La vio en la playa y estaba vestida, pero completamente inmóvil, lo que en un principio le hizo suponer que estaba contemplando un cadáver. Al aproximarse vio los movimientos regulares de ascenso y descenso de su pecho. Respiraba, luego estaba con vida. Pero tenía los ojos cerrados y los brazos a lo largo del costado. A Mel Griffith le pareció una incongruencia que una mujer joven y bonita, como podía apreciarse a la primera ojeada, estuviera en la playa, en un día de tanto calor, no sólo vestida por completo, incluidas medias y zapatos, sino que el color de su indumentaria fuese el negro. «Luto riguroso», pensó. Pero cada cual, en este mundo, podía hacer lo que quisiera, sin dañar a los demás, se dijo. De modo que, comprendiendo que podía molestar a la hermosa desconocida, dio media vuelta y se dispuso a retirarse. Llevaba una toalla en la mano y una bolsita en la otra, con el tabaco y las cerillas. Tomaría el sol un rato, se daría luego un baño y…
La chica se sentía cada vez más nerviosa. Había visto al individuo un par de veces durante el día y tenía la seguridad de que la perseguía. El aspecto del sujeto no le agradaba en absoluto. Era un tipo altísimo, de más de metro noventa, ancho de hombros, indudablemente muy robusto y con los músculos bien cultivados. Seguramente, sabría toda clase de trucos para derrotar a una persona en una lucha cuerpo a cuerpo. Sin contar con su más que innegable afición a las armas de fuego. Y, sin embargo, se dijo Sybil Glendale, habría podido parecer tan simpático… Pero aquel maldito monóculo negro lo echaba todo a perder y le daba un aspecto terriblemente siniestro, que ni siquiera la sonrisa que había esbozado al cruzarse con ella lograba disipar.
Tenía el pelo revuelto, un poco largo, la barba de una semana y sus ropas, cazadora, camiseta oscura cerrada, pantalones vaqueros y zapatillas de deporte, no estaban precisamente en sus mejores momentos. Aunque era alto y bien proporcionado, Chester Quarry, más conocido entre sus amigos por el sobrenombre de Pop, ofrecía en aquellos instantes la viva estampa de un mendigo. A Quarry le tenía sin cuidado su aspecto personal. Estaba parado en la acera, junto al semáforo, esperando a que hubiese luz para peatones. Entonces fue cuando vio la billetera caída en el suelo, a poca distancia de un recipiente público para papeles y otros objetos desechables. Le picó la curiosidad. Había muy poca gente en aquel lugar y se inclinó sin aparente esfuerzo. La billetera, apreció de inmediato, era de muy buena piel y parecía poco menos que recién estrenada.
Llamadme Johnny. No, no es que pretenda plagiar a Melville y escribir otro Moby Dick. Líbreme Dios de semejante cosa. Ni siquiera me llamo Ismael. Supongo que tampoco el personaje de la epopeya ballenera se llamaría así, después de todo. Mi nombre es John D. Vincent. Pero prefiero que los amigos me llamen simplemente Johnny. Las chicas ya lo hacen. También me llaman cosas más dulces, como «encanto», «cielito» o «macho adorable», pero no las hago demasiado caso porque lo hacen en momentos en que no piensan demasiado en otra cosa que en su propio placer. Tengo una pequeña y sórdida oficina en un bulevar de Hollywood y me ocupo habitualmente de asuntos de poca monta, tales como perseguir maridos o esposas infieles, cobrar recibos atrasados con alguna que otra amenaza, y aportar informes personales a algunas financieras y entidades de crédito.
