Los tres llamados Anales Toledanos son unos breves repertorios cronológicos escritos en romance, y compuestos por diversas manos a lo largo del siglo XIII, con algunos añadidos del XIV e incluso más tardíos. Aunque incorporan informaciones sobre todos los reinos peninsulares, les interesa especialmente lo relacionado con la antigua ciudad regia, por lo que parece lógico relacionar sus anónimos autores con los clérigos de la catedral. Sin embargo, los Anales II muestran un gran interés por el mundo musulmán (incluye la genealogía de Mahoma, utiliza la Era islámica...), por lo que se ha atribuido su redacción a un mudéjar o converso reciente. En cualquier caso las noticias de mayor valor son las contemporáneas a sus autores: el acontecer de las monarquías, las grandes batallas como la de las Navas de Tolosa (con el atroz comportamiento en Toledo de los cruzados de más allá de los Pirineos...), fenómenos naturales como terremotos y eclipses, recurrentes años de malas cosechas... A pesar de lo escueto y distante de las anotaciones, en ocasiones percibimos un asomo de la vida real. Así en 1213: «En este año fizo elada en October, è en November, è December, è Janero, è Febrer, è non lovió en Marcio, ni en Abril, ni en Mayo, ni en Junio, è nunca tan mal anno fue, è non cogiemos pan ninguno». Presentamos la edición y breve estudio (Prevención, la denomina) que realizó el agustino Enrique Flórez (1702-1773) en el siglo XVIII, en el marco de su ambicioso proyecto historiográfico, la España Sagrada, una de la cumbres de nuestra Ilustración. El acopio de fuentes, su análisis y crítica, discerniendo lo valioso de lo erróneo o simplemente falso, se venía practicando desde el Renacimiento: son ejemplares en este sentido Jerónimo Zurita o Ambrosio de Morales. Sin embargo, la España sagrada. Teatro geográphico-histórico de la Iglesia de España supone una auténtica innovación, en su esfuerzo por recoger y publicar toda la información de histórica de que se dispone: atiende a la geografía, a la cronología, a la numismática... Los casi treinta volúmenes que publicará, más los elaborados por sus continuadores (especialmente el padre Risco) constituyen una auténtica enciclopedia historiográfica hispánica.
En 1897, próximo ya a la muerte, el catedrático de lengua árabe de la Universidad de Granada Francisco Javier Simonet (1829-1897) comienza a revisar las pruebas de imprenta de su gran obra Historia de los mozárabes de España. Un poco tarde: la obra había permanecido inédita desde que fue premiada por la Academia de la Historia treinta años antes, cuando el primer régimen liberal español se descompone a marchas forzadas en vísperas de la Gloriosa Revolución. En cualquier caso, será el joven Manuel Gómez-Moreno el que concluya la revisión de la edición definitiva de la obra, muy ampliada y corregida. La historia medieval hispánica de cualquier época se había centrado en el acontecer de los reinos cristianos peninsulares, considerados como espejos de las auténticas esencias hispánicas, y continuadores de romanos y visigodos. Sin embargo, el desarrollo del arabismo desde el siglo XVIII (con la llegada de Miguel Casiri) y especialmente en el XIX (Pascual de Gayangos, Emilio Lafuente...) propicia un conocimiento más profundo de Al-Ándalus a través de los númerosos códices hispano-árabigos conservados. Pues bien, Simonet se centrará en el estudio de los cristianos sometidos de las sociedades andalusíes, recopilando y analizando de forma exhaustiva todas las fuentes arábigas y latinas a las que tiene acceso. Crea, por tanto, la obra de referencia básica sobre el tema, que todavía hoy se sigue utilizando y citando. Aunque también criticando. Simonet es hijo de su época, y considera a los mozárabes como propia y auténticamente españoles, al igual que los conversos al Islam (que sin embargo, desde su punto de vista, traicionan su nacionalidad). En cambio los descendientes de los conquistadores árabes, yemeníes o sirios, y bereberes norteafricanos son vistos como básicamente extranjeros. Es evidente que nos encontramos en una época en la que la percepción nacional basada en la raza y la religión está en la base de muchas ciencias y creencias... Consagrará definitivamente, además, el término mozárabe, de origen árabe pero usado por los escritores hispano-latinos («jamás hemos logrado hallarlo en ningún escritor hispano-muslímico», señala), y cuyo uso se documenta sobre todo en el Toledo posterior a la conquista de Alfonso VI. Simonet lo convierte en una categoría general y muy amplia, y lo aplica a objetos muy variados: las poblaciones cristianas sometidas (con diversidad de orígenes), sus descendientes en los reinos cristianos, y sus realizaciones culturales de todo tipo: arquitectura, literatura, arte, rituales, música... Autores posteriores analizarán la utilidad de este término, y lo matizarán considerablemente. Representante eximio de los historiadores decimonónicos, Simonet y su Historia de los mozárabes de España no escapa a los enfrentamientos ideológicos de su siglo. Como ya hemos visto, no elude su alineamiento con los defensores de la España tradicional cristiana, tanto en la edad media como en su contemporaneidad. Y sus pronunciamientos en este sentido son constantes en numerosos caqpítulos. A pesar de ello, no omite su admiración, reconocimiento y amistad con historiadores situados en posturas contrarias, como el gran arabista holandés Reinhart Dozy, profusamente citado y encomiado a lo largo de toda la obra. Y ello no le impide discrepar tajantemente cuando lo considera oportuno, como en la exhaustiva crítica que realiza en 1879 de la traducción española de su obra cumbre, la Histoire des Musulmans d’Espagne (a cargo del krausista Federico de Castro).
La tradicionalmente llamada Historia Silensis fue redactada en latín a principios del siglo XII. Actualmente se pone en tela de juicio la conjetura que atribuía su autoría al ámbito del monasterio de Santo Domingo de Silos, en Burgos. Teniendo en cuenta las numerosas referencias que contiene sobre San Isidoro de León y el monasterio de San Benito de Sahagún, se ha propuesto denominarlo Historia Legionensis. El texto manifiesta además un orgullo por lo leonés, contrapuesto a otros territorios, y considerado heredero legítimo del reino visigodo de Toledo. Es el goticismo convencional, ya presente en los reyes de Asturias, pero que ahora, en tiempos del Emperador se consagra definitivamente. Otra novedad importante respecto a las Crónicas anteriores. Su desconocido autor se lamenta del retroceso cultural de los siglos inmediatos, cuando «se desvaneció de raíz el estudio junto con la enseñanza». Por ello, no se limita a apuntar de forma escueta acontecimientos descarnados, ordenados de forma estrictamente cronológica, sino que que quiere crear una obra más elaborada tomando como modelos a historiadores y poetas romanos, como Salustio y Ovidio. Para darle esta mayor consistencia literaria, emplea diversidad de registros: narra, interpela al lector, describe edificios y ambientes, y también adoctrina. Y es que el planteamiento de la obra parece dirigido a ensalzar a Alfonso VI, el conquistador de Toledo, mediante una estructura compleja (e inacabada) en la que todo parece confluir en el emperador de España «primero, porque los más nobles hechos suyos parecen dignos de recuerdo; segundo, porque [salvado] ya en el frágil tiempo todo el trascurso de su vida, resulta celebérrimo sobre todos los reyes que gobernaron católicamente la Iglesia de Cristo». Estructura desordenada o compleja: se confrontan episodios comparables pero con distinto final, como los enfrentamientos entre los hijos del rey Fernando, y los de los hijos de Vitiza con Rodrigo; se engarza la vieja crónica de Sampiro (a costa de repetir sucesos y reinados); se insiste en la labor civilizadora de los antepasados directos de Alfonso, que pacifican, ordenan y construyen; y finalmente se detiene y extiende en el reinado de Fernando, el padre de Alfonso, con el que había comenzado la obra. Y tras este círculo (im)perfecto, nos queda fuera de la Historia el objeto manifiestado tácitamente al inicio: «las hazañas de don Alfonso, ortodoxo emperador de España, y su vida», ya sea porque el autor dejó inacabados sus trabajos, ya sea por artificio calculado.
