Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
Eran alrededor de las doce de la mañana y a aquella hora en los días de entre semana, eran muy raros los clientes que aparecían ante la barra, por la razón de que el trabajo absorbía el tiempo a los vecinos del poblado.
Sólo al anochecer o en los días de asueto, cuando los peones de granjas y ranchos acudían a distraer su jornada de descanso solía verse bastante concurrido.
Sin embargo, y casi por excepción, había un cliente frente a la barra; con el cuerpo inclinado sobre ella, el codo derecho apoyado en el reborde del mostrador con un vaso de whisky en la mano, fingía mirar al trasluz, aunque en realidad lo que hacía era clavar su ardiente e insultante mirada en el bello rostro de Marguerite Poole, la hija de Danny, el dueño del bar. El cliente era demasiado conocido en el poblado. Se trataba de Raymond Haselton, el capataz del rancho “Lafore” enclavado a unas tres millas del poblado.
—¿Quiénes eran los que se reunieron contigo la noche pasada en tu rancho, Burton? El interrogado no respondió. —¿Te das cuenta de que serás condenado a muerte si no dices nada? —insistió el sheriff. —La guerra terminó hace tiempo, Steward... El que haya tenido a varios de mis amigos en el rancho la noche pasada, no quiere decir que estuviéramos conspirando contra el Norte. —¿Qué hacíais entonces?
El sol de la mañana, ya empezando a alborear, apenas si conseguía filtrar la luminosidad de sus rayos a través del tupido toldo de frondosas y altas ramas que se entrelazaban en las alturas, formando una muralla que desafiaba la fuerza del astro rey.
Sin embargo, en medio de aquella tupida espesura, ahora había un ancho claro en el que el sol vertía la fuerza de su luz, como gozosa de que algo imprevisto le hubiese abierto una siniestra ventana por la que asomarse a las entrañas del bosque, sin obstáculos invencibles que se le opusieran.
Pero aquel amplio boquete no había existido nunca; nació horas antes de una manera siniestra, abierto por el poder destructor de un incendio a saber provocado por quién.
—¿Quieres beber algo, Sam? —Sí. Dame un doble seco. —¿Han terminado ya? —Palta la deliberación del jurado. —¿Por qué has salido entonces? —Sé lo que van a decir.
Fidel Prado Duque. Nació en Madrid el 14 de marzo de 1891 y falleció el 17 de agosto de 1970. Fue muy conocido también por su seudónimo F. P. Duke con el que firmó su colaboración en la colección Servicio Secreto. Autor de letras de cuplés, una de las cuales alcanzó enorme relevancia: El novio de la muerte, cantada por la célebre Lola Montes, impresionó tanta a los mandos militares que, una vez transformada su música y ritmo fue usada como himno de la legión. Fue periodista y tenía una columna en El Heraldo de Madrid titulada “Calendario de Talia”; biógrafo, guionista de historietas y escritor de novela popular, recaló como novelista a destajo en la 'novela de a duro'.
Siguieron cabalgando sin mucha prisa y, al anochecer, se dispusieron a descansar.
Mientras Dan hacía fuego para preparar un poco de comida, Bill vigilaba la llanura desde una colina.
Minutos después, Dan le llamó para comer.
Lo hicieron tranquilamente y charlando de infinidad de temas.
Después de tomar una buena taza de café cargado, fumaron tranquilamente y luego se dispusieron a acostarse.
Primero apagaron el fuego.
Margaret se mordió los labios hasta hacerse sangre para estrangular en su garganta el grito angustioso que pugnaba por salir al exterior; sabía que si gritaba, Archibal Story, que no estaba muy lejos, acudiría en su auxilio y la tragedia no tendría remedio.
Pero tenía que evitar el abrazo salvaje y codicioso de Horace Fuller, quien la había sorprendido junto al cobertizo donde iba a dar de comer a las gallinas y trataba de arrastrarla hacia la parte trasera, al tiempo que intentaba aferrar su cuello para que no gritase. La lucha era salvaje, la joven sabía sobradamente quién era el menor de los hermanos Fuller—aunque poco tenía que echarse en cara con el resto de la familia—, y estaba segura de que si flaqueaba, aquel malvado llevaría adelante su empeño de mancillar su honestidad, sin pensar en los resultados posteriores.
