatías de varios de los testigos. Croswell, al sentirse desarmado, miró al sheriff de forma especial. Frank comprendió el significado de aquella mirada, y percibió una sensación extraña por todo su ser.
Los jinetes cubiertos de polvo desmontaban ante las viviendas del rancho y tras quitar las sillas a las monturas, dejaban éstas ante las corralizas y ellos se dejaban caer, rendidos, en el suelo.
Estaban prácticamente agotados.
Adele estaba extrañada por los muchos clientes que acudían a su local. Las mujeres que tenía empleadas no daban abasto para atender a todos. Aunque se alegraba por los ingresos que estaba obteniendo, mostrábase preocupada. Los clientes hablaban entre ellos en corrillo y esto intrigaba más a la muchacha. Por fin, preguntó a uno de ellos: —¿Sucede algo?
Después de estas palabras, galoparon en silencio hacia la casa que se divisaba a unas dos millas. Andy Newick y Dick Sheep poseían un hermoso rancho, en sociedad con James Berry, en las proximidades a la sangrienta y revuelta ciudad fronteriza de El Paso, Texas. Los tres socios eran jóvenes, ya que ninguno de ellos había cumplido los treinta. Eran muy estimados en la ciudad y la ganadería que poseían era la envidia de más de uno de los rancheros de la comarca. Desde hacía unos meses, echaban de menos ganado, sin que el sheriff de El Paso hubiera conseguido averiguar nada sobre estos robos.
Su condena era más larga que la de Cecil. Le faltaban tres años aún para ser puesto en libertad. Estuvieron conversando más de veinte minutos y Cecil ocultó un papel que Logan le había dado. Despidióse de otros compañeros, pero con éstos no habló más que lo preciso para despedirse. En la oficina de recepción le entregaron sus armas, el rifle; espuelas de plata, una mugrienta cartera y treinta y cinco dólares La ropa que llevaba el día que ingresó en la prisión estaba en un paquete sobre la especie de mostrador que habla allí.
Con un hábil movimiento del remo, atracó la canoa junto al pequeño muelle del almacén. El rumor de las conversaciones se mezclaba con el ulular del fuerte viento que arrancaba lúgubres lamentos en los altos y fuertes pinos. Los primeros copos de nieve describían caprichosos dibujos y difundían un fuerte olor a resina, que tan agradable resulta a los habitantes de los bosques del Norte.
La invasión del Oeste por todos los cow-boys desplazados de las Altas y Bajas Llanuras a causa de la Gran Tormenta que servía y aún sirve hoy para señalar cronológicamente los hechos, era constante. El éxodo había terminado en el Cimarrón después de recorrer más de mil millas dejando en el camino cadáveres de personas y a cientos de animales enterrados en la nieve. Muchos de estos cow-boys, cauterizados por el hielo, quedaron señalados para siempre.
La nieve, en furioso blizzard (torbellinoso) azotaba el entumecido rostro del jinete, a pesar de la protección que le prestaba el ala inclinada del ancho sombrero, que había perdido toda su primitiva arrogancia. El caballo caminaba con notoria dificultad sobre un piso resbaladizo, donde le era casi imposible afirmar las extremidades que, como precaución elemental, había cubierto el jinete con unos trozos de manta. Llevaba de la brida al animal, no para librarle de su importante peso, sino por hacer ejercicio que evitase la congelación que temía.
Con la mano, la joven limpiaba un círculo en el cristal para poder ver a través de él. Pero la capa de hielo que había en la parte exterior impedía toda visibilidad. Un matrimonio que iba sentado a su lado se miró y él dijo: —Debe ser Miles City esta estación.
El mayoral se acercó a ellos para pedir instrucciones al tío de la joven, y éste marchó con ellos. La muchacha salió al gran patio central, rodeado de una especie de atrio monacal. Llevaba unos pantalones de montar, altas botas con espuelas de plata y una blusa vaporosa que disimulaba las morbideces escultóricas de un cuerpo casi perfecto. Sus andares, rítmicos y firmes, denotaban que tenía carácter.
Las dos amigas echáronse a reir. No habían dejado de reir cuando dos hombres se detuvieron frente a ellas. Ambas les contemplaron muy serias. Y, sin hacer el menor comentario, dieron media vuelta apurando el paso para alejarse.
Lupe Morrison era la joven más admirada del pueblo. Desde que llegó de lejos, para quedarse con sus tíos y primas, fue admirada por su belleza, tan poco corriente, y por su talla, que llamaba la atención, aunque tenían que admitir, y así lo hacían, que eso no mermaba en nada la enorme belleza. La muchacha recibía todos los meses doscientos dólares, que le enviaba el encargado que tenía lejos de allí, en un rancho que era propiedad de la muchacha. Doscientos dólares en aquel lugar, y en aquella época, suponían una verdadera fortuna.
El rancho de John Brown era el más importante del río Big Horn. Había decenas de vaqueros, millares de reses, que se extendían por varias centenas de millares de acres. Los tres pueblos que estaban frente al rancho en todo el largo del mismo se hallaban a la otra orilla del río y los vaqueros tenían que cruzar un puente hecho de madera que varias veces se había llevado el río en la época del deshielo.
El jinete volvió a leer la tablilla de madera en la que las letras, por efecto de las lluvias y el sol, se distinguían con dificultad. Después recorrió con la mirada aquellos lugares en los que se veían distintas excavaciones con amontonamiento de cuarzo en varios sitios de la declaración figurada en el centro. Un poco a la izquierda, y lo más cerca del pequeño Humboldt, veíanse los restos de una cabaña, cuyo techo debió ser volado por aquellos vendavales que con tanta frecuencia levantábanse en la región.
El jinete, cubierto hasta los ojos con el gorro de piel, miraba de vez en cuando por encima de la fuerte «parca» cuyo cuello enlazaba con el gorro para ver el camino que el animal llevaba. La verdad era que había dejado al bruto, a su elección, el camino a seguir. Personalmente, no tenía predilección por ninguno. Era un terreno completamente desconocido para el.
Keller salió a cumplimentar la orden de su patrón. Habló con los vaqueros y todos estuvieron de acuerdo con el capataz. La temperatura había descendido mucho durante los últimos días. A partir de aquel momento, los vaqueros empezaron a trabajar sin descanso durante más de diez horas diarias. Cinco días después de esta conversación entre patrón y capataz, la mayoría del ganado estaba en los estables que tenían preparados para esta época.
Las mujeres, por docenas, eran elegidas entre las más bellas que llegaban de San Francisco especialmente contratadas para la casa por un sistema que fue perseguido y muy castigado. Las levas se hacían a centenares de millas de allí. Seattle tenía una riqueza maderera que hizo millonarios a algunos hombres llegados años antes con la ropa puesta.
—Bien venido a Memphis, capitán Stuart.
—¡Hola, August! Ya tenía ganas de verte. ¿Cómo va todo?
—Estupendamente, George.
—Me alegro.
—¿Dónde está ese diablillo?
—Preparando el despacho. Hoy será ella quien se encargue de todo. Sabe muy bien lo que tiene que hacer, cuando suban las autoridades del río.