El clímax que una campaña electoral provocaba en cualquier Estado de la Unión, se diferenciaba mucho si el Estado, en ese ambiente, era del Oeste. Los comentarios estaban saturados de un sabor político especial. Y en esos comentarios se dividían las simpatías de los elegidos como candidatos. Era corriente que se eligiera en la Convención de cada Partido a las figuras dentro de los mismos con más relieve y más conocidos.
Fue muy frecuente en la colonización del Oeste que en los pueblos fuera el saloon la construcción más importante, alrededor de la cual se poblaba de viviendas. El saloon era el punto de reunión obligado, donde se debatían todos los problemas que se planteaban a la comunidad. De ahí que la propiedad de ese local ejerciera una gran influencia sobre los habitantes.
Lo que empezó como una variedad festera, que se extendió por la mayoría de los pueblos del Oeste, acabó siendo para algunos un floreciente negocio, que la ambición y la codicia fueron conviniéndolo en una picaresca delictiva.
Genéricamente se llamó a esa fiesta de principio, simplemente rodeo. Y el nombre continuó así. Pero ya, convertido en espectáculo de masas y con pago de una cantidad como espectador y otra distinta si quería participar.
Para Liz era una buena noticia saber que habían visto a Upton, comprador de reses que solía visitar la población y en especial a los ganaderos cada un número determinado de meses. Era lo que ella esperaba para salir de la situación, que se estaba haciendo angustiosa. Y que solo ella sabía. Sin embargo, había otra persona que estaba bien informada. Sospechaba del director del banco por su amistad con Charles, ya que era este el que le informaba y por eso aseguraba Charles que pronto tendría que vender si quería comer.
Relinchó con fuerza al ser castigado el caballo que montaba el sheriff.
Al llegar junto al hombre que había descubierto las huellas que buscaban, desmontó.
Las pisadas eran recientes.
Después de un rápido reconocimiento ocular a su alrededor, dijo el de la placa...
Se dio con bastante frecuencia en la colonización del Oeste, casos de familias llegadas a la vez que, por distintas causas, de ambición unas y de envidias otras, ese cáncer social, se fueron separando. Hasta llegar a la separación y el encono.
Loretta era la propietaria del Paraíso que estaba asombrada y bastante incrédula de lo que observaba día a día y noche a noche. Cada tarde, la concurrencia era mayor. Cada día era menor el número de sillas sin clientes. Se movía con naturalidad, indagando si se encontraban complacidos. Felicitaba a las empleadas por su forma de acompañar a bebedores para no sentirse aislados. Antes de la inauguración, había conversado con las empleadas y les decía que no era sencillo lo que les iba a pedir. Que se movieran entre el lodo sin marchar el vestido. Y añadía que podía conseguirse.
Donald acudió a la llamada y se quedó sorprendido al ver que era una mujer y joven, la que había llamado.
—¿Es ésta la casa de mister Stafford?
—En efecto.
—¿Está él en casa?
—Un momento. ¿La anuncio?
—No me conoce por el nombre.
—¿No será usted miss Elsie de quien el señorito Allan habla con frecuencia? —No hay duda que sabe usted pensar. Yo soy, sí.
—Avisaré al señor.
Sandra marchó a la población para saber si había alguna carta para ella. Le gustaría saber quiénes de las amigas eran las que se presentaban allí. Amanda, aunque llamaba almacén a su casa, que en realidad lo era no agradaba llamarlo asi. Los que entraban en ese local, lo hacían en realidad para beber whisky. La dueña había sido compañera de Sandra en el colegio del pueblo antes de ir a otros del Este. Entró en el local y Amanda preguntó si sabia cuándo llegaban esos amigos.
Laramie se había convertido en un verdadero infierno para las personas tranquilas y honradas. En el saloon Oreen, propiedad de Dickson, había cada vez más bullicio. Iba llenándose y la musiquilla no cesaba de emitir sus notas desafinadas que a los bailarines les parecía melodiosa en extremo. Sin embargo, presagiábase tormenta a juzgar por la actitud de todos, que con frecuencia echaban mano a sus armas para comprobar si salían con facilidad de sus fundas.
Lucy, la dueña del hotel saloon Erizo, miraba sonriente a los que entraban en ese momento en el local. Los cuatro entraban riendo y hablando entre ellos.
Los clientes que en esos momentos había ante el mostrador dejaban el espacio libre ante el mostrador, que ocuparon los que entraron.