«Rompieron con furia y desorden en desconcertadas palabras y algunos hechos de mayor desconcierto: entonces hacían larguísima lista de sus progresos y servicios, celebraban sus obras, exageraban su paciencia: luego cotejaban los méritos con las mercedes, y toda esta cuenta venía a parar en endurecerse más en su propósito: los más atentos clamaban la libertad de sus privilegios, revolvían todas las historias antiguas, mostraban claramente la gloria con que sus pasados habían alcanzado cuanta honra hoy perdían con vituperio sus descendientes. Algunos, con más artificio que celo, daban como un cierto género de queja contra la liberalidad de los reyes antiguos, que tan ricos los habían dejado de fueros, cuya religiosa defensa ya les costaba tanta injuria y peligro.» (I, 45). A pesar de la semejanza (si hacemos abstracción del estilo), estas palabras no corresponden a ningún belicoso blog actual, sino a un destacado militar y escritor hispano luso (hijo de portugués y castellana) que procura historiar la sublevación catalana que se produce a raíz del motín dels segadors. Con una carrera político militar destacada (muy joven, es recompensado por Felipe IV en 1631 con la orden de Cristo), a fines de 1640 el entonces maestre de campo en Cantabria será enviado a Cataluña como asistente del nuevo virrey marqués de los Vélez. Aunque su papel es relevante, su estancia será breve, ya que la sublevación portuguesa siembra sospechas sobre su conducta. Tras un proceso en el que es declarado inocente, se le destina como gobernador de Ostende, en Flandes. Pero aprovechará el viaje para huir a Inglaterra, desde donde se trasladará a Portugal. Allí ocupará importantes cargos diplomáticos y militares al servicio del nuevo rey Juan IV. Sin embargo, en 1644 se produce un conflicto novelesco y característicamente barroco entre Melo y el monarca, lo que le conducirá a una prolongada prisión seguida del destierro en Brasil. Sólo regresará a Lisboa en 1658, a la muerte del rey. Durante estos años calamitosos escribe la mayoría de sus obras (muchas, paradójicamente, por encargo del propio Juan IV). Al inicio de su larga etapa de penalidades, Melo publica en Lisboa, en castellano y con nombre supuesto, su Historia de los movimientos... En los años anteriores ha logrado documentarse a fondo: el importante papel desempeñado durante su estancia en Cataluña, su labor diplomática al servicio del rey Braganza, y las estrechas relaciones entre los insurrectos portugueses y catalanes le facilitan abundantes fuentes de información. Además, siempre mantuvo una nutrida correspondencia con un sinfín de personajes. Así lo afirma en su Primeira parte das cartas familiares (1664) «En los primeros seis años de mi prisión escribí veintidós mil seiscientas cartas. ¿Qué será hoy siendo doce los de preso y muchos los de desdichado?» La obra sólo narra el primer año del enfrentamiento, lo que no le arrebata nada de su valor historiográfico y de su interés literario: «memorable y bella monografía, saturada de tacitismo...», dice Fernando Sánchez Marcos. Melo, admirador de la historia clásica, se esfuerza en mantener la equidistancia: «la verdad es la que dicta, yo quien escribe» (I, 5). Sus descripciones de los excesos de los ejércitos acantonados en el principado se equiparan perfectamente con las de los insurrectos. Además en el libro se esfuerza, sin fáciles tendenciosidades de buenos y malos, por escuchar las distintas razones. Así, cuando (siguiendo los modelos tradicionales) compone los discursos contrapuestos del conde de Oñate, del cardenal Gaspar de Borja y del conde-duque de Olivares, en la Junta recogida en el libro II; o los equivalentes del canciller Juan, obispo de Urgel, y del presidente de la Diputación del General Pau Claris, en el libro III. Discursos ficticios, como era usual, pero basados en los hechos y dichos de la época. Así subraya Melo, en alguna ocasión, la veracidad, aunque no literalidad, de sus discursos: «según de su boca le escuchamos después». El autor antes citado concluye así: «Una de las enseñanzas que Melo parece querer transmitir es que el verdadero combate, más que entre castellanos y catalanes, se libró entre los moderados y exaltados que compitieron dentro de cada uno de los bandos.»
Agustín Alcaide Ibieca (1778-1846) fue un zaragozano atraído por múltiples tareas: jurídicas las más (abogado-fiscal de la Inquisición, magistrado de la Audiencia de Valladolid, traductor de Guizot...), intelectuales muchas (profesor de Economía política, correspondiente de numerosas sociedades y academias...), políticas (con una Memoria sobre la acogida de Zaragoza al deseado Fernando en 1814, y unas Reflexiones Políticas cuya remisión será agradecida y encomiada ―parece que formulariamente― en agosto de 1820 por las Cortes del naciente Trienio Liberal)... Sin embargo, será su participación en la famosa resistencia de su ciudad natal ante los ejércitos franceses, la que le dará ocasión de escribir su obra más destacada, de descriptivo y prolongado título: Historia de los dos sitios que pusieron a Zaragoza en los años 1808 y 1809 las tropas de Napoleón. Él mismo expresa cómo se lo propuso: «Apenas principió a desplegarse el entusiasmo aragonés, preví que iban a ocurrir sucesos de gran nombradía. Formé, pues, el plan de acopiar materiales, y me dediqué a inquirir y anotar para ir bosquejando el cuadro que tengo la satisfacción de presentar a mis compatriotas.» Se publicará en tres volúmenes, entre 1830 y 1831, dedicados a un Fernando VII próximo a su fin, con la difusión internacional de estos acontecimientos perfectamente asentada, aunque ya haya perdido parte de su valor propagandístico directo. Su visión de los Sitios es, naturalmente, monárquica y religiosa y por tanto tradicional, con abundantes invocaciones a Fernando VII y a la Virgen del Pilar, que actúan como los verdaderos motores de la resistencia aragonesa y por extensión española. Pero al mismo tiempo en su discurso, acabado veinte años después de los acontecimientos que lo justifican, están presentes los nuevos valores que se han difundido, perfecta o contradictoriamente amalgamados (según gustos) con los tradicionales: nacionalismo, revolución, protagonismo del pueblo, patente interclasismo, y reconocimiento del papel que desempeñan las mujeres. La obra es, naturalmente, encomiástica. Sin embargo Agustín Alcaide no siempre se centra en la mitificación del heroísmo de sus conciudadanos: están también presentes (aunque sea con brevedad) los abundantes excesos de las masas descontroladas, algunos ejemplos de aparente injusticia (como el diferente trato concedido en el primer y en el segundo sitio, a los defensores del cabezo de Buenavista en Torrero) y algunos errores en la dirección de la resistencia. Y un último rasgo de modernidad, junto a los abundantísimos documentos que transcribe, en el Suplemento final reproduce críticas y puntualizaciones que ha recibido sobre aspectos de los tomos anteriores, a las que da cumplida respuesta: una auténtica página de discusión.
