Cuando aquella tarde oscura y lluviosa, casi próximo el anochecer, Cole Boya vio abrirse ante él la sólida puerta de la pequeña cárcel de Post y cerrarse a su espalda con un tétrico portazo, cuando hubo entrado creyó que el mundo se había hundido sobre su cabeza y por un milagro de equilibrio, había quedado apretando con fiereza las cuatro paredes de aquel lúgubre edificio, amenazando con acabar de desplomarse y aplastarle entre sus escombros. Veinticuatro horas antes, se consideraba un hombre feliz y libre. Su situación económica no había sido nunca muy boyante, pero supo defender bien su vida sin grandes ambiciones y, sobre todo, había gozado de un tesoro inestimable que sólo cuando se pierde se valora justamente: la libertad.
a mañana en que Jack Hamilton dio vista al poblado de San Mateo, en el Estado de Nuevo Méjico, el sol se quebró con fuerza en el plateado mango de su Colt ceñido a las caderas. A lomos de su negro y fino caballo, erguido en lo alto de una colina que le permitía distinguir el paisaje en una gran extensión, abarcaba a distancia el poblado que había crecido mucho desde que él lo abandonara; y las feraces tierras que se extendían a derecha e izquierda, tierras que un día fueron de su padre y su tío, y que según las noticias que había recibido casualmente en el exilio, ya no les pertenecían, porque los dos habían muerto a mano armada. Aquellas tierras que fueron propiedad de sus mayores, eran suyas, aunque otros las detentaran por la fuerza y aquel poblado había nacido a impulsos de los suyos, los primeros colonos que se establecieron allí, y a cuyo amparo otros llegados posteriormente asentaron sus tacones y formaron una pequeña comunidad, que con los años se había desarrollado más que él suponía.
Éste, un hombre ya frisando en los treinta años, de excelente estatura, bien formado de cuerpo, de rostro un poco pálido quizá porque el rubio de sus ensortijados cabellos comía un tanto el color de la piel, se hallaba sentado detrás de su mesa, contando un pequeño puñado de billetes y algunas monedas de plata de a dólar. Estaba haciendo diversos montones con arreglo a una lista que tenía delante de él y cuando acabó de distribuir el dinero, exclamó con voz incolora, en la que no había vibraciones que desentonasen acusando el estado de ánimo del ranchero: —Amigos, ésta es la última nómina que cobráis por conducto mío. Con la liquidación que voy a haceros, os despido de mi servicio, porque como sabéis y ya es del dominio público, el rancho pasa a poder de Edward Heller, a causa de la hipoteca que pesaba sobre mi hacienda y que no he podido rescatar a pesar de los esfuerzos que realicé últimamente para evitar quedarme en la ruina.
Era un momento culminante en el que todos estaban muy lejos de sospechar que el soplo purificador que había de barrer tanta lepra y tanta podredumbre se estaba incubando en un establo y que sería una vaca rebelde a ser ordeñada, la que con una voz inocente habría de cocear a todo un enorme poblado sumiéndole en el fuego, la ruina, la muerte y el pánico. El corazón de Chicago, lo que más tarde sería lo más nuevo, moderno y sorprendente de la época, era entonces el barrio más pobre, más sórdido, más sucio y más canalla del mundo. Los garitos, las casas de mala nota, las tabernas lóbregas, donde se reunía la hez de la ciudad, todo lo que el vicio y la corrupción encierra de pernicioso, estaba allí representado, sin que al parecer existiese fuerza humana que pudiese eliminarlo.
Desde que Camerón llegara al rancho con aires de presunto heredero y, por lo tanto, presunto dueño de la hacienda, le había sido antipático, pero sobre la antipatía general que sentía hacia él, había algo superlativo que aumentaba el encono y ese algo era la nariz del joven y presunto heredero. En justicia había que reconocer que el apéndice de Camerón era algo destacable y lo único que afeaba su rostro de líneas bien trazadas. Era una nariz que a veces daba la sensación de judaica y otras, la de algo superpuesto, para llamar la atención y hacer que se fijasen en él más detenidamente. En sus ratos de mal humor, Crisp cerraba los ojos y se forjaba en su mente el momento inenarrable en que su duro puño se aplastaba sobre aquel incitante apéndice y lo aplastaba a ambos lados, convirtiéndolo en algo exótico y risible, que, desbordando los carrillos, tenía que llegar a las orejas por ley de elasticidad.
