Los viajeros mandaban callar a los que desde hacía horas estaban jugando y seguían hablando como si no existiera la noche para ellos. Protestas que consiguieron que el tono en las palabras fuera más bajo, pero sin dejar de hablar. La luz del día hizo exclamar a uno de los cinco jugadores: —¡Qué barbaridad! Si ya es un nuevo día. ¡Hemos estado jugando toda la noche!
Los hombres de Emerson Sherman, conocido y famoso comprador en Laramie, iban adquiriendo el ganado que entraba en la plaza de subastas. Bob, como ya era costumbre, presentó los documentos de compra a las autoridades antes de procederse a la subasta del pool que componía su manada. Monty cobró el importe de la venta. Acompañado de Jack y Barren marchó con el resto del equipo al Colorado, donde Bob les estaba esperando.
Cuando la pastora fue vista en el pueblo, comentaron más tarde con Joe y su padre que se había puesto tan hermosa que era la mejor mujer y más bella de todo el condado… Y con estos comentarios encandilaban más a los dos que sin decirse una palabra el uno al otro, decidieron ser los que gozaran las primicias de un cuerpo tan admirado como deseado. Y en silencio, se dedicaron el padre y el hijo a vigilar en la montaña a la muchacha gracias a unos prismáticos. Debido a ese medio de observación llegaron a la conclusión de que ir a la montaña suponía un enorme peligro por los perros que la rodeaban siempre. Y se había comentado que eran verdaderas fieras.
El Crystal Palace, de San Francisco, era el hotel y saloon más importante que había en California. El Eldorado, cuya fama se recordaría durante un siglo por lo menos, gastó en su decoración interior más de doscientos mil dólares, pero no tenía la amplitud del otro. Y el lujo interior no le iba en zaga. Hacía bastantes años que el Comité de Vigilantes había desaparecido, para tranquilidad de todos.
Masón se mordió los labios de rabia y no hizo el menor movimiento sospechoso, porque sabía que los hombres de Visburg estaban pendientes de él. Sus hombres no se explicaban esta actitud. Tenían de Masón un concepto muy equivocado, por lo visto. Este sabía lo que pensaban de él aquellos hombres, pero conocía a las personas y estaba seguro de que el menor movimiento que hiciera habría de resultar muy peligroso para él.
El de la placa, con disimulo, miró hacia el lugar indicado y observó con detenimiento a los dos individuos. Estaban tranquilos charlando con dos muchachas del local. No podían sospechar el peligro que se cernía sobre ellos. El sheriff les estuvo observando durante varios minutos.
El viento huracanado barría las calles de El Paso.
Los jinetes desmontaban sujetando el sombrero con ambas manos, y corrían a refugiarse en los locales de bebidas y diversión.
Los refugiados en distintos establecimientos, estaban asomados a las ventanas con los ojos llenos de ansiedad.
El bullicio era ensordecedor. Conversaciones. Ruidos de botellas y vasos. Discusiones en distintos tonos de voz.
Entender, o hacerse entender, era tarea muy difícil.
Donde menos ruido había era en la parte en que se hallaban las mesas de póquer.
Y, sin embargo, era un silencio cargado de electricidad De amenazas.
Se jugaba a media voz.
Nancy no se atrevía a decir a la madre que suponía una locura caminar al azar en busca del pequeño Henry. Mas, comprendiendo que su madre quedaría más tranquila si se le buscaba, decidió caminar en una dirección cualquiera. La madre entró de nuevo en la casa, aguardando, intranquila, el regreso de sus hijos. Era temerario salir con el vendaval de nieve, y más teniendo que internarse en el bosque, que era el lugar acariciado por Henry para sus prácticas de cazador. Estuvo dudando de seguir buscándole o regresar, pero sobreponiéndose al miedo y al frío, emprendió el camino del bosque.
Entre los recién llegados al saloon de Joe el Irlandés, se encontraba un mozo gigantesco, que sobresalía unas pulgadas de los más altos que había apoyados al mostrador, y que con su rostro infantil, por la ausencia de vello, tenía un aspecto de ingenuidad que hacíale sugestivo. El encargado del Registro de la Propiedad era molestado constantemente con las denuncias de nuevos «Placeres» o «Filones», cuyos datos geográficos eran de lo más curioso que pueda imaginarse.