Álvaro de Figueroa, conde de Romanones (1863-1950) es uno de los políticos más representativos de la denominada etapa de la Restauración, durante el reinado de Alfonso XIII. Perteneciente al partido Liberal, la izquierda dinástica, ocupó un gran número de puestos decisivos a lo largo de su carrera: alcalde de Madrid, presidente del Congreso y del Senado, distintos ministerios, y fue jefe de gobierno en varias ocasiones. Dejó la primera fila de la política con la dictadura del general Primo de Rivera, contra la que conspiró. Tras el restablecimiento de la legalidad constitucional formó parte del último gobierno de la monarquía. Con los resultados de las elecciones municipales de 1931, desaconsejó en la práctica la resistencia ante el comité revolucionario republicano y pactó la entrega del poder. Aunque fue elegido en las consecuentes Cortes, ya no desempeñó ningún papel político significativo a excepción de su defensa parlamentaria del rey exiliado. Romanones ha quedado en la tan traída memoria histórica (es decir en los recuerdos un poco vaporosos de lo que una vez se leyó, que conservan los llamados creadores de opinión, tamizados por los intereses puntuales del presente) como el paradigma del político caciquil, corrupto y maniobrero, capaz de renunciar a sus principios (o a sustituirlos por otros de repuesto, como en la famosa cita). El juicio, posiblemente falso en su absolutismo descalificador, le acompañó sin embargo desde sus primeras pasos; por ejemplo, son numerosos los chascarrillos ―algunos bastantes antiguos― que se cuentan de su segunda campaña electoral, en la que se enfrentó a su hermano mayor, candidato conservador. Pero es que él mismo parece aceptarlos con cierta sorna y nos los cuenta, con un cinismo que parece querer desarmar moralmente al lector, en estos recuerdos de su vida, publicados por primera vez en 1928. Véase el siguiente ejemplo: «Es lícito atender al interés particular de cada elector, e inútil pretender con ello engendrar la gratitud; ésta sólo dura lo que la esperanza de recibir nuevos favores. Cuando dejé la Alcaldía de Madrid, un periódico publicó el siguiente suelto: Ha presentado la dimisión el alcalde de Madrid, conde de Romanones. Mañana saldrá para Guadalajara un tren especial conduciendo a los empleados hoy cesantes de este Ayuntamiento y que por él fueron nombrados. El autor de este suelto quiso, sin duda, molestarme; fue, por lo contrario, un reclamo formidable, cuyas provechosas consecuencias duraron largo tiempo.» En fin, un libro que desde una visión muy personal de la política y de la vida, nos ilumina numerosos rincones de esa España liberal que había alcanzado por fin una patente estabilidad, tardía pero comparable a la de los países de su entorno, también en su carácter oligárquico y corrupto. En estas condiciones la sociedad avanzó en numerosos aspectos: arrancó definitivamente la modernización de su economía, mejoró el nivel de vida, aumentaron las realizaciones culturales y al mismo tiempo la alfabetización... Pero los límites y fracasos de la Restauración condujeron también a una percepción del fracaso nacional, de la España sin pulso, sin brío, que escribió Silvela, percepción cada vez más generalizada, y a la propuesta de soluciones totalizadoras, de borrón y cuenta nueva. La sociedad mayoritaria tardará en asumir estos remedios mágicos, aunque transija con ellos mientras se refugia en la zarzuela que declina o el jazz que llega. Pero finalmente, en 1936, dos grandes minorías lograrán el triste pulso y el lamentable brío que arrojará a la sociedad española a un enfrentamiento que se quiso por todas partes definitivo.
Hacia el año 1312, Ibn Idari Al-Marrakusi, posiblemente nacido en Marrakech, y que había sido caíd en la ciudad de Fez, se dedica a la escritura de la obra de largo título Kitāb al-bayān al-mughrib fī ākhbār mulūk al-andalus wa'l-maghrib (Libro de la increíble historia de los reyes de Al-Ándalus y Marruecos), citada generalmente como Al-Bayan al-Mughrib (Increíble historia). Se propone hacer la historia del norte de África y de la península Ibérica, desde los respectivos procesos de islamización hasta su época, aunque también aporta noticias más o menos fidedignas de las anteriores. Es un intelectual: él mismo señala (según cita de Juan Martos Quesada) que «hemos preferido las tertulias con sabios y virtuosos y la conversación con literatos de elevadas miras y alta posición, quienes con sus tertulias y conversaciones embrujan las mentes e iluminan las ideas, cuya ausencia sólo se puede llenar con un libro que sirva de amable contertuliano». Siguiendo una de las tradición historiográficas árabes más comunes, Ibn Idari se consideraba ante todo un compilador, más que un investigador: acumuló y ordenó cronológicamente todas las abundantísimas noticias a las que tuvo acceso, con preferencia al intento de explicar los acontecimientos. Esta limitación, sin embargo, se compensa con la copiosa relación de autores y obras, muchas de las cuales se han perdido, quedando de ellas sólo las citas que transcribe nuestro autor. De la cincuentena de obras que se han identificado utiliza preferentemente unas pocas (de las cuales reproduce en ocasiones largos pasajes sin citar la fuente, como si fueran de su autoría). Entre ellas, y de los siglos X y XI, están la conocida como Crónica del moro Rasis de Ahmad ibn Muhammad al-Razi, y el Ajbar Machmuâ, que ya hemos editado en Clásicos de Historia. Al-Bayan al-Mughrib se redacta en la época del expansionismo militar de los grandes imperios norteafricanos. El imperio almohade ya se ha desmoronado, y se ha culminado la pérdida de casi todo Al-Ándalus. Pero ya ha nacido su sustituto, el imperio de los Benimerines con Fez como capital. Este contexto explica el tono general de la obra, que el ya citado Juan Martos Quesada caracteriza así: «Respecto a la ideología que se respira en el Bayan, es la de una actitud guerrera y militante ante los cristianos, que aparecen como los enemigos del Islam, tal y como correspondía a la mentalidad almohade de su época. El territorio cristiano aparece como el territorio enemigo y a los personajes cristianos se les condena al más absoluto anonimato, denominándolos como politeístas, bárbaros, perros e infieles, al contrario de los árabes, que siempre aparecen con sus nombres y atributos.» La recuperación de esta obra se produjo con la edición incompleta que llevó a cabo el destacado orientalista neerlandés R. H. Dozy en 1848. Pero la aparición de nuevos manuscritos y otros fragmentos han modificado considerablemente nuestro conocimiento de la obra. Son muy numerosas y variadas las ediciones, y aquí hemos escogido la primera traducción al español, realizada en Granada en 1862 por el catedrático Francisco Fernández González con el título de Historias de Al-Ándalus por Aben-Adharí de Marruecos. El título es expresivo: a partir de la edición de Dozy, selecciona exclusivamente lo relacionada con la península Ibérica hasta el fin del califato, y añade un abundante aparato crítico. El resultado ha sido criticado posteriormente por historiadores destacados, pero nos permite un acercamiento suficiente a la obra.
Se dice que el duque de Borbón arengaba así a sus tropas, a las puertas de Roma: «Yo hallo muy ciertamente, hermanos míos, que ésta es aquella ciudad que en los tiempos pasados pronosticó un sabio astrólogo diciéndome que infaliblemente en la presa de una ciudad el mi fiero ascendente me amenazaba la muerte. Pero yo ningún cuidado tengo de morir, pues que, muriendo el cuerpo, quede de mí perpetua fama por todo el hemisferio.» (citado por Menéndez Pelayo en su Historia de los Heterodoxos). Y se cumplió el pronóstico, y se produjo el decisivo saco de Roma de 1527: el ejército del emperador humilló la Urbe, caput mundi del viejo imperio y del mundo cristiano. Muchas trayectorias variarán en consecuencia, en lo político, en lo religioso y en lo cultural... Pues bien, Alfonso de Valdés (1490-1532), humanista como su hermano Juan, el autor del Diálogo de la lengua, escribe a su admirado Erasmo: «El día que nos anunciaron que había sido tomada y saqueada Roma por nuestros soldados, cenaron en mi casa varios amigos, de los cuales unos aprobaban el hecho, otros le execraban, y, pidiéndome mi parecer, prometí que le daría in scriptis, por ser cosa harto difícil para resuelta y decidida tan de pronto. Para cumplir esta promesa escribí mi diálogo De capta et diruta Roma en que defiendo al césar de toda culpa, haciéndola recaer en el pontífice, o más bien en sus consejeros, y mezclando muchas cosas que tomé de tus lucubraciones, oh Erasmo. Temeroso de haber ido más allá de lo justo, consulté con Luis Coronel, Sancho Carranza, Virués y otros amigos si había de publicar el libro o dejarle correr tan sólo en manos de los amigos. Ellos se inclinaban a la publicación, pero yo no quise permitirla. Sacáronse muchas copias, y en breve tiempo se extendió por España el Diálogo, con aplauso de muchos» (Ibid.) Rafael Altamira nos presenta a nuestro autor así: «Entre los erasmistas (españoles), distinguióse en los primeros años del reinado de Carlos I un escribiente de la cancillería llamado Alfonso de Valdés, que luego ocupó el cargo de secretario del monarca. Merced a esto, pudo favorecer y defender grandemente a Erasmo contra sus perseguidores en España y difundió los escritos del humanista alemán, incluso costeando ediciones de su peculio. El asalto y saqueo de Roma le dieron motivo para escribir un diálogo en que, además de sincerar al rey de la parte de culpa que podía corresponderle en aquel hecho, y de considerar éste como justo y natural castigo de la corrupción de la curia romana, desliza proposiciones evidentemente análogas a otras protestantes, por lo cual le consideran hoy muchos autores como uno de los primeros reformistas españoles, aunque su doctrina no es acentuada ni explícita.» (Historia de España y de la civilización española). La finalidad de la obra es doble, política y religiosa, y siempre en defensa de objetivos reformistas para mejorar la sociedad, eliminando las lacras que la corrompen. Ahora bien, la solución que se propone es la intervención decisiva del podre temporal, del emperador: «―Vos querríais, según eso, hacer un mundo de nuevo.―Querría dejar en él lo bueno y quitar de él todo lo malo.―Tal sea mi vida. Pero no podréis salir con tan grande empresa.―Vívame a mí el Emperador don Carlos y veréis vos si saldré con ello.» Esta consideración resulta de un modernidad inquietante, signo y anuncio de los derroteros que va a seguir Occidente, y presentes aún en nuestros días...
