La supernave Galax-09 era como un destello de luz perdido entre millones de luces cósmicas. Como una estela luminosa trazada por un astro errante a través de la negrura infinita del Cosmos.Sin embargo, esa insignificancia aparente lo era sólo en comparación con la grandeza sin límites del Universo. Vista de cerca por algún observador, le hubiera parecido un auténtico coloso del espacio.
Lentamente, los rostros de los demás viajeros se volvieron hacia él. Todos reflejaron una misma expresión de incertidumbre, casi de zozobra y temor.—¿Grave? —se atrevió a indagar Rick McDarren.—Muy grave, sí —admitió seriamente el comandante, sin mover un músculo de su moreno rostro curtido.
Pareció vacilar unos momentos. Miró a uno y otro lado de la apacible y recoleta calle londinense, apenas transitada a aquella hora de la tarde y con tan frío cierzo recorriendo su trazado y levantando la hojarasca caída de los árboles situados tras las verjas de las viviendas tradicionalmente británicas.Luego, con una repentina decisión, subió dos escalones y pulsó el timbre situado a un lado de la puerta, justamente bajo la placa de latón. Esperó pacientemente.
El delincuente se había encerrado en la Torre de la Ciudad.El agente de Seguridad Wadko escudriñó el resplandeciente recinto cilíndrico, rematado por la gran plataforma visual de plástico vitrificado que dominaba toda la ciudad.
No podía dar crédito a su mente, a lo que estaba pensando. A lo que conocía en estos momentos.No sólo eso, sino que nadie, absolutamente nadie en parte alguna, podría jamás darle crédito a él. Los tiempos podían haber cambiado para muchas cosas. Pero la capacidad humana de comprensión y de credulidad, tenía sus límites, a pesar de todo. Y eso era, sencillamente, lo que ocurría. Que era increíble. Inaceptable. Demencial, dicho en una sola y concreta palabra.
El estruendo de las batallas fugaces y devastadoras era ya solamente olvido y mutismo. Velos de silencio, como jirones espesos de nieblas eternas, flotaban sobre aquel lugar. Y sobre todos los lugares. Sobre aquellas cosas. Y sobre todas las cosas. Sobre aquellas aguas y aquellas cumbres, sobre aquellos llanos y aquellos desfiladeros, lo mismo que sobre todas las aguas, todos los llanos, todas las cumbres y todos los desfiladeros del mundo.Era el Silencio.
Hoy en día, el sabio reinado de la Dinastía Urh permitía una larga y próspera paz a los pueblos de Ikkar. Los ejércitos habían sido virtualmente licenciados, salvo unos escasos y seleccionados cuerpos de milicia como era la Guardia Real, a la que el joven Garko pertenecía.Cierto que la misión tenía, cuando menos, un aspecto fascinante y hasta poco tranquilizador para Garko y sus hombres. El lugar a explorar no era precisamente uno de los más conocidos de Ikkar. Por el contrario, se trataba de un paraje solitario y poco recomendable, por una serie de razones históricas y geográficas.
Omicrón-2 se desperezó inesperadamente. Y terminó un sueño de siglos. Omicrón-2 no notó cansancio. Tampoco advirtió aturdimiento o torpeza en sus reacciones internas más elementales. No notó nada, para ser exactos. Era como si hubiera despertado de un simple letargo de horas. Una siesta, como le llamaban allá, en algunos lugares más al sur de donde él naciera. —El sueño ha terminado —dijo, casi con monotonía—. Hay que tomar el desayuno. Y como Omicrón-2 era eminentemente práctico y servicial, no se limitó a exponer una necesidad, sino que procedió a resolverla del modo más adecuado posible. Sencillamente, preparó el desayuno. Un momento después, estaba servido.
El proyecto había sido un absoluto fracaso que costó muchos millones de dólares a la administración norteamericana y sus resultados distaron mucho de ser lo halagüeños que la NASA y el Gobierno esperaban.Realmente, se habían perdido casi todas las esperanzas de que regresara alguno de ellos, cuando se detectó el retorno a la Tierra de la cápsula Z-ll, única que regresaba de todas las enviadas para culminar aquel ambicioso proyecto.
El gran edificio blanco ocupaba la colina.A sus alrededores, grandes extensiones de tierra aparecían acotadas por las vallas metálicas que impedían el paso a toda persona ajena a la instalación. Un sendero asfaltado, serpenteando entre los bosques de la zona, conducía hasta la entrada al recinto. Allí, una puerta accionada electrónicamente y vigilada por miembros de la Policía Militar, impedía el paso a cualquier visitante.
La historia había empezado hacía ya mucho, muchísimo tiempo. Pero eso, nadie o casi nadie lo sabía. Y los que se atrevieron a mencionarlo alguna vez, fueron tachados de locos o de visionarios.Sin embargo, un día, ocurrió lo peor. Y ese día, los incrédulos supieron que aquellos pocos tuvieron razón. Pero ya era tarde. Porque ese día, el horror llegó del mar… y el horror era la destrucción y el caos.