El hombre estaba nervioso. Encendió el cigarrillo temblándole la mano. Miró en torno suyo, inquieto, y se humedeció los labios con la punta de la lengua. Luego tomó el frasco petaca que llevaba en la raída chaqueta y se echó un trago largo, resoplando al terminar. Enroscó el tapón, guardando de nuevo el recipiente, y se contempló en el espejo desigual del lavabo. Se pasó una mano por el rostro macilento, de barba ligeramente crecida. Luego, contempló sus ropas desaseadas y sonrió forzadamente. Habló consigo mismo, contemplando su imagen en el espejo:
El atraco les ha salido perfecto a los forajidos. Doscientos mil pavos de botín y ni un fallo. La operación ha resultado óptima. Aunque, sí, han tenido un pequeño fallo. Pero no tiene demasiada importancia. A fin de cuentas, el muerto no pertenece a la banda que asaltó el Banco. Se trata de un infeliz que pasaba en aquel momento, un transeúnte de los muchos que circulaban por las inmediaciones del lugar donde se ha producido el suceso. Bah, para ellos, menos que nadie. Los atracadores salían ya con su botín, sin que se hubiese producido la menor alteración, ni una voz más alta que otra, ni un solo disparo. Entonces fue cuando pasaba aquel pobre hombre. Debió ver algún conocido, porque levantó la mano, para llamar su atención. Los atracadores han creído que se trataba de un policía que hacía señas a algún compañero apostado en las inmediaciones. Entonces, uno de ellos le ha metido cuatro balas en el cuerpo, así como suena. El pobre hombre ha caído sin decir ni pío, sin saber siquiera lo que ocurría.
A Gillis Wheeler le gustaba que le llamasen amo, más que jefe o patrón. Wheeler, en el fondo, era un romántico y muchas veces se consideraba de más en esta época. A él le hubiera gustado más vivir en el siglo pasado y en el Sur, dueño de una inmensa plantación y de un millar de esclavos, que curvarían el espinazo al paso del amo, montado en un alazán de Kentucky, respetado y considerado por la vecindad y con altas aspiraciones en la política. Pero como eso no era ya posible en la segunda mitad del siglo , Wheeler tenía que conformarse sin la plantación y sin los esclavos, aunque sí había conseguido que le llamasen amo los cuatro miembros que componían su pandilla. Wheeler y los suyos se hallaban congregados en una habitación someramente amueblada, aunque había sillas para todos y una ancha mesa redonda en el centro, alrededor de la cual tenía lugar la conversación en la que, hasta el momento, Wheeler había llevado la voz cantante. En uno de los ángulos se veía un viejo televisor y en la pared opuesta había un gran armario, cuya madera había perdido ya el brillo original hacía muchos años.
Lo primevo que hizo fue apagar las luces del departamento. Luego, con un extraño objeto en las manos se acercó a la ventana. El objeto era un tubo de metal negro, mate, muy ligero, de unos cinco o seis centímetros de diámetro, acodado en los extremos. Su longitud era de unos tres metros. Se lo había construido un amigo de la Marina de Guerra. El, por supuesto, había proporcionado los materiales, baratos y fáciles de obtener: los trozos de tubo y las lentes. En resumidas cuentas, era un periscopio.
«Entraron. Por el momento, desde donde estaban, junto al umbral de la puerta, no vieron nada. El sillón confortable, una especie de monumental sofá, les ocultaba la escena. Pero cuando penetraron decididamente en la cámara, hasta las proximidades del televisor, ambos palidecieron intensamente, no encontrando palabra alguna para expresar el pánico que se había apoderado de ellos».
El sobre que había en la bandeja no era del formato y color de los que Helen solía utilizar. Tampoco parecía ser igual al que recibió unas semanas antes con una estúpida amenaza, seguramente nacida del cerebro alterado de un loco.Treinta astronaves modernas, potentes, de las que la mitad estaban destinadas exclusivamente a pasajeros, surcaban sin cesar el espacio, con llegada a media docena de los más importantes espaciódromos de la Tierra. Billones de dólares andaban siempre en juego y no era nada extraño que el director y presidente de una compañía como «Tierra-Marte» hubiese envejecido un tanto prematuramente.El papel que contenía el sobre era de lo más vulgar y corriente, pero no así el contenido que tuvo la facultad de cortar en seco la sonrisa optimista que llevaba Frank al entrar en el despacho.
