El cajero se puso rígido. Sus labios temblaron violentamente, en tanto que sus ojos se dilataban de una forma espantosa.—No, no puede ser. Tú estás muerto. ¡Hijo! —gritó inesperadamente—. Dick, hijo mío. Tú estás muerto. Te enterramos hace más de cuatro semanas, Dick, ¿por qué has vuelto? Deja esa arma, tú estás muerto.—¡Calla, viejo! —gritó el atracador.—Hijo, siempre fuiste honrado.La pistola-ametralladora escupió bruscamente una corta ráfaga. El cajero gritó, a la vez que caía hacia atrás.—Estabas muerto. Te enterramos hace cuatro semanas. ¿Por qué tenías que volver, Dick?Siguió llamando a su hijo, hasta que murió.
El murmullo fueconvirtiéndose en una suerte de gruñido. Sus movimientos oscilantes sindespegar los pies del suelo, parecían el preludio de un éxtasis sensual yobsceno. Ante el altar negro, emitióun quejido. Toda ella se tensó en sus salvajes invocaciones. En la estanciapareció soplar el hálito de un viento infernal. Las velas se apagaroninesperadamente y se derrumbó de espaldas como empujada por una fuerzademencial. A zarpazos, se arrancó latúnica quedando desnuda, tendida en el suelo sin dejar de emitir la sordamelopea que brotaba como un torrente de sus contraídas cuerdas vocales. La violencia de suautoconvencimiento se apoderaba hasta del aire que respiraban. Sus jadeosanimales se hacían roncos, anhelantes, esperando el Mal que debería poseerloscomo pago del poder que ansiaban. De repente, dio un gritoinarticulado. Pareció aferrarse al aire, los ojos desorbitados, la boca abiertay jadeante, todo su cuerpo convulso, agitándose en el frenesí del éxtasis.Pareció enroscarse toda ella en un cuerpo invisible y con un rugido gritó: ¡Está aquí… aquí, conmigo…!
El hacha cayó con violencia.Las dos cabezas saltaron bruscamente de los cuellos de sus respectivos dueños, segadas de forma brutal por la afilada hoja del instrumento. Un caudal espeluznante de sangre brotó de las carótidas cercenadas.La muchacha pelirroja profirió un agudo grito de terror, con sus dilatados ojos fijos en la espantosa escena, y retrocedió, angustiada, mientras el asesino se volvía lentamente hacia ella, con mirada desorbitada y expresión demoníaca en su feo, horrendo rostro mutilado por el ácido.Aquella faz de gárgola medieval, crispada y deforme, reflejaba toda la maldad del mundo. La mano engarfiada que sujetaba el hacha tinta de sangre parecía la garra de una fiera demoníaca.
Intentó, en inútil reacción, echar la cabeza atrás. Pero la esquelética mano parecía estar dotada de férrea violencia y la obligó a bajar más todavía.MÁS.Y el otro brazo del ente también centelleó exhibiendo un afilado, largo, monumental cuchillo cuyos destellos azulados, letales, chispearon frente a sus ojos horrorizados.Y el grito, ahora sí, lo quebró todo.
Intentó huir, pero las manos del hombre fueron más rápidas y se cerraron en torno a su cuello.La mujer pataleó furiosamente, pero sus fuerzas no podían compararse con las del hombre que la estrangulaba despiadadamente.Con sus últimos instantes de consciencia, percibió algo que aumentó más el horror de la situación. Aquel espantoso hedor que se desprendía del hombre. ¿Acaso era cierto que tenía la facultad de resucitar a su voluntad?
La luz era ya un resplandor que nos envolvía. Supe que estaba a punto de atravesar la última frontera, de penetrar en lo eterno.Acaso de verme ante él.Ante Dios.Rodeado por todos mis felices parientes y amigos, con la misteriosa y bellísima Hazel guiándome con todos los demás, como si me conociera de toda la vida, pisé el umbral de la Eternidad.