En la España de mediados del siglo XIX, a rebufo de las revoluciones europeas del 48, se dan a conocer los llamados demócratas. Son un grupo de políticos e intelectuales que, desde las posturas entonces consideradas más avanzadas, someten a una crítica profunda el sistema liberal vigente, caracterizado por el predominio de los moderados; pero su crítica alcanza también a los progresistas. Hacen bandera del sufragio universal masculino, de la república, y de una novedosa preocupación social por las clases populares (especialmente por las urbanas). Pues bien, la revolución de 1854 les va a conceder protagonismo en los levantamientos de diversas ciudades, y aunque pronto se desencantarán del nuevo régimen que se establece y quedarán relegados, les permitirá incrementar la propagación de sus ideales. La obra que presentamos es uno de los mejores ejemplos de ello. El joven Francisco Pi y Margall (1824-1901) se ha movilizado en el Madrid revolucionario, ha publicado el correspondiente panfleto (incluido como apéndice en esta obra) e, incluso, ha sido brevemente detenido. Y en los meses posteriores emprenderá la composición de una completa exposición de su pensamiento político, La reacción y la revolución. Reaprovecha textos publicados con anterioridad, y elabora el primer intento serio de dotar al liberalismo radical español de una fundamentación filosófica y científica. Partiendo de Hegel (sobre todo de su metodología) y de Proudhon (del que traducirá más tarde varias obras; pero lo interpreta desde los presupuestos liberales individualistas), analiza las sociedades y su historia. Rechaza el cristianismo (al que sustituye con un panteísmo idealista de carácter ateo), la monarquía (con la necesaria alternativa de la república), el sufragio censitario (a sustituir por el universal), el estado unitario (que obstaculiza el más consecuente sistema federal). la interpretación convencional de muchos principios liberales, como el de la soberanía popular, insiste en la necesidad de una auténtica mejora de las condiciones sociales y económicas, y no teme proclamarse socialista y anarquista: «Abjuremos ya toda esperanza en los gobiernos. Convenzámonos de que su intervención es y ha de ser siempre perniciosa, de que hasta su protección nos es funesta. Parecidos al caballo de Atila, donde sientan el pie no crece más la hierba. Abominémoslos. Solamente la libertad puede darnos lo que ansiamos, vivificar esta tierra, abrasada por la acción gubernamental de siglos.» Y en otro lugar: «La revolución social y la política son a mis ojos una. Yo no puedo nunca separarlas.» La crítica a fondo del régimen liberal en el que vive (tanto el previo como el posterior a la Vicalvarada), desvelando su carácter de farsa, de tergiversación de los principios liberales que supuestamente les orientan, y que son conculcados en la práctica, pueden resultarnos muy actuales. También la denuncia de la corrupción, de las decisiones tomadas por motivos exclusivamente partidistas. Asimismo la obsesión por atacar a sus vecinos ideológicos más próximos, los progresistas. Ahora bien, cuando en la segunda parte comienza a enumerar de formar exhaustiva sus propuestas políticas y de administración, es cuando nos retrotrae a la época original de la obra. Es la época en la que lo revolucionario y extremista es el desmantelamiento del estado, al que se le debe impedir inmiscuirse en la vida de los individuos y de los pueblos; en la que se rechaza la red educativa pública erigida en la década anterior; en la que se opone la libre iniciativa de los individuos, a los intentos de planificación gubernamental de obras públicas; en la que se condena la regulación administrativa de las actividades productivas y profesionales; en la que, por tanto, se aboga por la disminución de los empleados públicos, que pueden llegar a ser innecesarios y perjudiciales... Una última observación. La reacción y la revolución muestra el convencimiento con que su joven autor defiende posiciones y planteamientos. Es una auténtica cosmovisión, en la que su aguda curiosidad intelectual le lleva a pontificar sobre cualquier aspecto de la realidad, sin dejar resquicio alguno a la duda... Quizás por ello resulta inquietante y premonitorio el leitmotiv que recorre la obra «la revolución es la paz, la reacción la guerra».
«En los últimos años del siglo IV, cuando el imperio romano está a punto de derrumbarse, una mujer hispana de alta alcurnia se pone en camino para conocer y venerar los Santos Lugares, recién descubiertos por santa Helena. Atravesando la Vía Domitia llega a la capital de la pars orientis del Imperio, Constantinopla, continúa hasta Jerusalén, recorre parajes bíblicos, incluido el Sinaí y algunos lugares de Mesopotamia. Va narrando cuanto ve, con deliciosa frescura, en unas cartas dirigidas a las amigas que quedaron en la patria. Su relato, copiado por algún monje en el siglo XI, fue hallado en 1884 en una biblioteca italiana. Tras una investigación prolongada, se pudo poner nombre y rostro a esta matrona piadosa. Egeria, la primera viajera-escritora española de que tengamos noticia.» (Carlos Pascual, “Egeria, la Dama Peregrina”, Arbor CLXXX, 711-712 (Marzo-Abril 2005), 451-464 pp. Esta breve e incompleta obra inaugura así el género de las peregrinaciones a Tierra Santa: a lo largo de los siglos numerosos viajeros pondrán por escrito sus experiencias. Las narraciones de viajes, con las más variadas finalidades eran ya antiguas: el Periplo Massaliota del s. VI a.C, incluido en Ora Marítima de Avieno; la Descripción de Grecia de Pausanias (s. II), auténtica guía turística y monumental... Sabemos de otros casos contemporáneos a la dama Egeria, con idéntico objetivo religioso, a los que seguirán muchos más. Algunos serán fidedignos, aunque otros no tanto, como el relato de Juan de Mandeville, en el siglo XIV. Y con otros destinos también religiosos, como Santiago de Compostela (Guía del Peregrino, del siglo XII), o como La Meca (De la descripción del modo de visitar el templo de Meca, de Ibn-Fath Ibn-Abi-r-Rabía). En cuanto a la obra que nos ocupa, y a excepción de su posible origen hispánico, apenas sabemos nada. Posiblemente perteneciente a una poderosa y adinerada familia bien relacionada con autoridades de todo tipo, mantiene una jugosa (hasta cierto punto) correspondencia con sus amigas , redactada conscientemente en un latín llano y sencillo, que ha permitido a los expertos aproximarse a la lengua hablada de la época. «Lo que sí sabemos, por sus propias confesiones, es cómo era el carácter de Egeria. Piadosa, desde luego: lo primero que hace cuando llega a un lugar sagrado es leer el pasaje de la Biblia donde aparece ese lugar, y recogerse en oración. Esto nos da otra pista: era una mujer culta, que viajaba con libros, algunos de ellos en griego (lengua que conocería, al igual que hoy una persona medianamente culta se maneja en inglés). Puede que hasta se le diera bien dibujar, pues en el original de sus cartas debió de incluir esbozos de los templos y edificios visitados, como otros viajeros ilustrados de épocas posteriores. Según ella misma confiesa (ut sum satis curiosa), la curiosidad le hace viajar con los ojos bien abiertos, quiere verlo todo, pide explicaciones de todo lo que ve, e insiste en que la lleven a ver otras cosas, si no quedan muy lejos. Pero no es una turista bobalicona, ni la ciega el fervor religioso. Al contrario, cuando narra a sus amigas lo que ha visto durante la jornada, pone de por medio un cierto talante crítico, por no decir irónico. Un ejemplo elocuente es cuando cuenta que el propio obispo de Segor les ha mostrado el lugar donde supuestamente se encontraba la mujer de Lot convertida en estatua de sal, lo mismo que su perrillo; maliciosamente apostilla a sus amigas: Pero creedme, (...) cuando nosotros inspeccionamos el paraje, no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos». (Carlos Pascual, ibid.)