Todas las llamadas de urgencia debían hacerse, obligatoriamente, a través de un visófono, de modo a que la policía pudiese conocer el rostro del demandante que, sin que él lo supiese, era fotografiado mientras duraba la comunicación.El rostro de una mujer se dibujó claramente en la pantalla.No era muy joven, pero poseía aún el encanto de una belleza pasada. De todos modos, sus rasgos estaban ajados por el reciente llanto y tenía los ojos ligeramente hinchados.
Los vasos se fueron sucediendo, pero Fred no cayó, como podía esperarse, en un estado de embriaguez excesivo. Estaba tan acostumbrado a beber que el alcohol no podía descentrarle por completo, produciéndole tan sólo aquella especie de delicioso nirvana en el que gozaba plenamente de sus facultades. Sentado en una mesa, al fondo del local, el hombre que le había seguido le observaba atentamente. Era alto, delgado, con un tono de piel macilento y como enfermizo. Sus ojos eran negros y penetrantes y su nariz afilada y de paredes casi transparentes. Tenía los cabellos negros e iba vestido con un traje gris serio, como el de cualquier empleado de tipo medio, sin las estridencias que podía permitir el calor de aquel verano en Washington. Habla pedido un vaso de leche, con esa naturalidad de un hombre que ha superado la fase en que se avergüenza de no beber, como todo el mundo, bebidas alcohólicas. No fumaba, pero sacó una boquilla gastada y se entretuvo en mordisquearla sin despegar los ojos de Fred.
En una de las mesas, al fondo, mordiéndose impacientemente las uñas, se encontraba Alex, el hermano de la muchacha, de la linda muchacha que, en aquellos momentos, estaba finalizando una de las melodías del gusto del público y que iba a cosechar, en cuanto acabase, una estruendosa ovación. Pero Alex Flagg no esperaría... Había intentado dominar sus nervios, fumando mucho, pero bebiendo poco, como le habían aconsejado. Sus diecinueve años contaban mucho en aquel nerviosismo, en aquella impaciencia angustiosa que le ponía fuera de sí. Entornó los ojos, pensando en Ben Box y Davis Morris, sus dos compañeros que le esperaban dos manzanas más arriba, en el «Tampico», junto a la calle Veinticinco. Sus dos compañeros...
DOCE cámaras de televisión estaban dispuestas para enviar a las cinco partes del mundo, la emisión en color-relieve más importante del año. En los estudios de la «Pan América Televisión» y por los canales de la «International American Voice», más de doscientos técnicos disponían los filtros especiales, pendientes de los aparatos que iban a encadenar la formidable emisión. En el estudio central de la I. A. V., miembros del gobierno y representantes de la Confederación Europea ocupaban los asientos de la tribuna, con las miradas fijas en la estrada-escenario donde, al lado de algunas personalidades relevantes de la ciencia y del locutor Milker, se encontraba el personaje del día: el joven profesor Karl Hembert.
'Desde hacía bastantes años, las leyes mundiales habían abandonado sus anticuados procedimientos de castigo a la última pena. Inglaterra fue la primera en no ahorcar a nadie, Alemania dejó enmohecer las hachas de los verdugos, Francia arrinconó las inservibles guillotinas y España retiró para siempre el garrote vil. Incluso, los Estados Unidos, desde la firma del tratado internacional, que aunaba todos los esfuerzos policíacos bajo el mando de la SIP, destrozó la vieja silla eléctrica y la cámara de gas, adaptando el procedimiento internacional de la «cámara electrónica».
La «cámara electrónica» estaba basada en el funcionamiento del corazón [...] los hombres de ciencia inventaron un procedimiento que [...] producía una muerte instantánea, por parada del corazón, anemia cerebral y todo lo demás. Sólo era necesario, sin que el reo lo supiese, colocarle una camisola que llevaba en su parte posterior y en el lado izquierdo, una urdimbre metálica que atraía la radiación electrónica que la cámara producía.'