La primera persona en intuir la verdad fue una mujer.Las mujeres han tenido siempre una rara sensibilidad para captar aquello que los hombres, habitualmente, tardan mucho más en advertir. Ese caso no fue una excepción. Pero debe admitirse que la mujer que dio el primer paso en el camino de una serie de hechos alucinantes, no todo se lo debió a su imaginación o su sensible naturaleza.
Pero yo, cuando tomé el sobre con el sello color plata, no podía ni imaginar lo que ello significaría en mi vida… y en la de otras personas.Aparentemente, era una carta como todas las demás que acababa de entregarme mi secretaria. El sobre algo más alargado, quizá, y el color del papel de una tonalidad gris azulada. Más que de papel, parecía hecho de un material ligero, semejante a un plástico metalizado. Pero lo cierto es que se abrió con la misma facilidad al impulso de mi cortapapeles.
Todavía hoy, en muchas ocasiones, me despierto bruscamente, bañado en helado sudor, convulso, saliendo de alguna de las aterradoras pesadillas que me asaltan desde que todo aquello quedó atrás en mi vida. Y me pregunto, por unos instantes, estremecido y angustiado, si será posible que haya quedado todo en el pasado, que ya, por fortuna para mí, no pueda volver a aferrarme aquel terror dantesco entre sus heladas zarpas.
Iris miró atrás, con ojos en los que se expresaba claramente el miedo. Sus pupilas violáceas, jaspeadas y hermosas, brillaban con un fulgor cristalino, dilatadas y temerosas.Sin embargo, no había nadie tras ella. Sólo la noche. La inmensa noche cuajada de astros, nebulosas y constelaciones radiantes, destacando como hacinamiento de diamantes sobre el negro terciopelo del infinito. Allí todo se mostraba tranquilo, pacífico.Ella sabía lo engañoso que podía ser todo ello. Lo falso de esas apariencias de sosiego y paz. Detrás de esa mentira se ocultaba un horror sin límites. Algo que podía alcanzarla a ella en cualquier momento.
El comandante consultó su cuaderno de bitácora electrónico en la pantalla tridimensional.Día cinco mil seiscientos doce del período Postnuclear, centuria treinta, sector temporal boreal. Vuelo intergaláctico Cero Uno, con rumbo desconocido. Incidencias a bordo: ninguna. Nacimientos: dos. Defunciones: ninguna. Funcionamiento de la nave: normal. Situación de ruta: Cuadrante vigesimoctavo de la elipse cósmica doce. Velocidad y rumbo previstos.
Había sido un error.Un grave error. Un imperdonable y terrible error. Pero no podía acusar de ello a nadie. No podía enfurecerse con nadie, porque todo y todos estaban demasiado lejos de él para semejante expansión natural.
Eran las 7,30 de la tarde del día 8 de diciembre de 1883. La única y larga calle de Bisbee, Arizona, se mostraba brillantemente iluminada por los faroles y los escaparates de las tiendas, que ya mostraban los regalos de las próximas Navidades. Gente de toda clase y condición deambulaba por las aceras, admirando escaparates. No hacía frío, porque los inviernos en Arizona son, realmente, una primavera benigna. Dos hombres se colocaron en la acera, justamente enfrente al almacén general de «Goldwater & Casteñeda», uno de los establecimientos más importantes de la población.
Con la mano izquierda afianzó sobre su ganchudo apéndice los lentes con montura dorada y tosiendo levemente para aclarar la voz, advirtió: —Craig Roulyn, póngase en pie y escuche el fallo del jurado. El acusado, un hombre joven, fuerte, enérgico, de saliente mentón, ojos negros y brillantes y tez morena, vestido como un vulgar vaquero, se puso en pie a la invitación. En sus labios finos se abocetaba una sonrisa humorística, como si en lugar de encontrarse frente a un tribunal que le iba a juzgar y condenar por un delito probado, se encontrase en una fiesta de rancho donde la invitación tuviese por objeto ensalzar algún hecho heroico o invitarle a beber un vaso de whisky.
Furioso, Emily Rook, el ranchero, arrojó sobre su mesa el pliego de burdo papel que contenía el sobre que acababa de rasgar. Era la tercera vez que recibía el mismo papel con el mismo contenido, aunque cada vez más apremiante. «Los tres Colts», una extraña organización cuyos componentes se ignoraban, se habían obstinado en arrancar un pellizco a su bien cimentada fortuna. Se le exigían veinte mil dólares, nada menos, por dejarle gozar tranquilamente de sus saneadas ganancias y de no entregarlos en un plazo máximo de quince días, entenderíase que estaba dispuesto a arrostrar las consecuencias de su negativa, ateniéndose a los sucesos que se derivasen de ella.