A juzgar por la forma de caminar de Sam Baylor, no había duda que debía ser presa de un horrible cansancio. Iba tan encorvado, que a pesar de que era un joven de gran estatura, daba la impresión de todo lo contrario. Sus brazos caídos hacia adelante, se balanceaban inertes y sin ritmo armonioso que hablaban por sí mismo de una carencia total de energía. Sus piernas, completamente dobladas por las corvas, temblaban a cada paso, mientras arrastraba los pies por la arena abrasadora del desierto de Mojave.
En Roswell y en el amplio local, propiedad de Jeremy, se iban reuniendo todos los ganaderos y comerciantes de la comarca, para celebrar una reunión convocada por el sheriff. Al ignorar todos las causas, por las que el sheriff celebraba aquella reunión, esperaban con impaciencia su llegada. Hablando por grupos, todos trataban de adivinar las posibles razones que pudieran motivar o justificar, aquella reunión. Ignorancia que provocaba un sinfín de comentarios injustificados.
El capitán, desde el puente, miraba al grupo. Y como había dicho una de ellas, corrieron la mayoría junto a la borda para echar de su cuerpo cuanto habían comido en varias semanas. Se dejaban caer sobre las escotillas de otras bodegas cubiertas con lona. Agradecían las salpicaduras de agua que llegaban a ellas al romper las olas sobre la amura del barco. Pero el cabeceo de proa a popa parecía que les dejaba el estómago pegado a la garganta. Era desesperado ese movimiento.
La joven y bella muchacha se retiró una vez cumplida su obligación. Terry y su esposa rindieron pleitesía a la honorable familia. Ambas mujeres entablaron animada conversación, segundos más tarde. Los recién llegados curiosearon el mobiliario con descarado interés.
Con una sonrisa se despidió el capitán. Salió de la clínica mucho más tranquilo que había entrado. Moody era el mejor amigo que tenia en Lubbock. Una de las muchachas que servían de reclamo en el Amarillo, considerado como el mejor salean de la ruta de Texas, le obligó a detenerse.
Recordaba que ella al inaugurar el local, no puso mesas para juegos, pero el barman y James, que se hizo amigo de ella en el hotel donde estuvo hospedada hasta que terminaron las obras, le convencieron para que pusiera mesas para que los conductores, ganaderos y vaqueros se entretuvieran. Quedó muy preocupada. Era un poco caprichosa y sobre todo, soberbia. No le agradaba la actitud de Myrna.
Era una lucha entre dos titanes. El caballo solía volver la cabeza con intención de morder el rostro del jinete. Y este le acariciaba hablándole con cariño... Pero no por ello cedía su encono. Encono que solo duraba el tiempo que el jinete estaba sobre el lomo. Cuando desmontaba, el caballo se unía a los otros que estaban en la segunda empalizada. No se preocupaba de quien poco antes había intentado morder. Sentada sobre la empalizada, Grace contemplaba la pelea entre los dos. Y reía complacida porque se daba cuenta que era el jinete el que ganaba terreno.
—¿Sabes algo de Sam? Me tiene muy preocupado su silencio.
—Buenas noticias, Job… A pesar de los impedimentos que se le han ido poniendo, terminó su carrera por fin. ¡Estaba convencido que lo conseguiría!
—Me estás engañando… ¡Son bromas demasiado pesadas, Paul!
—Hablo en serio. Te enseñaré su carta en la que me comunica esta gran noticia. Hay otra para ti.
El viejo Job la tomó nervioso en sus manos.
—¿Te importaría leérmela, Paul? No puedo leer sin gafas…
Los ayudantes del sheriff , que tenían la misión de evitar la entrada a quienes no tuviesen algún cargo representativo de autoridad en la ciudad, no se atrevieron a negar el paso a míster Clifton Stone.
Las autoridades reunidas allí, estaban pendientes del doctor que atendía al herido, a quien habían colocado en uno de los camastros de una de las celdas.
Clifton Stone se aproximó a la celda, contemplando, en silencio, al herido.
Cuando los reunidos se fijaron en él, le saludaron con simpatía.
Anne y Joe abandonaron el local, para dar un paseo.
En la calle se encontraron con el juez, que se unió a ellos.
Mientras paseaban, los tres conversaron animadamente.
El juez les habló de la mayoría de los propietarios de locales, explicándoles sus virtudes y defectos.
Mientras le escuchaban, ambos jóvenes sonreían.
