Colección de 20 cuadernillos titulada "Max Pogge contra el inspector Graven", editada por Ediciones Marisal.
Fue escrita por Dn. Fidel Prado en el año 1942.
El protagonista por parte de "la justicia" es el inspector Joe Graven. Este policía ya había sido protagonista en otra colección, editada por la editorial Pluma.
Posteriormente, apareció este personaje en novelas sueltas en "Iris", "La novela Argos", "La novela Aventura", "La novela Quincenal", "Servicio Secreto" ... Tratamos de conseguirlas todas.
Aquel anochecer de finales de diciembre, el inspector Graven, de Scotland Yard, se aburría en su despacho sin tener a la vista nada de interés en que ocuparse. Acababa de intervenir con éxito ruidoso en el llamado «suceso de la caja de caudales», cuyo brillante colofón había sido el encarcelamiento del astuto ropavejero Mr. Price, taimado autor del ingenioso crimen, y desde entonces nada había surgido que mereciese la pena de emplear su privilegiado talento.
Aquella mañana del mes de mayo de 1936 los diarios de Londres, sin excepción, publicaron una noticia de gran interés para los joyeros ingleses y para cuantos traficaban en piedras preciosas.
Había gran cantidad de gente en la cantina. Muchos de los espectadores contemplaban la partida, en la que se habían cruzado fuertes sumas de dinero hasta entonces. Sobre la mesa abundaban los billetes y las monedas, de oro principalmente.
El inspector Graven, de Scotland Yard, se aburría grandemente sin ningún asunto interesante que resolver. Londres parecía gozar de un período de paz en lo que a sucesos criminales se refería, y el inspector, todo dinamismo, no se avenía con aquella calma, tan contraria a sus actividades.
Max Pogge era un peligro para la tranquilidad pública y los intereses colectivos. Dotado de talento excepcional, de audacia enorme y de un ingenio fértil, y contando con la ayuda de elementos valiosos, estaba sembrando el terror en la capital londinense, sin que bastasen para atajar el mal aquel plantel de hombres intrépidos y abnegados que en ocasiones diversas habían resuelto problemas muy arduos y habían realizado servicios inestimables.
Graven, mientras preparaba sus maletas, sonrió con ironía al leer el suelto. Ahora, después de haber sido objeto de mil burlas y acres censuras por parte de la prensa, se le reconocían méritos y se lamentaba su baja en la Yard. El hecho le producía indignación, pues demostraba de qué mísero barro estamos hechos los humanos mortales.
El proceso de Max Pogge no terminó el día del juicio con la condena del procesado y de sus cómplices a trabajos forzados. La Prensa, sin otra clase de noticias sensacionales que comentar, se dedicó a exprimir el limón, como se dice en términos periodísticos, y siguió publicando relatos, más o menos fantásticos, todos ellos de sucesos relacionados con Pogge, aunque seguramente algunos se los adjudicaban caprichosamente.
Míster Benson, director de la cárcel de Pentoville, después de leer estupefacto la carta que tenía delante se quitó los lentes, los limpió con sumo cuidado, se restregó los ojos por si un fenómeno visual se los había empañado, se rascó la cabeza con aire perplejo y terminó por tirarse suavemente de su blanca barbita «tic» nervioso, muy propio en él cuando se encontraba ante un conflicto.
El inspector Jergenson se dirigió desde la Presidencia al Hotel Majestic, dispuesto a conocer al misterioso señor Alew. Este se encontraba en sus habitaciones, que eran de las más lujosas y caras del suntuoso hotel. Jergenson se hizo anunciar como enviado del Ministerio de Estado, siendo recibido inmediatamente.
Aquel sábado de principios de septiembre encontrábanse reunidos en una preciosa villa de Coney Island, pasando el fin de semana tres jóvenes de porte elegante y atildado, muy conocidos en el barrio aristocrático por sus magníficos coches «Mercedes» y sobre todo por su carácter atractivo.
El inspector Joe Graven acababa de regresar a Londres muy satisfecho, después de su brillante odisea para detener en Dover a Spargo, el autor del robo de los brillantes de Lady Scoot, cuando le anunciaron la visita del joven reportero Claudio Trent, perteneciente al cuerpo de Redacción del popular diario «The Times».
Graven, decidido a poner de su parte todo lo imaginable, estudió el caso, y sacó una deducción. La Sorel solía lucir el collar en las fiestas de gran gala y en aquellas películas que se prestaban a tales exhibiciones, y cuando no era así depositaba el collar en la caja fuerte del hotel, y ésta era acorazada, de las mejores de Norteamérica. Graven se decidió a vigilar a la artista durante su trabajo en los estudios, sitio el más peligroso de todos.
Aquella noche de finales del mes de abril, el bello teatro de la Opera de Londres resplandecía con las luces y esplendor de la fiesta. Hacía mucho tiempo que al Covent Garden no habían concurrido tantas y tan destacadas personalidades de la aristocracia inglesa, pues no siempre se celebraban funciones tan atractivas como la que el Comité de Damas de Ayuda a la Nación había organizado para reunir fondos con que comprar material de guerra, según el plan de rearme del Reino Unido.
Muellemente tumbado sobre una cómoda butacona y con un excelente habano entre los labios, Pogge se dedicada aquella tarde a estudiar con suma atención el contenido de un libro escrito con caracteres extraños, que le denunciaban a la legua como impreso en países lejanos y exóticos. Antony, que acababa de llegar de la calle, echó un vistazo al libro, y haciendo un gesto dubitativo, indicador de que no confiaba mucho en el estado normal de su amigo, preguntó irónicamente...
Max Pogge, después del último y accidentado robo del preciado talismán de Buda, había desaparecido de Londres, donde todo lo más florido de Scotland Yard, con Graven a la cabeza le buscaba con verdadero ahínco. Pogge, que era un sibarita, al llegar el verano había decidido, como en años anteriores, tomar las aguas para el hígado, del que aseguraba encontrarse bastante mal, aunque poseía unas vísceras envidiables, y, después de dar licencia a sus colaboradores para marchar adonde más les conviniera, decidió, por su parte, dirigirse a la playa del Norte de Escocia, despidiéndose de sus amigos hasta el día 15 de septiembre, fecha en que debían reunirse de nuevo.
Aquella mañana de principios de octubre, Max Pogge se encontraba bastante aburrido. Londres empezaba a cubrirse de su tradicional y molesta bruma, y el famoso estafador, sentado al pie de la chimenea, fumaba sin descanso, y se dedicaba a contemplar el borroso paisaje a través del hermoso ventanal de su segundo piso de Waterloo Street.
Max Pogge se aburría extraordinariamente. Después de los últimos y brillantes golpes que había dado, con singular suerte, ya nada tenía aliciente para él y no encontraba emoción en cuanto le rodeaba.
Un atardecer del mes de septiembre, el transatlántico «Croydon» hacía escala en Dover, después de una feliz travesía desde la India. El barco, cargado de pasaje, dejó en dicho importante puerto más de doscientos pasajeros, que se esparcieron por la ciudad en busca de alojamiento unos y otros haciendo tiempo para tomar el tren que habría de conducirles a diversas localidades del interior, punto final de su viaje.
Max Pogge, el célebre ladrón de alto copete, a quien toda la Policía metropolitana de Londres buscaba con ahínco, se aburría soberanamente a muy poca distancia de Scotland Yard, donde todos los agentes a las órdenes de míster Jergenson se afanaban en encontrar una pista segura que les condujese hasta el celebérrimo estafador, por cuya captura había ofrecido el ministro de Asuntos Interiores cinco mil libras.