Zelma, con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón vaquero, palpaba los dos puñados de billetes grandes que la loca fortuna le había otorgado en aquella noche memorable para él. Hombre a quien le gustaba tentar la suerte en el tapete verde, nunca había conseguido comprarse un mal sombrero Staton con las ganancias del juego, donde casi siempre se había dejado el sueldo conquistado con duro trabajo en los ranchos donde prestara sus servicios, pero esta vez se había desquitado ampliamente de los golpes que siempre le asestara la loca fortuna. Durante la noche, desde las once que se sentara ante la mesa, a las nueve, que se había levantado, aburrido de aquella atormentadora sesión de juego, había dado un importante pellizco a las ganancias del Casino. Prueba de ello eran aquellos doce mil dólares que atesoraba en sus bolsillos, a cuenta de sesenta, que era el capital que atesoraba cuando se sentó frente al tazón de la ruleta.
Estaba harto de galopar por la llanura y los terrenos escabrosos, dejando a su espalda muchas millas que significaban su libertad, al menos de momento, pero una libertad muy en precario, porque sus posibilidades económicas que habían sido pocas en el arranque de la huida, ahora estaban agotadas completamente. Tres dólares de capital en el bolsillo, mucha fatiga en el cuerpo y el ansia de descansar, pero todo esto con la sombra del peligro o quizá de la muerte rozando los cascos de su agotado y cansado caballo. Pero allí, al menos, se acababa la soledad de las duras jornadas, había luz, bullicio, alegría, ambiente de distracción, algo que disipase el aplastamiento de su situación angustiosa y le proporcionase un sedante a su cerebro atormentado de tanto pensar en el porvenir
Ella, con una rodilla apoyada en el asiento, asomaba parte de su bien torneado busto por el hueco, mirando con ansia, pero no sacaba la mano para despedir a nadie. Miraba fijamente y no soltaba el maletín del que parecía no estar dispuesta a desprenderse. Vibraba el último toque de campana y silbaba impaciente la locomotora, cuando la joven, no pudiendo reprimir un ligero grito, se echó hacia atrás con ímpetu y cerró el cristal, volviéndose y mirando con nerviosismo en torno de ella.
Le conocía hacía mucho tiempo. Spencer siempre se había portado decentemente prometiendo ser un hombre de provecho, y en poco tiempo había dado un cambiazo enorme; empezó a beber, a jugar, a frecuentar amistades que se reputaban dudosas, aunque no hubiese pruebas de que se tratase de elementos fuera de la ley, y esto había dado margen a que en el rancho donde prestaba servicios, se hubiese destacado como una oveja negra hasta el punto de que su patrón, que también le apreciaba enormemente, tuviese que censurarle un día agriamente delante de sus compañeros de equipo.
LEW Totter, riendo a mandíbula batiente a la puerta del hotel del poblado, seguía con hilarante curiosidad los esfuerzos que Denise Allen realizaba para dominar su jaca, una jaca castaña, de finos remos, de preciosa estampa y nervios sensibles, que caracoleaba peligrosa sin permitir que la preciosa muchacha que la montaba pudiera hacerse con ella y reducirla a la quietud.
El tribunal lo componían seis vecinos del poblado. Todos eran hombres a quienes se les consideraba decentes, honrados y nada partidistas y estaba entre ellos el dueño de la funeraria, el herrero, un mozo de granja, un empleado del Ayuntamiento, un talabartero y un peón de un corral de caballos. Todos se retiraron a una estancia próxima y el público que llenaba la sala se entregó a comentar el suceso y a hacer suposiciones por su cuenta respecto a la sentencia que debía o podía dictar el tribunal.
Con un gesto de mano, indicó a los tres peones que se deslizasen por el estrecho atajo, en tanto él con los otros dos, se lanzaban por el sombrío cañón, una angosta fisura de altas paredes de granito que se levantaban casi a pico y no permitían apenas el paso del reflejo solar al fondo. Young iba en vanguardia con el rifle atravesado sobre la silla en previsión de una sorpresa. Temía que los abigeos, al verse descubiertos, la emprendiesen a tiros para poder escapar y no estaba dispuesto a dejarse sorprender.