El jinete que caminaba lentamente por el centro de la calzada, hundiéndose hasta los tobillos en el polvo, miraba en todas direcciones. A la puerta de las casas y de los establecimientos había personas apoyadas en el quicio de las puertas. Antes de llegar a la altura de alguna de esas puertas, aparecía otra persona para mirarle, lo que indicaba que esa segunda persona había sido llamada. Por fin, el jinete se detuvo frente a un letrero, sobre una puerta, que decía ser hotel. Y a la puerta, curiosa, había una muchacha joven, que sonreía. Sin salir de la calzada ni subir los escalones que separaban ésta de la entrada al hotel, preguntó: —¿Empleada? —Dueña.
Una vez en la ciudad, entraron en un saloon que Walter sabía era de Peter. Y bebieron un whisky. Peter se reunió con unos amigos, y Walter seguía ante el mostrador. Peter, al hablar con los amigos, se iba serenando. Walter, en cambio, estaba preocupado y asustado. En la ciudad se temía a Peter. Su equipo se había ido imponiendo día a día. Y a pesar de la importancia de la ciudad, temblaban ante ese equipo.
Habría caminado casi media milla por esa calle, cuando vio frente a él, sobre una puerta amplia, un letrero sobre una tabla, que decía ser Hotel Saloon. Preferiría sólo hotel, pero no era cuestión de seguir buscando. Dejó la brida del animal sobre la talanquera sin amarrar y ascendió los escalones que separaban la entrada del hotel de la calzada donde el jinete se hallaba. Y una vez ante la puerta, sacudió con violencia su sombrero y una nube de polvo le envolvió. Con el mismo sombrero sacudió los pantalones y las altas botas de montar. Uno de los que estaban ante la puerta y que le miraba curioso, protestó del polvo.
Al principio de llegar Ellery no agradó la presencia en esos pastos de centenares de ovejas, En el pueblo se comentaba con desagrado la presencia de ese ganado y eso que ya no había el encono de años antes. Y empezaban a admitir algunos ganaderos que era más productiva la oveja que el ganado bovino y necesitaba menos empleados. También sorprendió la raza de los perros que llevó con las ovejas. No habían visto nunca unos perros tan corpulentos.
Still cumplió su palabra. Estuvo hablando con Hill. Y éste le pidió a su capataz que eligiera a seis de los más belicosos del rancho. Y elegirán cuando la muchacha llegara con Peter. Así le harían acudir en ayuda de ella… Y Still dijo que sería admirable que se castigara a ese ganadero. Still dijo que no debían saber que era una petición suya. Y le tranquilizó Hill, asegurando que no se sabría.
Se agolpaban los curiosos ante el escaparate en que estaban expuestas las armas y la silla de montar que como premio se añadían para los ganadores de los ejercicios ese año. Y los premios, por capricho de los amigos del gobernador, invitados por éste, habían entregado dinero para agregar a la cantidad acordada por la comisión de festejos. Y al repartir lo añadido a lo acordado, resultó a tres mil dólares el premio al ganador de cada ejercicio.
Las armas y la silla eran regaladas por el dueño del saloon Spanish. El periódico de la ciudad hizo saber la importancia de los premios, un mes antes de la fecha de las fiestas.
El sheriff, observándole, sonreía con cierta tristeza. Sabía, por lo mucho que el joven quería a su abuelo, que debía estar pasando unos momentos de verdadera desesperación. Y lo peor de todo es que estaba convencido, por los informes que el juez le había dado, de la culpabilidad del detenido.
El teniente fue a la cantina donde sabía que estaba el mayor y como iba muy nervioso le dio cuenta de lo sucedido en el despacho del coronel y en el comedor. —¡No estaba cargado el rifle, pero él creía que lo estaba y se ha desmayado al ver que oprimía el gatillo! —¿Es qué está loca esa mujer? —dijo el mayor— ¿Es que no sabe el delito que es lo que ha hecho...? —¿Por qué le daba el coronel la orden de traer a Betty arrastrando? —dijo el capitán que estaba allí. —¡Es su padre! —dijo el mayor.
El padre de Verónica entró en el interior de la vivienda. Seguía muy enfadado. Y como conocía a su hija, estaba seguro de que no le dejaría comprar una piel más. Le habían escrito de la compañía haciéndole saber que era la hija la encargada de la factoría de la compañía en esa zona.
Sonriendo, vanidoso a los que encontraban por la calle, iba un grupo dando gritos, con ¡vivas!, al nuevo sheriff, que iba en el centro del grupo, sacando pecho al caminar para que se viera la placa que muy brillante lucía orgulloso.