El patriotismo, el amor a la tierra en la que se ha nacido y al pueblo del que se forma parte, es una constante de la historia de la Humanidad, y tiñe en mayor o menor medida las obras de los historiadores de cualquier época o lugar. Lo hemos visto en en los antiguos griegos y romanos, por más que algunos se propongan elaborar sus libros sine ira et studio. Está presenta en el Laus Spaniae de san Isidoro, el lamento por su ruina en la Crónica de 754... y por su pérdida en la Albeldense... Y así hasta la construcción de los primeros estados modernos (monarquías compuestas pero que se quieren nacionales); ejemplo de ello es la espléndida Historia de Juan de Mariana, que descubre españoles desde los tiempos míticos Túbal... En cualquier caso, las nacionales son unas identidades más, a veces múltiples (locales, regionales, nacionales), que coexisten en el individuo junto a otras identidades religiosas, sociales, políticas y culturales. Pero en el siglo XIX, la cosa cambia: a partir del patriotismo tradicional y de nuevas corrientes idealistas y románticas cristaliza una nueva concepción de la nación, a la que ahora se percibe como una realidad externa, totalizadora y preexistente (cuando no eterna) a los individuos que la componen. Es una concepción orgánica que Renan, en sus Diálogos filosóficos, describía así: «Las naciones, como Francia, Alemania, Inglaterra..., actúan como personas que tienen carácter, espíritu, intereses determinados; se puede razonar acerca de ellas como de una persona; tienen, como los seres vivos, un instinto secreto, un sentimiento de su esencia y de su conservación, al punto que, independientemente de la reflexión de los políticos, una nación, una ciudad, pueden compararse a los animales, tan ingeniosos y profundos cuando se trata de salvar su ser y de asegurar la perpetuidad de su especie.» Es el origen de una nueva ideología, el nacionalismo, que hace predominar la identidad nacional sobre cualquier otra, que impone la supeditación del individuo a la nación, hasta el sacrificio de la propia vida, que se esfuerza por nacionalizar a las sociedades, y que va a superponerse por igual a todas las contradictorias propuestas políticas de la época: tradicionalismos y legitismos, liberalismos varios y radicalismos, e incluso y paradójicamente, en los internacionalismos obreristas (como se comprobará ya en el siglo XX). Enrich Prat de la Riba (1870-1917) es un excelente ejemplo de ello. Abogado y periodista, es uno de los responsables de la transformación del catalanismo en un movimiento nacionalista, de lo que es representativa la conferencia que el autor pronunció en 1897 en lo que podemos considerar su puesta de largo, en el Ateneo de Barcelona y que se incluye en la parte central de este libro, publicado en 1906. Ya entonces se ha convertido en un influyente político, en vísperas de presidir la Diputación provincial de Barcelona y, más tarde, la Mancomunidad Catalana. La nacionalidad catalana, a pesar de su carácter meramente propagandístico (o quizás por ello) resulta una excelente muestra de los planteamientos nacionalistas, y de su plasmación concreta en Cataluña. Los presupuestos (para el autor, indiscutibles) y las interpretaciones de los hechos sociales e históricos sobre los que se basa, los argumentos en que se apoya, las propuestas que plantea, describen perfectamente una creencia (en el mejor sentido de la palabra) todavía hoy viva y actuante. Veamos algunos ejemplos: «El Estado es una entidad artificial, que hace y deshace a voluntad de los hombres, mientras que la patria es una comunidad natural, necesaria, anterior y superior a la voluntad de los hombres, que no pueden deshacerla ni modificarla.» «El pueblo es, por tanto, un principio espiritual, una unidad fundamental de los espíritus, un tipo de ambiente moral que se apodera de los hombres y les penetra y les modela y les trabaja desde que nacen hasta que mueren. Poned bajo la acción del espíritu nacional a gente extraña, gentes de otras naciones y razas, y veréis como suavemente, poco a poco, se van recubriendo de ligeras pero continuas capas de barniz nacional, y modifican sus maneras, sus instintos, sus aficiones, infundiendo ideas nuevas a su entendimiento y acaba por variar poco o mucho sus sentimientos. Y si, en lugar de hombres hechos, le lleváis niños recién nacidos, la asimilación será radical y perfecta.» Pero Prat de la Riba pertenece, como todos, a su época. Su nacionalismo se convierte en los últimos capítulos de esta obra en una defensa del imperialismo. La expansión territorial, los imperios, son el resultado natural de la evolución de una nacionalidad: «Los pueblos civilizados o en vías de alcanzar por su propio esfuerzo la civilización plena, tienen derecho a desarrollarse de conformidad a sus propias tendencias, esto es, con autonomía. Los pueblos bárbaros, o los que van en sentido contrario a la civilización, han de someterse de grado o por la fuerza a la dirección y al poder de las naciones civilizadas. Las potencias cultas tienen el deber de expandirse sobre las poblaciones atrasadas. Francia impone su autoridad en Argelia, Inglaterra en Egipto, Rusia en los Kamotos, han sustituido el combate bárbaro y degradante que dominaba en aquellos pueblos, con la ley y el orden justo. La mayor ganancia ha sido para la civilización y para estas tierras desgraciadas, más que para los pueblos que han intervenido en ellas. Los que dedicaban sus versos al Mahdi contra Inglaterra, a Aguinaldo contra los americanos, o a Argel y sus piratas que combaten a Francia, son pobres de espíritu que no son capaces de percibir la elevadísima misión educadora de la humanidad que ejercitan las naciones civilizadas en estas costosas empresas.»
Turpin o Tilpin es un personaje real del siglo VIII, cuyo nombre parece indicar un origen danés. El cronista Flodoardo, en el siglo X, nos informa sobre él: fue monje en la importante abadía de Saint-Denis, cerca de París, y luego arzobispo de Reims, en la sede estrechamente asociada a la monarquía franca. En el siglo XII se le atribuye la autoría de la fantasiosa obra que presentamos, denominada Historia de Carlomagno y Roldán, o simplemente Crónica de Turpín, y centrada en la narración de las expediciones, batallas y triunfos del emperador en España. Se incluirá en el denominado Codex Calixtinus, elaborado con el propósito de propiciar las peregrinaciones a Santiago de Compostela, del que ya hemos ofrecido la Guía del Peregrino. La Crónica que nos ocupa ahora fue redactada en latín, posiblemente por un benedictino francés relacionado con el papa Calixto II o con su hermano Raimundo de Borgoña, yerno de Alfonso VI de Castilla. De cualquier modo, el autor posee un conocimiento somero de la península, aunque utiliza una cierta documentación geográfica (un completo repertorio de localidades, entre las que incluye a Huesca con el epíteto de «la de las noventa torres») e histórica (por ejemplo, la Vida de Carlomagno de Eginardo). Sin embargo la fuente básica es la abundantísima épica francesa: son los personajes de los cantares de gesta los que actúan, con la mentalidad, armas y costumbres del siglo XII. Para observar el resultado no tenemos más que comparar dos retratos de Carlomagno, el de nuestra Crónica, y el mucho más moderado (aunque también idealizado) de Eginardo. Estamos por tanto ante un excelente ejemplo de falsa historia, como la Historia de los reyes de Britania de Godofredo de Monmouth. Pero el nulo valor que posee para reconstruir las intervenciones carolingias en España, se compensa ampliamente con la información que nos proporciona sobre la época de su composición, y sobre el esfuerzo para incentivar la colaboración de caballeros transpirenaicos en las empresas reconquistadoras. Por otra parte, el anónimo autor no pierde ocasión de lucir sus elevados conocimientos (por ejemplo, sus disquisiciones sobre las artes liberales), en compañía de sus profundas ignorancias (incluso para su tiempo: la caracterización que hace del Islam nunca la haría un monje hispánico en contacto con los musulmanes). Además podemos disfrutar en su lectura con la desbordante imaginación medieval: las lanzas que florecen, las batallas de contendientes ordenadamente simétricos, el enfrentamiento de Roldán y el gigante Ferragut..