PATRÓN, Ken Burney, el hijo de Jim Burney, dice que desea hablar con usted. Jake Mansford, el ranchero, quedó tenso al oír el anuncio, había oído hablar algo sobre la vuelta al poblado de Ken, pero lo que menos podía sospechar, era que tratase de entrevistarse con él.
Los pocos clientes que aquella mañana mataban su ocio en la taberna de Jack «El Rojo», en Billings, importante poblado de la parte casi central del Estado de Montana, se sentían un poco sobrecogidos y acobardados, por la actitud de un extraño cliente, que, sentado en un rincón del establecimiento, tenía ante sí una mísera copa de aguardiente. Era un hombre que andaría frisando los veintiocho o los treinta años. En su rostro moreno, casi cetrino, tostado por el sol y el aire, acusaba huellas que lo mismo podían ser de sufrimiento que de hambre. Era un hombre de excelente musculatura y bien conformado esqueleto.
Al término de seis agobiadores años de encierro en la prisión del Estado en Rock Spring, Edmund Naud iba a ser puesto en libertad. Su conducta mansa y sumisa durante aquel largo período, le había valido una rebaja de la mitad en los doce años de prisión que le echaran sobre sus robustas espaldas y, cumplidos éstos, la justicia magnánima, le devolvía la libertad y le reintegraba al seno de la sociedad, aunque esta gracia conseguida por su buen comportamiento no le limpiase de la tara de haber sido condenado por ladrón.
Su acción había sido audaz y espectacular. Tras una laboriosa preparación para no errar en el golpe, pudo reunir todos los difíciles cabos para perpetrar el hecho, pues no era tarea fácil asaltar el Banco de Rawlins, y alzarse con cincuenta mil dólares que en el momento del robo habían quedado depositados en la caja fuerte. Pero Edmund había poseído ingenio y paciencia para organizar el robo.
Kid Corbell había descendido del caballo laxo y sudoroso, para sentarse al pie de un ribazo debajo de un magnífico castaño de frondosas ramas. Era la hora del mediodía, la más dura del verano y el sol caía a plomo encendiendo en oro fundido el paisaje reseco a causa de la falta de lluvia.
De vez en vez, Kid se pasaba la lengua por los resecos labios y se palpaba el bolsillo interior del chaleco, donde en apretados billetes guardaba la bonita fortuna de veinte mil dólares, que de un modo azaroso y no exento de peligro, la fortuna le había ofrecido la noche anterior.
AUGUST Wagenseil, presidente de la prestigiosa empresa “Oklahoma Oil Company”, cuya sede, por razones comerciales, se hallaba establecida en Tulsa, había dado orden de que en tanto él no llamase, no fuese interrumpido para nada.
Tenía una visita muy importante; una visita que podía resolverle muchas dificultades y que precisamente para que el éxito pudiese ser obtenido rápida y rotundamente, debía ser mantenida en secreto.
Stanley Smith era uno de los hombres «duros» que el Oeste daba con alguna frecuencia.
Había conseguido hacerse respetar y temer en una ciudad como Dodge, en la que durante meses se dieron cita los peores gun-men de la Unión.
Hasta su designación como sheriff , este cargo era transitorio.
En un año, la revuelta ciudad, llegó a conocer hasta siete distintos.
De estos siete, cinco fueron enterrados. Los otros dos habían abandonado el cargo por presiones presumidas, pero que no llegaron a conocerse. Y salieron de la población para no regresar más a ella.
El calor era excesivo. Una vaharada constante se levantaba del piso arenoso y seco. A la Posta iban acudiendo los curiosos. Todos ellos en silencio. Y en vez de colocarse ante la misma Posta, lo hacían a distancia. Frente a acuella, había un bar y la característica taberna de Moe.
De los muchos y explosivos acontecimientos que estaban conmoviendo la turbulenta ciudad de Dallas, ninguno tan expresivo y quizá decisivo para la vida del poblado como el que aquella noche se iba a desarrollar en el pequeño despacho del «Club Park», enclavado en el centro de la populosa Lemar Street, a muy escasa distancia del curso del río Trinity, que se deslizaba manso y espejeante al lado oeste de la calzada, y el cual podía ser contemplado desde las amplias ventanas de la sala de juego del club.