El rodeo en el rancho de Fergus Craske había concluido exactamente a las seis y cuarto de la tarde anterior y la agotadora faena, que había durado quince días interminables de esfuerzos y trabajo, no pudo ser más halagüeña en su resultado, pues se habían recogido muchas reses medio perdidas por parajes insospechados, se habían recontado y marcado las crías en un número bastante crecido y el balance arrojaba dos mil reses más de la cuenta, a base de aquel expurgo y aquel aumento de natalidad.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Clarkie, en el Estado de Idaho frente a la parte montañosa de Bitter Root, en cuyas cresterías y sinuosidades rumiaban grandes rebaños de lanudas por ser aquella una parte del Estado más rica en ganado lanar, un viejo se acercó al vagón del que descendía su sobrino Ike Baxter, y extendiéndole sus ya poco enérgicos brazos, le abrazó murmurando:
—Gracias, Ike, por tu visita. Ya creía que nunca más te volvería a ver, y es para mí un consuelo poder verte, aunque sea ésta la última vez que nos encontremos juntos.
Los elementos básicos que sirvieron para la prosperidad y engrandecimiento de los Estados Unidos, sobre todo en la última mitad del pasado siglo, descansaron sobre tres poderosos pilares que lo significaron todo para ese florecimiento colosal de la nación.
Estos tres pilares fueron los astados, las ovejas y el trigo.
La gran demanda de carne para satisfacer a tantos estómagos bien dotados, la necesidad de grandes partidas de lana para las exigencias de las industrias y de los ciudadanos y la apremiante demanda del trigo como indispensable complemento para la alimentación, hicieron que cada uno de los diversos sectores que explotaban estas tres ramas de la producción, se esforzaran en aumentar y expansionar sus rebaños o sus sembrados, sin más cortapisas que las que los imponderables pudiesen oponer a tales ambiciones.
El lugar donde la diligencia había volcado, quedando en una posición extraña a causa de la rotura de su rueda derecha, formaba un amplio descampado en la parte nordeste de Oklahoma.
A la derecha discurría el cauce del Neosho River, que tenía su desagüe más abajo en el Nebraska; a la izquierda corría la divisoria con Kansas, y por debajo cortaba el terreno en sentido horizontal otro afluente del Nebraska. En la parte Norte, el curso del Neosho, irregular e inclinado a su derecha, formaba un arco que casi se unía a la parte más alta de la divisoria de los dos Estados.
El jinete desmontó del caballo y, abriendo la portezuela de trozos de ramas cruzadas, pasó decidido y con la brida del bruto sobre el hombro, caminó entre los árboles, que como un bosque, cubrían el camino poco simétrico que serpenteaba bajo las enramadas que amortiguaban u ocultaban el cauterizante sol que había sido, durante horas, terrible tormento del jinete y de su caballo. Este relinchó, en expresión sin duda de placer, al no sentir el hormigueante cauterio del sol que le obligó a caminar un poco enloquecido. El jinete echóse el sombrero hacia atrás y con el no muy limpio pañuelo que anudaba a su cuello, limpió el sudor, que al mezclarse con polvo plomizo formaba una pasta pesada y molesta, si se secaba sobre la piel, a la que martirizaba, contrayéndola.
—Se ha dado cuenta de que no eres mormón. —¿Por qué? —¡Oh! Ellas conocen muy bien a sus hombres. Fueron interrumpidos en la conversación por el ruido de varias voces ante la puerta y a los pocos segundos, aumentando progresivamente este ruido, aparecieron varios jinetes sacudiendo sus anchos sombreros y restregándose los rostros con las manos callosas. Eran cinco y todos se detuvieron junto a la puerta al ver allí a aquel hombre que era desconocido para ellos.
Eleonor no había querido volver al lugar de la cita con Jeff.
Era cierto que lo estaba deseando, pero su orgullo se lo impedía.