¿Gotas? Claro. ¡ES SANGRE!Sangre, sí. ¿Por qué? ¿De dónde surge esa sangre?De súbito veo más. Veo como esos dedos sufren una extraña, incomprensible metamorfosis y se convierten, se transforman, ¡en las alas abiertas de un enorme murciélago, con pico!La melodía sigue sonando.Y el murciélago revolotea cruel, macabro, chorreando sangre por el pico y las alas.
Él se llenó de su imagen. Lamuchacha sonrió. Él se encogió de hombros. Derepente vio su propia imagen reflejada en el espejo que había a espaldas deJenny y se puso tenso como un cable. Una vez más el terrorenturbió sus ojos. La muchacha lo advirtió. Él deslizó los dedos entresus cabellos blancos.
El asesinato de Saint George Street fue un hecho tan sanguinolento comoruidoso. Ocurrió justamente al lado deun pub tan conocido y pintoresco como The George, queocupaba por entonces ya el número 180 de dicha calle. El crimen tuvo lugar en el número 178, por entoncesuna respetable y discreta casa de huéspedes, con una tienda de viejos librosusados en su planta baja. La circunstancia de que lavíctima del suceso fuese una mujer, y una mujer muy atractiva, por añadidura,prestó mayor sensacionalismo al hecho. La prensa «amarilla» de Londres,bastante numerosa a la sazón, hizo su agosto en pleno invierno, como a algúnchistoso poco imaginativo se le ocurrió comentar, con las ediciones especialesdedicadas al horrible suceso. Lo cierto es que losilustradores de la época, conocedores del gusto de su público por lainformación espeluznante, llenaron las primeras planas de semanarios de sucesosimpresos en papel amarillo con dibujos realmente estremecedores allí donde laincipiente fotografía no llegaba con su realismo más prudente y sosegado.
Y entonces les vio el rostro y chilló horrorizado porque eran monstruos descarnados que no podían estar allí.El hombre lanzó un tajo con la espada. Oyó el silbido del acero y, de modo instintivo, apretó el gatillo.El tremendo estampido de la pistola retumbó en el silencio igual que un cataclismo, pero la aparición no cayó.Apenas tuvo tiempo de asimilar el terror, de captar la horrible realidad, antes de que la espada cayera sobre él como un rayo.
Y es como si ella desapareciera, se alejase en la oscuridad sin fin, hasta fundirse con las tinieblas de un más allá que no distingo, pero que adivino. Entonces concilio el sueño con más tranquilidad. Me duermo profundamente, aliviado y sereno. Pero a veces, implacablemente, la sombra de Aysgardfield vuelve a mis pesadillas. Y yo vivo otra vez, en ese sueño inagotable y repetido, un retorno imposible al lugar al que sé que ya nunca volveré realmente mientras viva.
En el espacio de unoscuarenta años, muy pocos desde luego, el satanismo se ha convertido en unaespecie de pájaro infernal cuyas alas se extienden a todo lo largo y ancho deGran Bretaña. De núcleo dedicado en exclusivaa un pequeño número de individuos excéntricos y pervertidos sexuales, ha pasadoa constituir una amplia red nacional —con miembros procedentes de cualquier yde todos los estatus sociales—, una peligrosa organización que se desarrolla conalarmante celeridad.
El espantoso personaje que, erguido ante una especie de altar de sacrificios central, consistente en una piedra redonda y lisa, igualmente empapada de rojo oscuro, permanecía con un hacha en la mano, una negra caperuza de verdugo medieval tapándole la cabeza, y las ropas de un joker de la baraja, o del diablo del Tarot, vistiendo su figura.Ella estaba sobre el altar, sujeta con cadenas, desgarradas sus ropas hasta mostrar semidesnuda su espléndida figura, aterrada, con los ojos dilatados fijos en su verdugo, parecía esperar la terrible tortura o la muerte por decapitación a manos de aquel monstruo. Ahora, la joven no mostraba la menor señal de indiferencia o docilidad. Estaba invadida por el pánico y el horror.