Maud, una de las tres empleadas que tenía y que era la preferida de Lucy, estaba atendiendo a unos clientes que ocupaban una mesa.
—¡Maud! —dijo uno de los recién entrados—. Una botella de whisky y cuatro vasos a esa mesa —y señaló la indicada—. Invitación de la casa, ¿verdad, Lucy?
El barman miró a Lucy, que le hizo una señal afirmativa.
Minutos más tarde, cuando Sanford se alejaba de aquel grupo de vaqueros, iba preocupado. La actitud de Houston no le gustaba. Sabía que era una mala persona y que terminaría complicando la vida al joven Chester Beck. Dispuesto a hablar seriamente con Selma, se dedicó a preguntar por ellos.
Pero el de la placa no estaba de acuerdo. La muchacha colocó el rifle en la funda del caballo de nuevo, y marchó hacia la plaza. Los de la posta estaban metidos en ella, asustados. Dentro estaba uno de los hombres del equipo de Lees.
En Austin había un movimiento extraordinario de forasteros. Y no era por estar en fiestas, ya que éstas habían sido casi dos meses antes. La causa de esta animación en las calles y en particular en los saloons, bares y clubs, era el juicio contra un capitán de los rurales. Había sido detenido un mes antes, acusado de complicidad con los contrabandistas que andaban por El Paso, la ciudad “sin ley” de Texas. Acusación que había sorprendido a la población de San Antonio, en la que el acusado había estado bastante tiempo destinado.
Tucuncary era una pequeña población, muy pequeña. Y míster Bruce Roswell uno de sus pocos habitantes. Pero esa pequeña población tenía un encanto para él. ¡La tranquilidad! Tenía una esposa: Maud, y una hija: Peggy.
La relaciones matrimoniales no se podía decir que fueran muy armoniosas. Pero Bruce tenía una gran virtud: tenía una dosis excelente de paciencia. Y cuando Maud, enfadada, y se enfadaba con frecuencia, le gritaba, miraba sonriendo a su esposa y no decía nada. Esto era lo que más enfurecía a Maud.
La propiedad que tenía era modesta como modesta era la vivienda.
En sus enfados, después de insultarle, le amenazaba con marchar. Pero esto lo había dicho centenares de veces.
Grace Slade, propietaria del saloon Red, era una especie de «institución» en Cheyenne. Era sin duda alguna la mujer más estimada de la ciudad. Entre los dos centenares de locales que había en Cheyenne, había bastantes mujeres al frente de locales, similares en la instalación al Red, pero Grace era un caso extraordinario. Con la indudable estimación, iba un respeto hacia la persona. Y cuando salía de su local, era saludada por las mujeres que se cruzaban con ella.
Los viajeros en el mismo vagón, se miraban en silencio… Cada uno iba pensando en sus cosas. Y no era tiempo aún para las primeras palabras que solían decirse en situaciones como ésa.
Era lógico que las miradas de los ocupantes recayeran sobre una joven de gran belleza y única mujer que iba en ese departamento: La joven iba violenta y trataba de fijar su atención en el paisaje, visto a través de la ventanilla que había junto a ella. De este modo, eludía el mirar a los viajeros. Pero lo que llamó la atención, no fue la belleza de la joven, sino la inquietud de uno de los viajeros que se levantaba cada vez que el tren se detenía y escuchaba el tiempo de parada, descendía del vagón y regresaba en el momento de volver a poner en movimiento.
Esa mañana, en los muelles de Pall, dábase cita lo más heterogéneo de la población. Acudían de todas las clases sociales y las más distintas profesiones. La guerra de Secesión, no hacía mucho que había terminado, por lo cual se veían en los hombres una mezcla extraña de vestuario. El barco que llegaba de Topeka atracaba en esos momentos en el muelle y los curiosos e interesados que esperaban en el mismo, se apiñaban para subir a él.
Varios viajeros dejaron de jugar y se acercaron a la mesa donde Mac jugaba. El croupier hizo señas a uno de los empleados del barco y habló con él. Poco después, éste salía. Regresó poco más tarde con el capitán.
Su padre, sin pérdida de un solo segundo y con gran seriedad, censuró duramente la actitud del hijo.
Los asesores del padre, viendo el asombro que las palabras de éste causaba al joven, sonreían comprensivos.
Y todos, apoyando el criterio del padre, intentaron convencer al joven para que no prestara oídos a cuánto escuchase sobre el padre.
Alan, impasible y respetuoso, escuchó con atención al padre y a quienes con él estaban.