Cuando Lee Yancey encontró al otro hombre, llevaba tres días con sus noches galopando a través del nordeste de Tejas y la región salvaje del sureste de Oklahoma. Y como durante aquellos días y noches su mayor interés había estribado en apartarse de las cercanías de todo ser humano, el encuentro le habría causado vivo disgusto a no ser porque el otro hombre estaba muerto. Lee tenía a la sazón veintiocho años, y era más que conocido en Tejas. Su fama se debía a ciertas peculiaridades de su carácter y conducta, que le habían hecho ser motivo de preocupación para un montón de sheriffs y el cuerpo de rurales. Y como cuando los rurales perseguían a un hombre a éste sólo le quedaban tres alternativas, a saber: muerte, cárcel o exilio voluntario lo más lejos posible del Estado de la Estrella Solitaria, Lee, con muy buen acuerdo, y tras haber dejado malherido a un rural en Tyler, cabalgaba poniendo toda la tierra posible entre su persona y los temibles representantes de la Ley.
Cuando Sidney Custer oyó que quedaba libre, que no se le consideraba culpable, no se movió un solo músculo de su rostro, en el que siguió dominando su gesto de hastío, de despectiva indiferencia por lo que podía suceder. El abogado defensor, un viejo de agradable aspecto, aunque presentaba inequívocos síntomas de alcoholismo crónico, se acercó a él y le tendió la mano. —Enhorabuena, señor Custer. Yo estaba convencido de su inocencia, y por eso me hice cargo de su defensa; con todo ello, a no haber sido por la valerosa declaración de esa joven, temo que habríamos fracasado. Le felicito y me felicito. —Gracias, señor Williers. ¿Qué le debo por su gestión?
Alfonso Arizmendi Regaldie (San Cristóbal de la Laguna, Islas Canarias, (España), 1911 - Valencia (España) 2004), más conocido por el seudónimo Alf Regaldie formado con la abreviatura de su nombre y con su segundo apellido, de origen francés, aunque también utilizó el de Carlos de Monterroble. Aunque nació en la localidad canaria de San Cristóbal de la Laguna, durante la mayor parte de su vida residió en Valencia, por lo que se le puede considerar con toda justicia miembro de pleno derecho de la escuela de ciencia-ficción valenciana. Al igual que ocurrió con otros muchos contemporáneos suyos, tuvo la desgracia de verse atrapado en la vorágine de la Guerra Civil española, participando como combatiente en el bando republicano. lo que le acarreó, como es fácil suponer, serias dificultades una vez acabada la contienda, llegando a estar encarcelado por ello durante siete años.
—No seas estúpido, Crane. Tú estabas con los del Norte y colaborabas con el Sur. Yo lo sé. De la misma forma que he sabido que estabas aquí. Nadie te hubiese dicho entonces que llegarías a ser sheriff. Lo más probable es que te hubiesen colgado de llegar a enterarse de tu traición. Las guerrillas de un misterioso individuo llamado Petter Wilson asaltaron muchos correos oficiales en los que se transportaba el oro para pagar a los soldados de la Unión. Tú, gracias a estar destinado en el Estado Mayor, informabas. Ya ves que hasta hoy no te he molestado...
Ya era muy tarde. El saloon iba a cerrar.
Dat Given se levantó de la mesa y se dirigió al mostrador.
La mayoría de los clientes ya estaban saliendo.
—¿Cómo te ha ido la noche, Dat? —preguntó el barman.
—No ha estado mal
Desde la altura, Burt Hayden contempló pensativamente los edificios que se hallaban en medio del llano, a unos doscientos metros de distancia. La loma en que se encontraba él apenas si merecía el nombre de tal; era poco menos que una minúscula verruga de tierra en una planicie que no parecía ir a tener fin nunca. Al fondo, sin embargo, se divisaban las primeras estribaciones de una cadena de montañas, en cuyas cimas debían de quedar todavía buena parte de las nieves invernales. Hayden no podía verlo, porque una espesa capa de nubes tapaba las crestas de la cordillera.
Desde la altura, Burt Hayden contempló pensativamente los edificios que se hallaban en medio del llano, a unos doscientos metros de distancia. La loma en que se encontraba él apenas si merecía el nombre de tal; era poco menos que una minúscula verruga de tierra en una planicie que no parecía ir a tener fin nunca.
Max Keith recibió la impresión de que la conversación entre la atractiva ranchera Elsie Bowers y el polifacético James Pearson no era muy amigable. No le extrañó. El carácter de Elsie tenía cierta propensión a la violencia. Y se había vuelto más agresiva a medida que sus asuntos económicos comenzaron a ir de mal en peor. En cuanto a James Pearson, era difícil ser amigable con él. Y de eso Max sabía bastante.