No se le ocurrió pensar que tal vez había visto Jeff que la seguían los vaqueros y por eso no quiso acercarse.
Habíase terminado el rodeo, que en su rancho duró tres días nada más, y se probaban los potros que habían de ir a Santa Fe, para tomar parte en las carreras, con las que el padre de ella contaba a fin de lograr dinero para el pago de su deuda, aunque no tendría bastante ni con eso.
Erguida en el caballo, con el sombrero Stanton echado hacia el cuello y sujeto únicamente por la cinta del barboquejo, dando al sol y al aire su bonita y rubia cabellera, Theresa oteaba el paisaje con ansia. Era más de media tarde. Su hermano Edward había ido al poblado antes de la hora del almuerzo y a pesar de que le había sobrado tiempo para ir y volver, Edward no aparecía. Esta prolongada ausencia de su hermano tenía a Theresa sobre ascuas, pues dado lo tremante de la situación entre los suyos y la familia Marshall, estaba temiendo hubiese tenido un mal encuentro con alguno de sus contrarios y el encuentro hubiese terminado a tiros con perjuicio para el joven Edward.
No tuvieron que repetir la orden.
Las cinco personas que iban sentadas frente a la joven, se levantaron en el acto.
Hasta la muchacha llegaba la vaharada de alcohol que despedían los cinco que ocupaban los asientos abandonados.
Y como iba junto a una ventanilla, miró por ella al paisaje árido que desfilaba ante su vista.
Lee Richardson, en compañía de sus hombres, celebraba en un lujoso local de Dodge City la venta de su manada. Después de varias semanas de fatigas y calamidades en la ruta, era lógico que lo celebrasen bien. Todos estaban muy alegres… Y era natural, ya que habían abusado del whisky que con habilidad solicitaban las muchachas que les atendían. El local o saloon en que Lee y sus hombres se hallaban era propiedad de Montand, uno de los hombres más temidos y respetados de Dodge City.
Anochecía. Un viento fino, pero hiriente soplaba de las márgenes del Canadian River y el paisaje, feraz y lujurioso, que se extendía de derecha a izquierda y de arriba abajo en torno al poblado llamado Plemons, afincado en la ubérrima pradera, se estremecía en oleadas suaves, pero crujientes cuando las ráfagas de viento aumentaban de intensidad. Hasta donde abarcaba la mirada en aquel océano de verdura, apenas si se podían distinguir confusamente algunas cabañas perdidas muy lejos, y, casi donde ya la vista no alcanzaba a distinguir los objetos, la situación confusa de un rancho, cuyos pastos se extendían en una gran extensión buscando las márgenes del río.
Respiró con tranquilidad el encargado de la oficina de la Compañía al oír los gritos de la calle con los que se anunciaba la llegada de la diligencia. Laurence Grant precipitóse hacia la puerta, abriendo la misma de una patada. Los aplausos se multiplicaban a medida que el vehículo se acercaba. Russ corrió hacia el carruaje abriendo la portezuela, por dónde Nancy Grant apareció sonriente.
Los dos jinetes que galopaban como diablos por la abierta llanura del oeste de Colorado, frenaron súbitamente sus caballos y sonrientes, fijaron sus miradas en el tronco de un añoso roble, en donde había clavado algo que oscilaba al ser acariciado por la suave brisa que soplaba aquella mañana primaveral.
El objeto clavado en el árbol era un pasquín y uno de los jinetes estirando su largo brazo, lo aferró por su parte baja, tirando de él y desprendiéndole de su soporte.
—Lo siento, señor Tracy, pero no puedo acceder a lo que me pide. Y con estas tajantes palabras, Sidney Galahat daba por terminada su entrevista con Ray Tracy y su hija Lina, los cuales, agobiados por el peso de su desgracia, miraban al duro ranchero como si éste fuese un monstruo antediluviano, ante el cual el destino les hubiese colocado para luchar con él. Ray era un tipo de baja estatura, encorvado, de piernas estevadas y rostro muy moreno. Su pelo era canoso y rebelde y sus ojos tristes, apagados, faltos casi de luz.