El Palace House era el mejor saloon de todo Colorado, sin lugar a dudas. La instalación era suntuosa. La concurrencia numerosa, y como negocio, se decía que era uno de los más importantes. Ganaderos, mineros, hombres de negocios, empleados, todo lo mejor del Estado se daba cita allí. Durante varios días se había estado hablando de este local.
Tom Granger, apoyado en el quicio de la puerta de su oficina, contemplaba al jinete que estaba amarrando la montura a la talanquera. El jinete era una muchacha joven y muy bella que, a juzgar por los vecinos de Dillon sólo tenía un defecto: Excesiva estatura para mujer, aunque por ello no desmerecía su armónica figura, sino al contrario, resultaba más atractiva aún.
Butte habíase convertido en una de las ciudades más importantes de Montana. La importancia y riqueza de sus minas la transformaron en la más populosa y revuelta urbe del territorio. Eran grandes las fortunas que se hicieron, y muchos los hombres adinerados que en ella vivían. Uno de los más ricos era Charles Sinden, hombre sumamente agradable, por su sencillez y afabilidad. Tenía cincuenta y cinco años, de aspecto fuerte y bondadoso. Era una de esas personas que conquistaban a todo aquel que le trataba, causa por la cual era muy influyente y estimado.
Era propietario de un hermoso rancho en las inmediaciones de Tucson (Arizona), donde varios miles de cabezas de ganado vacuno pastaban a su antojo en los terrenos de la extensa propiedad, y que era la envidia de quienes le conocían. Si a esto se le une el haber contraído matrimonio, dos meses antes, con Dorothy Caddie, considerada como una de las mujeres más hermosas de todo Arizona, no era extraño y mucho menos ilógico que la mayoría de los vecinos de la comarca cayesen en uno de los siete pecados o vicios capitales como es la envidia, y al que se opone la virtud de la caridad.
Ella fue a la puerta del local y se asomó contemplando la calle. Las empleadas seguían limpiando. A pocas yardas había otro saloon parecido. Y unos veinte en la misma calle. El sheriff entró en el que estaba más cerca del de Jill. Sentóse frente al dueño, que ocupaba una mesa y conversaba con dos amigos.
Desmontó lentamente, mirando, curioso, en todas direcciones. Echó sobre la barra las bridas del animal y ascendió. Empujó las puertas de vaivén con suavidad. Y al avanzar hacia el mostrador se iba quitando los guantes de piel y se echaba el sombrero hacia atrás.
Hacía ocho meses que Roy Adams huía de la persecución de un obstinado federal y empezaba a sentir un oran cansancio de estar constantemente sobre su montara, que por cierto estaba demostrando una fortaleza de hierro, yendo de un lado para otro y sin poder permanecer en el mismo lugar más de cuarenta y ocho horas. Tedy Sheridan, como se llamaba su infatigable perseguidor, debía haber hecho cuestión de honor el darle caza.
David Friedman recorría la casa en un sillón de ruedas, que manejaba con una rara habilidad, sorteando muebles y obstáculos para salir al patio central de la enorme casa que fue una centuria antes convento de franciscanos. Había quedado semiparalítico a consecuencia de una caída del caballo y los primeros tiempos del accidente pasó una verdadera crisis, ya que no se habituaba a su actual estado. Pero poco a poco fue acostumbrándose y adquirió un extraño dominio del vehículo en que paseaba.
Peter Sanford, sentado a una de las mesas del local de su propiedad en compañía de varios amigos, charlaban animadamente mientras echaban un trago. Un hombre de edad avanzada, se aproximó a la mesa diciendo: —Míster Sanford, ¿puedo echar un trago a la cuenta? Éste contempló con detenimiento al viejo vaquero, diciéndole: —Puedes hacerlo, Stone. Tienes algo que decirme, ¿verdad? —¡Ya lo creo!
Mike Barton, huyendo de si mismo, como si ello fuera posible, habia cabalgado sin rumbo. No tenia meta determinada ni deseo de llegar a ninguna parte. Quería huir de su pasado y de su presente. Quería huir de todo y de todos. Había encontrado una cabaña abandonada y vacia al pie de una enorme montaña. La bolsa de los víveres estaba casi agotada. Había perdido la cuenta de los días que caminó sin entrar en poblados y alejándose de ranchos y granjas.