El zumbido del teléfono hizo que Howard frunciese el entrecejo, sin que su atención dejase, por ello, de concentrarse en los planos y diseños que tenía ante él y que llevaba examinando y estudiando hacía dos horas, iRingggggg…! Se apoderó con un gesto brusco del aparato y, antes de que la voz de la secretaria sonase, exclamó: —¿No he dicho que no se me molestase bajo ningún motivo, señorita Cursell? —Perdone, señor, pero… —¿Pero qué? —Pero ese hombre insiste. ¡Lleva una hora y media esperando! El entrecejo de Howard se frunció más intensamente. —¿De qué hombre me está usted hablando?
Lukas Sfaiss había fruncido el entrecejo; pero, no obstante, sonrió. Luego: —O me he vuelto demasiado viejo o demasiado idiota, pero no os comprendo. Hans se agitó en su asiento. Se había explicado bastante bien, creyendo obrar de una manera tan recta cómo debe ser la de un buen agente de la Spacial International Police; pero su jefe directo, el encargado de la Sección Berlín, Lukas Sfaiss, el hombre que tenía enfrente, sentado tras la mesa de despacho, no le había, por lo visto, comprendido. —Yo sólo deseaba saber si había algún trabajo pendiente —dijo: —¿Otra vez? ¿Es que no quieres, en verdad, disfrutar de estas dos semanas de vacaciones que te corresponden? —Yo…
Por encima del ruido del tractor, Tom podía adivinar, más que oír el del motor del helicóptero que sobrevolaba «Prince’s Valley», No era una novedad la presencia de aquel aparato que, desde hacía una semana, poco más o menos, había aparecido, como un moscardón curioso, recorriendo el Valle de un lado para otro, volando a poca altura y dejando ver los rostros de sus ocupantes, con sus cámaras cinematográficas y sus otros aparatos que asomaban frecuentemente por las ventanillas. Tom frunció el ceño. Había dejado ya de hacerse preguntas respecto a la presencia de aquel aparato, del mismo modo que el resto de los moradores del Valle que, pasada la primera jornada de novedad, hablaban ya muy poco del helicóptero en las reuniones de las noches. No ocurría igual con Jones.
André descolgó el teléfono, dejando el cigarrillo sobre el borde del plateado cenicero, que había sobre la mesa. —¿Allo? —inquirió. La voz de la telefonista llegó hasta él. —Una periodista, señor Levigneux. Trae una autorización especial de Washington. ¿Qué le digo? André frunció el entrecejo. —¿De veras que trae una autorización en regla? —Sí, señor. Firmada por el propio señor Callowan. El joven suspiró, encogiéndose de hombros.
Miró por el cañón de su metralleta. Había pasado toda la tarde limpiándola, cuidadosamente, con cariño, pieza por pieza. Porque pensaba, de la misma manera que lo hubiese hecho un cirujano, que era una obligación suya preparar el «instrumental» antes de usarle. ¿No debía hacerlo así? Por eso lo había desmontado, pieza por pieza, aceitando el delicado y preciso mecanismo que, una vez montado, brillaba ahora como si el arma acabase de salir de la fábrica. La contempló con cariño.
La familia Morgan escogió aquel día una ruta un poco extraña para pasar su fin de semana. Pero Harry Morgan era un hombre que odiaba las aglomeraciones desde pequeño y prefería pasar con los suyos una jornada tranquila, en un lugar apartado, lejos del tumulto de los que, con sus coches, iban a pasar sábado y domingo en los bosques recién importados de la Tierra, al Este de Joyce City, la flamante capital de Marte. Cuando, muy de mañana, Harry anunció a los suyos que había elegido el Sur de la ciudad, la región montañosa que terminaba donde daba comienzo el llamado Desierto Rojo, los únicos que vitorearon fueron los dos pequeños, que ya se veían jugando en aquella región, donde las más extraordinarias aventuras les esperaban.
CLEMEMT PAYNE bostezó otra vez. Su posición no podía ser más cómoda, ya que se había sentado en el sillón giratorio y tenía los pies sobre la mesa, maculando el secante que había sobre su carpeta. La máquina de escribir estaba, a un lado, sobre una mesita auxiliar. Y en posición semejante, Charles Weber estaba al otro lado de la habitación, resolviendo un crucigrama y bostezando al mismo ritmo que su compañero.
Jim era un muchacho despierto, para sus doce años. Y, por otra parte, fuera de las horas que dedicaba al estudio, generalmente las de la siesta, ya que su padre le había comprado un “hipnoteacher”(1), el resto del tiempo lo pasaba correteando de un lado para otro, recorriendo los caminos entre las granjas, que conocía palmo a palmo. La Lander Zone era su campo de acción y el médico lo había encontrado, cuando iba a visitar a sus enfermos, en los sitios más inverosímiles, viéndose obligado muchísimas veces a llevarle a su casa, distante de sus preferidos lugares de correrías.
DESDE lo alto de la cúpula metálica, que emergía del conjunto de los edificios como una giba brillante, John Botts podía ver no sólo la masa de los departamentos que le rodeaban, sino la extensión árida y estéril de las rocas volcánicas de Fobos, hasta su horizonte no muy lejano, con el disco brillante de Marte a lo lejos.
La lluvia tamborileó unos instantes sobre los cristales, haciendo que Arthur levantase la cabeza de los papeles que estaba consultando. Sonrió. Al levantar la vista echó una ojeada complaciente a cuanto le rodeaba, en aquel pequeño despacho en el que acababa de instalarse, con su persona, la Delegación de la SIP en Marstown. Curioso, ¿eh?