Francisco Caudet Yarza (Frank Caudett) nace en Barcelona en 1939, ya en la infancia manifiesta su inclinación hacia la literatura y se apasiona con la lectura de clásicos franceses y rusos (Dumas, Tolstoi, Verne), autores que simultánea con los españoles de la novela de kiosco como Mallorquí, Donald Curtis, Mark Halloran y otros. Debuta en 1965 en el mundo de los 'bolsilibros' con la madrileña Editorial Rollán que le publica su primer original en la legendaria serie FBI, con el títulode 'Enigma'. Dos años después la barcelonesa Bruguera le ofrece un contratode colaboración en exclusiva para novelas de bolsillo, empresa que comercializa durante años sus originales que rozan los cuatrocientos títulos y que firma con el más conocido de sus seudónimos: Frank Caudett.
Francisco Caudet Yarza (Frank Caudett) nace en Barcelona en 1939, ya en la infancia manifiesta su inclinación hacia la literatura y se apasiona con la lectura de clásicos franceses y rusos (Dumas, Tolstoi, Verne), autores que simultánea con los españoles de la novela de kiosco como Mallorquí, Donald Curtis, Mark Halloran y otros. Debuta en 1965 en el mundo de los 'bolsilibros' con la madrileña Editorial Rollán que le publica su primer original en la legendaria serie FBI, con el títulode 'Enigma'. Dos años después la barcelonesa Bruguera le ofrece un contratode colaboración en exclusiva para novelas de bolsillo, empresa que comercializa durante años sus originales que rozan los cuatrocientos títulos y que firma con el más conocido de sus seudónimos: Frank Caudett.
—¿Se puede entrar?
—¡Víctor Manuel! ¡Qué agradable sorpresa!
—¿Cómo está, mayor? No se levante.
El mayor se puso en pie y estrechó cariñosamente entre sus brazos al joven y elegante mejicano.
—¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos? Tu padre tampoco viene por aquí.
—Anda muy ocupado con los problemas de la hacienda, mayor. Me pidió que viniera a verle. ¿Fue usted quien envió esto?
—Lo hizo mi hija; da una pequeña fiesta con motivo de su cumpleaños. Se llevará una gran sorpresa cuando sepa que estás aquí. ¿Qué tal por Laredo?
Luis García Lecha (Haro, La Rioja, 11 de junio de 1919 - Barcelona, 14 de mayo de 2005), fue un novelista y guionista de cómic español. Funcionario en excedencia, fue uno de los más fecundos escritores de literatura popular o de kiosco española (bolsilibros). Compuso dos mil tres novelas largas de gran variedad de géneros, casi seiscientas de ellas de ciencia ficción, para editoriales especializadas en este tipo de literatura, fundamentalmente de Barcelona, donde estuvo viviendo, como Toray, Bruguera, Ediciones B, Editorial Andina y Ediciones Ceres. Cultivó también el western, el género bélico, el policíaco y el de terror y usó los seudónimos de Clark Carrados, Louis G. Milk, Glenn Parrish, Casey Mendoza, Konrat von Kasella y Elmer Evans.
La dueña del almacén estaba mostrando a la mujer que se hallaba con ella en la tienda las últimas novedades en telas que habían recibido.
Las dos miraron a través de la ventana a la calle, atraídas las miradas por el típico chirrido de las ruedas de un carro al detenerse.
—Es la esposa de Harry Belwin. Mucho llevan luchando con esas tierras.
—Sí. Son muy trabajadores los dos. Bien merecen triunfar.
—Pues lo van consiguiendo.
—El reverendo quería hablarles sobre el hijo. Debe ir a la escuela. Ya tiene edad para ello. Está trabajando con ellos.
—Si es una buena ayuda, no creo que sea justo traten de obligarle a perderla.