Una abigarrada y extraña muchedumbre se agolpaba apretujándose con furia en la calle principal de Muskogee, en el Estado de Oklahoma, frente al ancho y largo escaparate de la mejor funeraria del poblado. Tras la luna ya empañada por los sucios alientos de los curiosos que se pegaban a ella para mejor ver, se alineaban tres féretros en posición casi vertical, para que los curiosos pudiesen apreciar mejor su macabro contenido. De los tres féretros, dos estaban ocupados por dos extraños cadáveres, en tanto que el del centro se hallaba vacío, quizá en espera del “inquilino” que debía ocuparlo hasta que los gusanos y el tiempo convirtiesen en cenizas sus despojos.
Aquel dilatado trozo de valle próximo al pobre pero valiosísimo cauce del Rabbilt River, al noroeste de Dakota del sur, era propiedad de Big Mowat. Cómo había llegado a ser dueño de tal extensión de terreno era cosa que sólo él sabía y nadie, al parecer, había sentido curiosidad por averiguarlo, pero lo cierto era que la detentaba como propietario y disponía de ella como señor omnipotente.
Los colonos más veteranos asentados en aquel trozo de valle, recordaban éste como un erial, que precisó de muchos esfuerzos y fatigas para fecundarlo y convertirlo en tierra de laboreo.
Los que salían de misa de la catedral de Santa Fe se reunían con los que estaban a pocas yardas ante el hotel La Fonda.
Solían reunirse los domingos, para echar unas partidas de herraduras, juego que no había posibilidad de saber quiénes fueron los primeros que lo implantaron en la ciudad, pero que había arraigado de tal modo, que eran muchos los vaqueros y peones que se dejaban la paga de un mes, en apuestas a las que eran tan aficionados.
El grupo de curiosos reunidos en torno al pasquín recién clavado en el tablón de anuncios del puesto militar de Río Cobre, hizo entre sí los más diversos comentarios.
Kansas era ya un territorio unionista. Podía haber un gran sector de gentes y pueblos de aquel Estado que simpatizaran e incluso estuvieran con los confederados. Pero Río Cobre era población eminentemente yanqui, y por ella jamás desfilaron otros soldados que los vestidos de azul.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Clara Stafford se había tomado la molestia de acudir en persona, acompañada de Pat Ivory, su capataz, a la estación. Esperaba la llegada de Upton Cabell, el cual llegaría aquella mañana procedente de Wichita Falls, para ultimar con ella un asunto que para la joven ranchera encerraba una enorme importancia.
Clara era una mujer de treinta años recién cumplidos. Estaba en la plenitud de su juventud, era alta, esbelta, de facciones enérgicas pero atrayentes, y de cuerpo bien modelado, que adquiría prestancia aristocrática cuando andaba.
Entre Ocean Drive y el Lexington Boulevard, justamente al final de la estrecha aguja que formaba la aguda caleta llamada Cayo del Oso, en el borde de la Bahía de Corpus Christy, se erguía una bonita villa de rojo ladrillo, de dos plantas, rodeada por una blanca y alta empalizada y en el centro de un vano, donde los árboles frutales casi ocultaban la traza del edificio.
Este poseía dando cara al mar, un amplio balcón volado muy saliente, descansando en artísticas vigas de oscura madera labrada y sombreado por un gran toldo de lona, que en los días de fuerte sol repelía la lumbrarada de éste y hacía del balcón un lugar encantador, pues desde allí se podía abarcar hasta donde se perdía la mirada, la tersura azul de la bahía y el ir y venir de las gabarras y barcos de carga, que en constante movimiento iban y venían cargando mercancías y ganado, para México o diversos lugares del litoral del Golfo.
—No me explico cómo haya podido hacerlo, Iván. Fíjate bien y comprende. Es cierto que todo el paisaje que abarca desde aquí nuestra mirada, es un denso chaparral, sin apenas un leve claro, y que un hombre escondido en él, es como una serpiente debajo de un peñascal, pero el matorral tiene un término y ese término está rodeado de hombres al acecho para cazarle a la salida.
»Llevamos dos días con dos noches de luna clara sin dejar de vigilar en torno a esa espesura; nuestros compañeros vigilan como lobos para que no se les escape, y nadie ha descubierto nada. De haber escapado, tenía que haber salido a terreno abierto, y le hubiesen descubierto. Sin embargo, nadie dio señales de vida. Tiene que estar ahí dentro, en alguna parte difícil de descubrir, y en algún momento tendrá que dar la cara.