La obra que presentamos fue publicada en 1930 en la exitosa Colección Labor, Biblioteca de iniciación cultural, responsable de unos muy cuidados manuales sobre todas las ramas del saber. Su formato de bolsillo, lo escogido de sus autores y lo exhaustivo de sus temáticas lograron una gran difusión en el campo de lo que tradicionalmente se ha llamado alta divulgación. Y todavía se encuentran numerosos volúmenes en las librerías de viejo. Andrés Giménez Soler (1869-1938) fue el gran medievalista aragonés del primer tercio del siglo XX. Archivero en el de la Corona de Aragón y posteriormente catedrático de Historia Antigua y Media, en 1900 recaló definitivamente en la Universidad de Zaragoza, donde gozó de prestigio y protagonismo hasta su fallecimiento. Le sucederá en su cátedra otro clásico, José María Lacarra. Fue un destacado personaje tanto en el ámbito de su especialidad, como a nivel regional a través de su labor periodística, en la que defendió un cierto aragonesismo moderado, de carácter conservador, compatible con el general nacionalismo español de la época. Nos encontramos, por tanto ante un excelente representante de las primeras generaciones de historiadores profesionales, que desde el último tercio del XIX se esfuerzan en aplicar un método científico y exigente a la investigación histórica. En La Edad Media en la Corona de Aragón, aun teniendo presente el carácter de ensayo divulgativo, no deja de hacer hincapié en el trabajo de archivo que le ha permitido analizar tanto la historia externa como la interna. Y al mismo tiempo, y desde el rigor histórico, aprovecha para poner al lector en guardia: «hay que hacer notar que son sospechosos de parcialidad por exceso de entusiasmo regional y sobra de pasión política, la mayor parte de los historiadores aragoneses que tratan de instituciones aragonesas, y que del mismo vicio pecan la mayor parte de los historiadores catalanes.» Ya lo había afirmado tres décadas antes: «El historiador se debe a la verdad, y caiga quien caiga, debe decirla sin miramientos ni contemplaciones; no es que piense que tan moral es presentar el bien para darle el premio, como el mal para castigarlo: entiendo que siempre debe presentarse la virtud, pero esto son teorías aplicables a la novela o al drama, pero de ningún modo a la historia, cuya acción no es de la inventiva del que la describe […] También la política es causa del falseamiento de la verdad y con más vehemencia que la exageración del patriotismo […] Esta parcialidad, frecuentemente unida a la del patriotismo desmedido, lleva también a quién lo padece, a escribir en tono bilioso y acre, pareciéndoles que así sus razones adquieren más fuerza, modo de escribir al que muchos tienen afición y que es contraproducente tanto para la persona del autor como para la causa que defiende, manera muy propensa a suscitar polémica que según yo considero la historia, no puede existir en esta ciencia.» (Formas actuales de la Historia, 1899, citado por Arturo Compés.)
En 1882 Renan ofrece una conferencia en la Sorbona. Estamos en la Francia de la Tercera República, que todavía lame las heridas de su orgullo perdido y de la pérdida de la Alsacia y la Lorena tras la guerra franco prusiana. El prestigioso y polémico Ernest Renan (1823-1892) ha anunciado el tema de su exposición, el concepto de nacionalismo. Indagará en búsqueda de los principios últimos y decisivos de las naciones, su origen y razón de ser. Y, tras rechazar en este sentido a la raza, la lengua, la religión, la economía y la geografía, los hallará (en sintonía con la tradición liberal francesa) en el consentimiento ciudadano, el asentimiento civil y político de una sociedad a la pertenencia a su nación: «La existencia de una nación es (perdonadme esta metáfora) un plebiscito cotidiano». Su planteamiento se opone, pues, al nacionalismo étnico e incluso racial, con sus componentes de irracionalismo romántico, a la existencia eterna de las naciones, al medio que modela de un modo mágico a los pueblos, siempre escogidos. Renan sitúa en el centro al individuo que, libremente decide su pertenencia a la nación. Y por tanto enuncia el carácter contingente de las naciones: «Las naciones no son algo eterno. Han comenzado, terminarán. La confederación europea, probablemente, las reemplazará.» Sin embargo... nuestro autor no puede escapar a su tiempo, y va a conservar los componentes más íntimos del nacionalismo: el organicismo idealista que reconoce en la nación una esencia, existencia y personalidad más real y viva que la de los individuos; el sentimentalismo que propicia la identificación con los antepasados, que «nos han hecho lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (se entiende, la verdadera), he ahí el capital social sobre el cual se asienta una idea nacional.» Por tanto, «una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer.» El consentimiento tácito y expreso de la sociedad caracterizará el nacionalismo francés, pero no por ello dejará de ser un nacionalismo: «Me digo a menudo que un individuo que tuviera los defectos considerados como cualidades en las naciones —que se alimentara de vanagloria, que fuera a propósito celoso, egoísta, pendenciero, que no pudiera soportar nada sin desenvainar la espada— sería el más insoportable de los hombres.» Las limitaciones de este nacionalismo más racional, comprensivo y humanitario saltan a la vista, en cuanto se examinan las actuaciones prácticas de los sucesivos gobiernos republicanos, y de las mentalidades y valores que se generalizan en la sociedad francesa. Bien se comprobará pocos años después cuando toda Europa entre en la vorágine sangrienta de la Gran Guerra. Gustave Hervé, a pesar de que ya ha comenzado su particular evolución del socialismo al socialismo nacional, levantará en 1919 la voz contra los planes de francesizar a los habitantes germanos del Sarre ocupado: «Nos apoderamos de la propiedad de las minas del Sarre, y para no ser molestados en la explotación de estos depósitos de carbón, constituimos un pequeño Estado distinto para los 600.000 alemanes que habitan esta cuenca carbonífera, y a los quince años lograremos, por un plebiscito, que declaren que quieren ser franceses. Ya sabemos lo que esto significa. Durante quince años vamos a actuar sobre ellos, a atacarlos por todos lados, hasta que obtengamos de ellos una declaración de amor. Es, sin duda, un procedimiento menos brutal que el golpe de fuerza que nos arrancó nuestros alsacianos y loreneses; pero si es menos brutal, es más hipócrita.» (La Victoire —la antigua La Guerre Sociale— de 31 de mayo de 1919. Cit. por Keynes en Las consecuencias económicas de la paz.)
Martín de Riquer y José María Valverde, en su Historia de la literatura universal, tomo I, analizan así a nuestro autor: «Militante en el partido de César, el historiador Cayo Salustio Crispo (86-35 a. de C.) … fue hombre poco afortunado en el desempeño de cargos políticos y militares, administrador deshonesto y se enriqueció sin escrúpulos. En sus escritos, en cambio, hace gala de una rígida austeridad moralizadora, pinta con negros colores la inmoralidad de la época y se recrea en hacer resaltar los vicios de la aristocracia, por la que siente una franca animadversión tanto por sus ideas políticas como por su origen plebeyo. Retirado de la vida pública, y gozando de las riquezas que acaparó en el ejercicio de aquella, Salustio escribe dos impresionantes monografías sobre hechos históricos que vivió de cerca: La conjuración de Catilina (De coniuratione Catilinae) y La guerra de Yugurta (Bellum Iugurtinum). En la primera, con un vigoroso arte de escritor, pinta la corrupción de Catilina y la desmoralización de la aristocracia, y hace derivar tristes hechos históricos de aquellas causas morales (…) Salustio es un historiador que da un fuerte dramatismo a sus relatos, que escudriña psicológicamente a los personajes que describe, que insiste con apasionado calor en sucesos de los que puede extraer consecuencias que le interesan y que siguiendo el estilo de Tucídides, historiador al que manifiestamente imita, intercala en el relatos parlamentos inventados ―pero que reflejan una verdad histórica― en los cuales su prosa adquiere una vivacidad sorprendente. Ora sentencioso, ora poético, abrupto y enérgico, Salustio es un escritor personalísimo, con su bilis, sus prejuicios y su peculiarísimo temperamento, que tan diáfanamente se transparenta en su robusta prosa.» Pero precisamente uno de los aspectos más interesantes (y que la hace muy actual) sea el carácter propagandístico y político de esta obra. Ya lo había expresado el gran Theodor Mommsen, que en su monumental Historia de Roma, se refirió así a nuestro autor: «Me refiero al Catilina de Salustio, escrito por un cesariano de profesión, y publicado en el año 708, ya durante la regencia de César, ya durante el triunvirato de sus hombres. Este libro es toda una defensa política. En él, el autor habla al honor del partido democrático, que era ya el fundamento de la monarquía romana. Se empeña en lavar la memoria de César de una mancha negra y en mostrar blanco como la nieve al tío del triunviro Marco Antonio, lo mismo que en Yugurta Salustio había querido presentar a las claras las miserias del régimen oligárquico y celebrar a Cayo Mario, el corifeo de la democracia. Del hecho de que como escritor hábil supiese disimular sus tendencias apologéticas o acusadoras, no se sigue en manera alguna que sus libros, por más que sean admirables, dejen de tener cierto espíritu de partido.» Y ello será patente cuando analice y reconstruya los acontecimientos de un modo muy diverso al de Salustio...
