Era el que tenía el equipo más numeroso y la mayor cantidad de reses. Su carácter era violento. En realidad odiaba a la humanidad en general, porque a su enorme fealdad se unía la cicatriz que cruzaba su mejilla izquierda, deformando más su espantoso rostro. Era cierto que su esposa se vio forzada a casarse en virtud de amenazas hacia su familia. Y todos sabían que Wylie era muy capaz de cumplir tales amenazas. Eran varias las personas que habían sido muertas por él. Dos de ellas, colgadas.
Dos semanas después de la muerte de Mindem, presentóse el juez Walker en el rancho y solicitó hablar con Nye, a lo que éste accedió, sin poder ocultar su miedo, que consideraba justificado.
Segundos después, un grupo formado por seis hombres partía hacia las afueras del pueblo. Durante el camino, el forastero, no pronunció una sola palabra. Iba encabezando el grupo y, con disimulo, miró hacia atrás por el rabillo del ojo y vio al de la placa hablando con el doctor. El forastero detuvo su montura y todos le imitaron.
El joven vestido de vaquero fue el primero en levantarse.
Escribió unas cartas, que entregó al guardaestación para que las llevara la muchacha en su viaje de regreso.
Cuando Walter se levantó, Spencer, que así se llamaba el vaquero, se mostró inquieto por la tardanza de Olivia.
En los lujosos salones de la casa del gobernador de Virginia se celebraba una gran fiesta, a la que habían acudido los ciudadanos más distinguidos de Richmond, capital del territorio, con sus respectivas esposas. El Ejército del Sur hacía dos años que había entregado sus armas en el día de la fecha. Aprovechándose de las circunstancias fueron muchos los que se enriquecieron, matando si era preciso.
En Cheyenne, capital del territorio de Wyoming, un hombre, de edad avanzada, era conducido por las autoridades de la ciudad a uno de los locales más importantes de la misma para ser juzgado.
Watson Peck, cuya fama como criador de ganado había atravesado todas las fronteras del territorio, era un hombre de los llamados altos, pelo canoso y de constitución fuerte. Sus vivos ojos bailoteaban nerviosos no dando crédito a lo que estaba ocurriendo.
Varios vaqueros entraron en el local hablando entre ellos.
Ana, la dueña, les contemplaba en silencio. Para que entraran, hubo de apartarse de la puerta, ya que estaba apoyada en el quicio de la misma.
El barman, que se hallaba limpiando el mostrador, miró hacia ellos y exclamó:
—¡Habéis madrugado! Estamos de limpieza aún.
No era posible moverse en el local.
Era amplio, pero tal la cantidad de clientes que se hacía difícil dar un solo paso.
Todos los que estaban en el mismo miraban con atención cuánto había en él y que denotaba un lujo asiático a la vez que un gusto exquisito.
Se inauguraba ese día y fueron varias semanas de espera de este acontecimiento.
En la población había por lo menos trescientos locales más de ese tipo; pero ninguno, desde luego, decorado con tanto gusto y lujo parecido.
El piso estaba alfombrado y en las paredes cuadros y espejos valiosos. El mobiliario a tono con la ornamentación.
Después de marcar el último ternero, Víctor se limpió el sudor que corría por su frente. Abandonó el hierro de marcar junto al fuego y buscó la sombra de un sicomoro, cerca del arroyo, y se dejó caer completamente rendido. Era un hombre de buena figura, más bien delgado y, sin embargo, en sus antebrazos, al aire por tener la camisa remangada, se apreciaban fuertes y fibrosos músculos. Las sienes tenían la blancura que dan los años, aunque no parecía muy viejo. Si acaso, unos cuarenta años.
Era de estatura normal, de cabello bronceado y de ojos muy azules y grandes. Pesaría poco más de la mitad que él, pero había en su aspecto una fuerza extraña y una gran decisión de carácter. Como por fenómeno telepático, ella observó de igual forma al vaquero de gran talla y armónicas líneas. Su rostro era a veces inexpresivo, y otras, sus ojos oscuros adquirían un brillo que debía imponer a los demás. Todo en su persona radiaba confianza en sí mismo. Lo que más le sorprendía a ella eran aquellas manos tan largas y delicadas que no armonizaban con el atuendo de vaquero ni con las seguridades dadas por él de ser un hombre de fuerza. Y su expresión no era ruda. El tono de su voz era acariciador y agradable. Vestido de otra forma podría pasar muy bien por un caballero de ciudad.
Los asistentes al saloon aplauden la última canción de Helen.
Ha sido, como la mayoría de su repertorio, una canción picaresca y atrevida.
La muchacha, complacida, va hasta la mesa en la que están sus admiradores.
Entre ellos está Henry Croissat, abogado de la ciudad, que viste con llamativa elegancia.
También se halla el ayudante del director de las minas Montana, la compañía más fuerte en Butte, que controla las mejores minas de cobre existentes en aquellos contornos. Este ayudante, llamado John Durrant, se pone en pie para ofrecer asiento a la cantante.