La máquina del tren silbó agudamente al iniciar la dura pendiente que llevaría al largo convoy hasta el túnel situado a dos kilómetros de distancia. El vapor se escapó resoplando por entre las junturas y los enganches tintinearon cuando la locomotora arreó un fuerte tirón con el que acopilar energía para poder llegar a la cúspide. En el interior de un vacío vagón carguero, Virgil Busch se desperezó. Bostezó largamente y luego empezó a quitarse las pajas que cubrían casi enteramente la tela de su pringosa camisa de franela. Sacudió el sombrero y, después de haberle abarquillado las alas, se lo encasqueto. A continuación, se puso en pie. Procurando mantener el equilibrio por encima de agitado suelo del vagón, fue hacia la portezuela. Escrutó el panorama.
Cuando la compacta masa de astados, a cuyo equipo pertenecía Maurice Nordhoff, dio vista a la tristemente famosa ciudad de Abilene, de la que tanto y tan mal había oído hablar, pareció que le habían quitado del pecho una losa de plomo que pesase mil libras.
La odisea que había sufrido para poder llegar al poblado, meta definida de todos los rebaños que partían de San Antonio de Texas, sólo él la sabía por haberla sufrido y de no guiarle un propósito rectilíneo de llegar allí de la forma que fuese, jamás hubiese tentado la aventura.
Pearl Connelly se vio sorprendida cuando el tablero de la puerta del cuarto que ocupaba en la mísera posada de Tonopah, vibró a la vigorosa llamada de alguien que golpeaba enérgico en la madera. Dudó si abrir o no. Estaba muy cansada del viaje y dado que le habían dicho que no podría tomar la diligencia para Golden hasta el día siguiente, habíase retirado a su dormitorio, dispuesta a aprovechar aquellas horas de intervalo para reponer sus fuerzas.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Sy Niestrun era un tipo tan popular como estrafalario a quien se le conocía en toda la comarca de Rawlins por “El Loco Solitario”.
Cuando el padre de Sy murió dejó a éste y a su hermana Carolina un pequeño rancho que, si no era una maravilla, cuando menos les rendía lo suficiente para vivir con cierta holgura.
Sy era un joven de unos veintisiete años, alto, erguido, de excelente presencia, de tez muy morena, ojos negros y vivos y el pelo brillante y negro como el ala del cuervo. Y en cuanto a prendas personales se le tenía por uno de los hombres más serenos, leales y formales de aquella parte de la región.
—¡Hola, míster Blanding! —saludó el barman al elegante que acababa de entrar en el saloon de su propiedad.
—¡Hola, Richard! —repuso al saludo míster Blanding.
—¿Qué desea tomar?
—Lo de siempre.
—Le voy a dar un whisky , que he recibido ayer, que le recordará la tierra de sus padres… Si no me han engañado esta vez también, me han asegurado que es lo mejor que se hace en Escocia.
Míster Blanding, riendo por las palabras del barman, dijo:
—¡Yo te diré si te han engañado o no
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Clark Harvey salió del cementerio de Las Palomas, pequeña ciudad a orillas del río Grande. A la puerta le aguardaba su magnífico caballo negro, que emitió un suave relincho al advertir la presencia de su amo. El joven acarició a la bestia. —Calma, 'King”, no creas que te había olvidado. Cabeceó el animal, dando la sensación de que entendía las palabras de su amo, el cual montó ágilmente. Relinchó el caballo con fuerza, levantando gallardamente la cabeza y Clark sonrió, volviendo a acariciarlo. Había percibido el ruido que producía otra cabalgadura que se acercaba al paso.
Un alto vaquero entró en el local de Crow y contempló desde la puerta la multitud reunida allí.
Sus botas de montar hacían juego, con su gran estatura.
Su aspecto era de haber descuidado, durante una larga temporada, su aseo personal.
Su rostro estaba cubierto por espesa barba.
La camisa remangada dejaba ver unos brazos fibrosos, que hablaban de una gran fuerza y, al igual que su rostro, tostado, labor de los vientos y el sol.
La primera preocupación de Jack Walton apenas hubo llegado a la estación, fue dejar a su caballo bien instalado en un vagón ganadero, recomendándoselo al guardián de los mismos. —Puede irse tranquilo, míster Walton. El joven echó un vistazo por el convoy que estaba formado y a punto de salir ya. —¡Cáspita! Creo que no cabe ni un alfiler en él. Buscó el vagón especial, cuyos departamentos iban prácticamente vacíos.
La tarea que Clinton Swanson y Nash Rogers se habían impuesto, siguiendo a caballo el brioso trote de los equinos que arrastraban la diligencia que aquella mañana había partido de Yuma con dirección al norte, era dura y agotadora, pero los dos tenaces jinetes entendían que la fatiga, el esfuerzo y el fiero sudor que brotaba de todos sus poros, bajo la fiera caricia del sol abrasador del mes de agosto, merecía la pena de todo cuanto hubiese que aguantar hasta llegar a su destino, que no era el suyo precisamente, pero que lo hacían de su propiedad, por el beneficio que podía reportarles.