Ya disponemos de los relatos de varias peregrinaciones, de épocas y finalidades muy variadas: la sobria aunque entusiasta de la dama Egeria hasta Tierra Santa; la colorida y en ocasiones maldiciente de la Guía de Peregrinos hacia Santiago de Compostela; la fantástica y adornada (aunque alguna vez veraz) de Juan de Mandeville... Y ahora vamos a completar este repertorio con otra peregrinación, en esta ocasión desde la margen cultural opuesta, y dirigida hacia La Meca. El único manuscrito que la conserva, escrito en árabe y castellano en el siglo XVII, fue estudiado y publicado por Mikel de Epalza, y resulta un tanto intrigante por superponer dos viajes realizados por dos diferentes peregrinos. El punto de vista de la narración varía a menudo, y puede resaltar confuso al mezclarse las diferentes voces de narradores y traductores, e incluso la prosa y el verso. Su editor propuso el siguiente complejo proceso de su elaboración. Un morisco hispánico, posiblemente aragonés, lleva a cabo con éxito su hajj o peregrinación a La Meca a principios del siglo XV. Por el mismo tiempo, un alfaquí natural de Fez en Marruecos llamado Ahmad Ibn-Fath Ibn-Abirrabía, emprende su propio viaje con idéntico propósito pero muy distinto resultado: una vez embarcado en Túnez, será apresado y esclavizado, conducido hasta Grecia, y desde allí, a Aragón. Allí mejorará su suerte: tratará de su rescate, y logrará el apoyo de una comunidad morisca a las que transmitirá sus saberes. Y lo que es más importante, entrará en contacto con el primer viajero («una persona de crédito»), y pondrá por escrito la narración que le hace de viva voz, «añadiendo a lo dicho algún precepto de las cerimonias de dicha visita, para que sierva lo dicho por ayuda y memorial a la persona que deseare hacer lo mesmo, con lo que espero de premio y merced, confiando en Dios». Por último, añadirá el relato de sus propias desventuras en versos pareados. Según Epalza, el manuscrito original en árabe sería copiado y traducido por un morisco a fines del XVI o principios del XVII. Sin embargo, parte del manuscrito no se copió, o se perdió, y por ello cuando es nuevamente copiado en el XVII, ahora por un cristiano viejo que añade algunas notas explicativas, éste se extraña de sus carencias: «El autor tenía prometido describir las cosas de Meca y después la ciudad de Yathrivo, donde está sepultado Mahoma. No sé si la falta es suya o de quien lo trasladó». Éste sería el manuscrito que ha llegado a nuestros días.
«La historiografía española del siglo XX ha consagrado el mito del fracaso y de la excepcionalidad española, lo que ha repercutido de manera particular en una imagen deformada del siglo XIX español, que es preciso rehacer, como ya propusieron algunas figuras relevantes de la generación de 1914 (Ortega, Azaña, Marañón) tendiendo su mirada a los hombres de la generación de 1830, con quienes se identificaban en su afán de sentar las bases de una nueva España. Entre los nombres de esta generación decimonónica, Antonio Alcalá Galiano (Cádiz, 1789-Madrid, 1865) resulta seguramente su figura más emblemática, aunque no se haya estudiado o interpretado por lo general más que de una manera fragmentaria. Su vida y su obra permiten valorar el pulso europeo que mantiene la historia contemporánea española desde sus inicios, tanto en el plano ideológico y cultural como político, a remolque si se quiere de la evolución europea, pero plenamente inscrita en ella. Esa tensión europea es, en definitiva, lo que explica el dramatismo del XIX español, un siglo prácticamente olvidado. »Es normal hablar de dos Alcalá Galiano. El primer Alcalá Galiano, sinceramente revolucionario, ideólogo, conspirador y activista; y un segundo Alcalá Galiano, esencialmente conservador, que habría traicionado en la práctica su liberalismo inicial, y malogrado por extensión la revolución liberal española. Es un esquema que extrapolando el ejemplo de Donoso Cortés tiende a aplicarse a no pocos personajes de la primera mitad del XIX español, alterando profundamente su significado y los propios contornos del reinado de Isabel II. Del liberalismo al tradicionalismo: los orígenes de la verdadera conciencia liberal española se encontrarían en el krausismo y sus realizaciones políticas a partir de 1868, frustradas en gran parte por la fuerza misma de ese tradicionalismo, erigido a la postre en el gran factor retardatario de nuestra historia. »La biografía política e intelectual de Alcalá Galiano atraviesa todos los lugares y momentos fuertes de este período fundamental del siglo XIX español, e invita a replantear aquel esquema interpretativo, lo que redunda en una mejor comprensión de la riqueza de la tradición liberal en España, en última instancia la más cierta tradición española. Él mismo tuvo conciencia de la época que le tocó vivir, o mejor –atendiendo al pensamiento de Ortega–, de ser un sujeto biográfico cuya mirada se situaba en un determinado punto de la historia, lo que le llevó a cultivar distintos géneros historiográficos. Sus contribuciones al conocimiento de la historia, comenzando por las más conocidas –las que tienen un carácter autobiográfico–, han sido normalmente más citadas que leídas en profundidad, por más que ese cúmulo de materiales (que invitan desde luego a una más completa y mejor lectura de la que se ha hecho hasta ahora) se antoje indispensable, tanto para repensar el XIX español, como para la propia revisión del personaje. »La dimensión de Alcalá Galiano como historiador presenta facetas distintas. En primer lugar, se manifiesta como traductor de obras mayores de historiadores de otros países. (...) En segundo lugar, como autor original, Alcalá Galiano escribió una Historia inmediata de España, de extensión considerable, y en ese sentido reviste un carácter pionero como introductor del género en España. (...) Esta historia se funde con su propia biografía y experiencia política, y daba sentido a la totalidad de la empresa: una historia al servicio de la nación, como fue característico del siglo XIX. Poco importan los avatares que la han hecho casi desconocida, lo cual no significa que no haya merecido juicios dignos de atención, como el de Julián Marías, que no dudaba en afirmar, un siglo después (...) que era “lo más penetrante que se ha escrito sobre la historia española desde que se inicia la crisis del antiguo régimen hasta el final de la época romántica” (...) »En tercer lugar, Alcalá Galiano proporcionó una rica autobiografía, aunque no llegue a cubrir la totalidad de sus años. Son tres los textos autobiográficos, diferentes en extensión y contenidos, siendo el más breve el que abarca un mayor espacio temporal. Los dos tomos de las Memorias, redactadas en 1847-1849, fueron publicadas por su hijo Antonio en 1886, y comprenden hasta 1823. Los Recuerdos de un anciano, más elaborados que el texto anterior, datan de 1862 y comenzaron a ver la luz en La América a partir de ese año, en forma de artículos, antes de su compilación en 1878 como libro; este nuevo texto amplía el relato a la gran emigración liberal de 1823-1833. Finalmente, los Apuntes para la biografía del Excmo. Sr. D. Antonio Alcalá Galiano, escritos por el mismo, comenzados a redactar al tiempo o inmediatamente después de las Memorias, fueron publicados en 1865 por Ovilo y Otero (a quien Antonio se los había entregado para que los diese a conocer después de su muerte), y alcanzan hasta la primera mitad de 1850. Ello les da un particular valor porque constituyen el esquema de la parte de las memorias que se extravió o no fue escrita.»