Al penetrar en el vetusto salón familiar, que las modernas tendencias no habían logrado cambiar y que seguía poseyendo el sabor rancio de otros tiempos— de otro siglo, exactamente—. Dan apretó la mano de su joven esposa con un poco más de fuerza, como si desease infundirle el ánimo que para él mismo deseaba. Durante todo el viaje en el supereactor que los había traído de Tokio, había hecho lo imposible por volver a explicar, por enésima vez, a su esposa, las características de aquella familia que era la suya; pero, en realidad, ¡era tan difícil explicar quiénes eran los Nichols! Porque… ¿quiénes eran? Para Dan, antes que nada, eran una familia que había logrado, con el complejo negocio de las exportaciones de algodón y fibras industriales que lo habían sustituido en gran parte, una fortuna colosal. Pero, además, los Nichols eran gente extraña, atadas al pasado por raíces que se hundían profundamente en el tiempo.
El agente nocturno dejaba oír sus pasos sobre la acera de la calle desierta. Su silueta, al juego de las pocas luces que allí había, se agrandaba o achicaba, tomando extensiones desproporcionadas, gigantescas, para después reducirse, como si la sombra correspondiese a la de un pigmeo. Hacía frío. Un viento helado llegaba del río, disfrazado de bruma, densificando la atmósfera y dejando un trazo de humedad por donde pasaba. Robert Cone estaba acostumbrado a aquellas rondas nocturnas; pero, a pesar del hábito, experimentaba la desagradable sensación de tener toda la noche por delante, en absoluta soledad, sólo con sus ideas y sin poder echarse a coleto un buen vaso de «whisky». Sólo una vez cada hora, cuando llegaba al extremo de la avenida, solía encontrar a Pryor, el agente del otro sector que, en realidad, le esperaba para fumar un cigarrillo juntos y permanecer, en animada charla, el corto tiempo que les era permitido estar juntos: tres minutos.
El hombre uniformado, se acercó al rincón de la sala donde Donald Callowan, el jefe de la SIP, siglas de la famosa Spacial International Police, llevaba pacientemente más de una hora, fumando cigarrillo tras cigarrillo,-Señor Callowan…Donald levantó la cabeza y una sonrisa entreabrió sus labios.
-¿Ha llegado mi turno?-Sí, señor. Pero debe perdonar. Ya sabe lo pesados que son estos debates del Consejo Mundial. El señor Barton estará seguramente desolado de haberle hecho esperar tanto tiempo.Siguió al uniformado personaje, atravesando la amplia sala y penetrando por una puertecilla que daba a un pasillo, a cuyo fondo se hallaba la entrada del despacho particular de William Barton.
Contento, comandante? Harold Arnett se pasó la mano por la sien derecha, donde los cabellos plateaban ya con intensidad.Sí, estaba contento, ¿Para qué negarlo?De todas las naves de la línea, Venus-Tierra, la suya, el «Spacius», era, sin ningún género de dudas, la preferida para los viajes de las más importantes fortunas de ambos planetas. Había ya quien la había puesto el sobrenombre de «Real» y hasta «Imperial».Y no eran exageraciones.El «Spacius», hermano gemelo del «Monitor», superaba a éste por la «clase» de su pasaje, por la calidad de las personas que lo elegían.Por todo.
La astronave era pequeña, de líneas sencillas y estaba pintada de azul claro. Al lado de cualquier tipo de astronavíos, la que ahora cruzaba el espacio hubiese hecho el ridículo; pero lo que podía juzgarse como inferioridad manifiesta, como tamaño reducido, no era más que apariencia. En realidad, la «USA-13» era una fortaleza del espacio. Ninguna otra nave en circulación, ni los astrocruceros de las superlujosas Compañías de Astro —navegación hubieran podido reunir lo que ella tenía; sus muros de acero al tungsteno, ciento por ciento, que la hacían invulnerable ante cualquier clase de proyectil imaginable, la fuerza de sus uranio-reactores, el empuje colosal de sus toberas… Era una astronave excepcional. Había sido concebida ex profeso para misiones especiales, y, en aquellos momentos, realizaba una de ellas: ni más ni menos que el traslado a Marte de la primera reserva de oro para el nuevo Banco del planeta.