El propietario del local, que está con los aludidos, dice:
—¡Muy bien, Helen! ¡Muy bien! Éstas son las canciones de verdadero éxito, te irás convenciendo de ello.
—Sí, ya lo veo —comentó ella al sentarse.
Henry Cross, uno de los ganaderos más importantes de la zona, entró sonriente en el local de Ralph Beth, saludando a los reunidos en general. Todos respondieron al saludo del ranchero, menos los que, sentados a las mesas de tapete verde, estaban ensimismados en sus partidas de póquer, juego a que eran tan aficionados los cow-boys. Henry Cross se aproximó al mostrador y, apoyando los codos en el mismo, dijo al barman: —¡Dame un buen vaso de whisky con mucha soda, Lud! ¡Es mucho el polvo que estamos tragando estos días con el dichoso rodeo!
Pero el vaquero les atrapó con sus enormes manazas y les puso en pie con facilidad. Hannover trató de ir a sus armas. La rodilla del vaquero le entró en el vientre con tanta violencia que lanzó un grito de dolor. Repitió casi en el acto el golpe con el otro. Les soltó del cuello y golpeó con los puños en los rostros de ambos.
A consecuencia de la gran inmigración que atrajo el descubrimiento de oro en Sutter, California, toda la parte norte del Estado, y especialmente en las proximidades de los cursos fluviales, quedó poblada debido al afán de los ambiciosos por encontrar el áureo metal en todos los riachuelos de mayor o menor importancia que no estuvieran muy alejados de Sacramento. Más tarde, el exceso de buscadores sin fortuna, en movimiento de reflujo, retrocedió hacia el interior, cruzando Washoe (Nevada), las tierras de los Mormones (Utah) y llegando hasta Colorado y Wyoming.
En Monterrey había varias familias que se habían cruzado con los “invasores”, como llamaban a los americanos los naturales. Había varias casonas de las hidalgas familias que tenían años antes todo California para ellos solos. Los Herrero llegaban en sus posesiones hasta Sonora, distancia que no se podía recorrer en varios días sobre un veloz caballo. Unas seiscientas millas de valles, montañas, ríos y praderas. La ganadería que criaban no guardaba relación con la enorme extensión de las propiedades.
—Desde que tú has llegado, mamá está mucho más animada. Cuando sucedió lo de papá, estuvo a punto de enterrarla... No te puedes imaginar cómo ha estado. Fue horrible.. —Hay que procurar olvidarlo, Mauren. Ya no tiene remedio. Peor momento pasé yo cuando contemplé su cadáver... No te puedes imaginar de qué manera murió. Abrazándose a su hermano, la muchacha lloró. —Tranquilízate, Mauren. Que no te vea mamá.
—¿Cuánto debéis a Slim? —preguntó Bill a su madre y hermana. —¿Quién te ha hablado de ello? —inquirió la hermana, asustada. —Eso no importa. Lo que necesito saber es cuánto le debéis. —Cinco mil dólares —respondió la madre—. Creí que podría repoblar esto de ganadería, pero me mataron las reses que mandé traer. Fue obra de Slim, pero no he podido demostrarlo, y preferí callar para que no se metieran con nosotras. Creía que iba a conseguir el amor de Nora y estuvo cariñoso al principio... Hace poco que se ha quitado la máscara, y nos quitará el rancho si no le pagamos antes del año. —¿Cuándo cumple el plazo? —Dentro de dos semanas.
Los que estaban en la estación por tener hábito de ir a ella para ver el movimiento de trenes, que era bastante inferior a lo que sería su deseo, miraban sorprendidos a Larry. Sabían que había sido llamado por el fiscal general y se comentó en los locales que esa llamada se debía a la presión de los amigos en la capital. Y desde luego estaban pendientes del nombramiento de otro juez, cuyo nombre había sido señalado a esos amigos de Santa Fe.
Cada día llegaban más forasteros que se dedicaban a la obtención de petróleo y los ganaderos soñaban con un río de ese oro negro en su propiedad. Como pasó en California, más tarde en Nevada en Colorado y en Montana, se produjo un tropel enorme. Y todos querían y estaban decididos a vivir del petróleo. Eran verdadera legión los que afirmaban que eran técnicos y especialistas. El número de sáloons aumentó en un mes solamente, en nueve.
Kearney había vuelto a ocupar su puesto, luchando heroicamente junto a sus compañeros.
En el fragor de la batalla, James Warren, joven teniente del Ejército del Norte, contemplaba con profunda admiración el heroísmo de aquel grupo de valientes.
Lee y el capitán Corbett cayeron con varios soldados, víctimas de la terrible explosión que estalló junto a ellos.
Kearney corrió como un loco junto al amigo. El capitán, milagrosamente, no había sufrido herida alguna. Sin embargo, el teniente Lee, quedó con el rostro ensangrentado.