Con su característico estilo romántico, Modesto Lafuente se refiere así a la malhadada muerte del autor que hoy nos ocupa, cuando Fernando VII iniciaba en 1814 la represión de los más destacados liberales: «El sabio geógrafo y distinguido diputado a Cortes don Isidoro Antillón, arrancado de su lecho, donde se hallaba por grave enfermedad postrado, por los ejecutores y satélites del despotismo, tan sin entrañas ellos como los autores de las órdenes que cumplían, sucumbió al rigor de tan inhumana tropelía, y expiró en el tránsito a la prisión de Zaragoza. La patria y la ciencia le lloraron, ya que sus crueles perseguidores tuvieron los ojos tan enjutos para llorar como duro el corazón para sentir.» A pesar de su temprano fallecimiento, el turolense Isidoro de Antillón (1778-1814) tuvo tiempo de desarrollar múltiples actividades: ilustre geógrafo, y preocupado especialmente por la enseñanza de esta ciencia; periodista combativo durante la guerra de Independencia; diputado en Cortes desde 1812, con especial dedicación a los temas jurídicos; y además uno de los primeros abolicionistas, que sigue con interés los debates que se producen en este sentido en el Reino Unido y en Francia. A sus intervenciones parlamentarias en este sentido atribuye Hugh Thomas (aunque sin pruebas) el atentado que Antillón sufrió en Cádiz y que provocó una dura condena por parte de la cámara. (La trata de esclavos, Barcelona 1998, pág. 575) Pero su preocupación por estas últimas cuestiones venía de lejos. Todavía muy joven, en 1802 había pronunciado una conferencia en la sociedad matritense de jurisprudencia que, nueve años después, será impresa en Palma de Mallorca con el prolongado título de Disertación sobre el origen de la esclavitud de los negros, motivos que la han perpetrado, ventajas que se le atribuyen y medios que podrían adoptarse para hacer prosperar sin ella nuestras colonias. Su postura es clara: el reconocimiento de «los derechos imprescriptibles del hombre», de «la soberanía del pueblo» obligan a «romper los grillos de la esclavitud bárbara con que hemos afligido por espacio de tres siglos a los míseros habitantes de las márgenes del Níger y del Senegal.» Rechaza la existencia de una inferioridad entre los indios (débiles) y los africanos (salvajes): sus condiciones actuales son resultados de siglos de esclavitud: «Si la esclavitud pasase de los negros a los blancos, sus descendientes serían, después de algunas generaciones, lo que los negros son hoy». Es preciso, por tanto, considerar a todos ellos como ciudadanos, aunque, añade, quizás sea conveniente reconocer como tales sólo a aquellos que muestren merecerlo... Más discutibles son las propuestas que realiza para que la justa abolición de la esclavitud no perjudique los intereses del país: lograr que los indios (e incluso los europeos) realicen las tareas que desempeñaban los esclavos; proceder a la sustitución de los productos de las plantaciones tropicales (algodón, café, cacao, tabaco...), que ya pueden considerarse productos de primera necesidad en Europa, por otros alternativos o sucedáneos... Pero la solución a la que concede más interés y reflexión resulta chocante y premonitoria: en lugar de trasladar forzadamente a los esclavos hasta América, colonícese a fondo el África, ocúpese el territorio, y póngase en cultivo. Un paternalismo inconsciente y optimista le impide advertir lo contradictorio de este nuevo imperialismo con sus propios presupuestos ideológicos. «Ningún obstáculo se presenta en la ejecución de tan gloriosa empresa. Toda la costa está preparada para establecimientos, y el país lleno de habitantes dados al comercio, y para quienes nuestras mercancías son ya verdaderas necesidades. Un largo hábito de ver los europeos ha substituido la afición y la amistad a la prevención poco favorable que inspiran al principio los extranjeros; ellos hablan ya el francés, están acostumbrados a servir, son industriosos, tranquilos, dulces, y demasiado cobardes para oponerse a la fundación de una colonia. Aunque ignorantes, nada tienen de encaprichados. El disgusto y el poco apego que manifiestan a muchas de sus costumbres, y la facilidad de prestarse a cualquier novedad, son presagio feliz de que sería entre ellos fácil una reforma sabia, o el sistema mejor de conocimientos que se quiera introducir. Sin duda aquellos hombres, naturalmente imitadores, mirarían como dioses benéficos a los que viniendo a ocupar con ellos sus tierras les enseñasen a cultivarlas, en vez de expatriarlos para siempre.»
La concentración del poder político en los reyes fue un proceso lento que se refuerza desde que Europa, aparentemente debilitada y diezmada, emerge de las graves crisis concatenadas del siglo XIV. El resultado serán estados cada vez más complejos y multiformes, con gran diversidad de instituciones, fueros y organismos, pero que parecen reclamar la reunión de las atribuciones últimas jurisdiccionales y de gobierno en una única persona que, por lo mismo, resultará cada vez más mitificada y sacralizada. Han nacido los estados modernos, las monarquías autoritarias y, finalmente el absolutismo. Este último constituirá el modelo dominante y más generalizado y será promovido en obras tan significativas como el Discurso sobre la Historia Universal de Bossuet. Pero a lo largo de este proceso secular no faltarán las voces que, en distintos grados y desde diferentes presupuestos, se opondrán a lo que consideran excesos contraproducentes. Un ejemplo de ello es la obra de Juan de Mariana Del rey y de la institución de la dignidad real. Por otra parte a fines del XVII surgirá definitivamente la monarquía parlamentaria como alternativa a la absoluta. Si inicialmente pudo ser considerada poco moderna, pronto atraerá la atención de los posteriores críticos del absolutismo, los ilustrados. François de Salignac de la Mothe, Fénelon (1651-1715), arzobispo de Cambrai y preceptor del nieto de Luis XIV, estuvo implicado en numerosos acontecimientos de la Francia del rey Sol: el edicto de Nantes y el acercamiento a las hugonotes, jansenismo y pietismos varios, junto a un galicanismo cada vez más dominante... Pero también es un buen ejemplo de estas críticas al absolutismo desde posturas religiosas y sociales, lo que finalmente provocará su extrañamiento de la Corte. Presentamos una breve selección de textos: la conocida Carta a Luis XIV, fragmentos de Las aventuras de Telémaco (quizás su obra más destacada) y de los Diálogos de los muertos antiguos y modernos, y el Examen de conciencia sobre los deberes de la dignidad real. Para calibrar la considerable influencia póstuma de sus escritos, incluimos otros fragmentos del Ensayo filosófico sobre el gobierno civil según los principios de Fénelon, del escocés Ramsay (1721). Este interés, sin embargo, conducirá a un cierto equívoco: se le querrá percibir como antecedente de la Ilustración e incluso del liberalismo, lo que objetivamente no parece que se pueda afirmar: Fénelon mantiene su admiración hacia el monarca virtuoso que tiene je en sais quoi de divin. Dale K. van Kley, en su sugestivo (y por tanto discutible) Los orígenes religiosos de la revolución francesa (1996), comenta: «En las postrimerías del siglo XVII surgía otra novedad: la asociación cada vez más explícita entre la guerra y el lujo como elementos de la política de Estado denominada mercantilismo. La manufactura y la exportación de objetos de lujo artesanales eran medios ordinarios utilizados por el Estado para la obtención de beneficios económicos, mientras que la guerra era la continuación de esa misma política por otros medios. Fénelon oponía al mercantilismo los principios humanistas de la paz y la unidad de toda la humanidad ―la raza humana, sostenía Fénelon, constituía una sola familia― y daba especial preferencia a la agricultura y al libre comercio. Rothkrug (Opposittion to Louis XIV) ha puesto de manifiesto que la oposición devota de fines del XVII al absolutismo y al mercantilismo de Luis XIV fue una de las fuentes de la fisiocracia dieciochesca, del partido de los economistas, o de los que él mismo llama el agrarianismo cristiano.»