Las tres mujeres se arrojaron sobre el cadáver como bestias hambrientas y empezaron a sorber la sangre que salía a borbotones de la espantosa herida causada por el machete. Wilkins, horrorizado, vio una vez levantar el rostro de una de las mujeres y emitir una sonrisa infernal, con la cara manchada de rojo, mientras sus ojos despedían destellos de satisfacción producida por aquel macabro banquete.Wilkins se sentía asqueado y también aterrado. ¿Cómo era posible que se produjeran casos de vampirismo en pleno siglo XX y, con toda seguridad, a poca distancia de un centro habitado?¿Vivían aquellas horribles arpías en la casa que se veía al otro lado?Wilkins no pudo seguir haciéndose preguntas. La cabeza le dolió repentinamente.Era un dolor intensísimo, que le hizo ver millares de chispitas luminosas delante de sus ojos. Pero muy pronto se hizo todo oscuridad y silencio a su alrededor…
Están practicando mi autopsia.Dios mío, con qué fría indiferencia, esos hombres que rodean la mesa hunden su serrucho en mi frente y comienzan a serrar. El hueso de mi bóveda craneal comienza a chirriar, herido por los dientes de acero, a medida que se levanta la piel de la frente en un perfecto círculo en torno a la cabeza, como quien corta con sumo cuidado la cáscara de un huevo duro reposando en su huevera.El sonido de la sierra manipulada por el ayudante del forense es estremecedor. Produciría escalofríos en mí, si no fuese porque soy yo quien reposa en esa mesa y quien sufre la acción implacable de la mutilación, rígido y helado, bañado en sangre el interior de mi cráneo, que ahora otro ayudante abre en dos, lo mismo que un fruto maduro y pulposo, depositando sobre la cabecera de la mesa de la Morgue, tan fría y rígida como yo mismo, la parte superior del cráneo, conteniendo en su cuenco de hueso sanguinolento la mitad de mi masa encefálica.Y no han hecho más que empezar.
Bien, podríamos decir que hay ciertas células de animales inferiores que contienen elementos indispensables para la protección de la epidermis humana, lo cual, una vez hallados dichos elementos y aplicados en la proporción adecuada, podría proporcionar al ser humano una protección casi absoluta contra toda clase de enfermedades.
Para de pronto, bestial ysádicamente, clavar las agudas puntas una y otra vez, de manera alternativa, enlos ojos de papel, en los ojos que se reproducían en la portada del libro. Consaña. Babeando, casi, de aberrante placer. De morboso éxtasis. Cada vez que laspuntas agudas, finísimas de las tijeras, bajaban con desesperación paraincrustarse en uno de aquellos ojos, algo muy parecido a un gorgoteo febril, deansiedad y locura, se gestaba en la garganta del cuerpo y estallaba al instanteen sus labios.
Altivamente, conteniendocuanto le era posible el llanto que pugnaba por saltar de sus límpidos ojoscelestes, la muchacha dio media vuelta, ondeó su rubia melena con el movimientode cabeza, y su figurita esbelta y juvenil se alejó, taconeando con firmeza,camino del jardín donde dio rienda suelta a su disgusto, y se cubrió el rostrocon ambas manos para poder sollozar tranquila. Fue en ese instante, nunca loolvidaría ya mientras viviera, cuando el horror se hizo presente por primeravez en su existencia. Un horror sin límites que iba a perseguirlainexorablemente hasta más allá de todo lo imaginable, hasta las fronterasmismas de la angustia y de la muerte.
—Digo, que uno a uno iré matándolos, exterminándolos. Sí, detesto, aborrezco, odio desesperadamente a los hombres que me aman… Ellos, los que decían amarme, han condenado a mis padres a galeras… No ha habido piedad para ellos, y ya nunca más volveré a verlos… Por eso, en venganza, he jurado matar una y otra vez… Primero les dejo enamorarse —Raquel empezó a reír de un modo diabólico— luego me muestro apasionada con ellos y finalmente, cuando ya no desconfían, los mato…
—¿Los matas? —Y Bill sudaba cada vez más.
—Sí… Sí… —Ella seguía riéndose—. Pero aquí en Mesley, quiero hacerlo de una forma original, y por eso necesito de ti, de tus utensilios de trabajo…
—¿De mis utensilios de trabajo? —repitió—. No te comprendo… Todo esto es un puro desvarío… ¿Qué es lo que dices…?
Y Raquel especificó:
—Necesito la sierra…