NADA más levantarse, todavía en pijama, se acercó al balcón y lo abrió por completo. Echó una ojeada a la bahía. El mar, de un intenso azul, parecía un espejo. La temperatura era agradable en extremo y la brisa marina llegaba hasta él, aquella deliciosa mañana. El Mediterráneo se prolongaba hasta el horizonte, recibiendo los rayos del sol que ponían trazados de oro sobre sus aguas. La ciudad se extendía desde el hotel hasta la misma orilla del mar. Era un conjunto de chalets a cuál más artístico y bello.
A Nakuda le temblaban las manos. Enfundado en su traje protector contra radiaciones, parecía un monstruo enorme, todo en blanco, con la placa de plástico transparente que cubría su rostro. El largo extractor electrónico, que sujetaba con sus manos enguantadas, se hundía en la tierra, excavando gran cantidad de arena y piedra, dejando al aire libre las parduzcas rocas que encerraban, en sus entrañas, el tesoro del uranio.
NADA más insignificante que el hombre que descendió, en aquella clara mañana de mayo, de la astronave que acababa de llegar de la Tierra. Su rostro era corriente, su tipo corriente y sólo su frente y sus ojos, aquélla amplia y éstos vivaces, podían haber hecho denotar su personalidad nada vulgar. Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco: uno de esos millones de seres que se ven en todas partes. O mejor dicho, que pasan desapercibidos en todas partes.
¡Qué error había cometido haciendo creer a aquella mujer que estaba locamente enamorado de ella! Y ahora, examinando detenida y fríamente todos los detalles, llegaba a la conclusión de que ella jugaba un papel desesperante, una comedia burda con la mente fija en su fortuna. Hasta entonces, mientras las cosas fueron bien, él no llegó nunca a pensar que Alice tuviese sus hermosos ojos fijos en su talonario de cheques. Pero ahora estaba seguro. No podía comprender, de otro modo, la escena de aquella noche, cuando ella, por un fútil motivo, se había echado a llorar, diciéndole que jamás le había hablado de matrimonio. ¿Matrimonio?
La casa, un chalet de construcción moderna y línea agradable, estaba situada en las afueras de la ciudad. El Sena pasaba cerca, entre olivos que recortaban la pureza azul del cielo. Se respiraba calma en aquel lugar. Milo había detenido su coche ante la puerta del jardín de la casa y ahora, sin abandonar su asiento, la contemplaba, como si desease sacar conclusiones de aquella construcción que reflejaba, sin duda, una manera de vivir, como el de todos los hogares humanos.
Le habían tendido una trampa... Él sabía que la muchacha, Judy, de quien se había enamorado a lo largo de aquella interminable investigación, estaba en el interior de la casa, y que ellos, los hermanos Rossini, armados hasta los dientes, le esperaban allí, pendientes de su primer fallo para llenarle el vientre de plomo. Dorick sonrió, pero fue más una mueca y un rictus que una sonrisa, lo que entreabrió sus labios.
No estaba nervioso, pero mientras se incorporaba se preguntó si todo lo que el verdadero Singer le había enseñado iba a ser, finalmente, de alguna utilidad. Miró la caja. Era una «Huster», de un modelo reciente, pero cuyo sistema de cerradura no podía alejarse mucho de los tipos que él había estudiado con detenimiento. Se arrodilló ante ella, pasándose por los labios, para humedecerlos suavemente, las yemas de los dedos, una tras otra. Luego empezó a trabajar.
Tenía las manos rígidas, agarrotadas, colgando por los lados del lecho, como si hubiera querido asirse a las dos pequeñas alfombras. Shelby entró en la habitación lentamente, en un estupor silencioso y aturdido, hasta inclinarse y rozar con sus dedos las manos del infeliz. Estaban aún calientes, sin el «rigor mortis» de un cuerpo que lleve varias horas carente de vida. Se irguió, pensativo, volviéndose hacia la ventana entreabierta del dormitorio. Entonces la vio a ella. Era la rubia del cuadro de los velos, y si llevaba algo encima de la parte del cuerpo que se veía sobre el alféizar de la ventana, no era mucho más espeso que el velo del cuadro.Estaba allí, mirándole con ojos de profundo terror, como si colgara del vacío, junto a la fachada del edificio, asomándose entre las cortinillas aguadas por el frío aire matinal.
Había una gran multitud aguardando en el muelle, mientras el gran navío se acercaba de costado para amarrar. Los focos del puerto convertían la noche en día, y el resplandor de los centenares de luces del trasatlántico hacía que las aguas, siempre sucias, lanzaran destellos opacos como heridas por mil estrellas. Delante de la multitud, un grupo de reporteros, cámaras en ristre, forzaban la mirada en busca de su objetivo. Había incluso operadores de los noticiarios. Fumaban y charlaban, ajenos al barullo de la gente.
Y entonces, por primera vez en su vida, Andrew estuvo seguro de que se había vuelto loco. Y gritó y el tubo casi se le escapó de la boca y engulló agua salada y cayó de rodillas.Porque sólo a un loco podría ocurrírsele estar viendo el horrible cadáver del hermoso y rubio Johnny Carey en el lugar de Agni.Debido a sus bruscos movimientos, la arena y el limo del fondo habían levantado como una nube que fue posándose poco a poco.Temblaba, los dientes le castañeteaban, y sin embargo era incapaz de moverse.Necesitaba volver a verlo, asegurarse.Vio unos tobillos sujetos por una cuerda… la misma cuerda.Y una piedra atada a ella. La misma, piedra.Repentinamente ansió no haberse sumergido. No haber descendido a las profundidades de la muerte y pataleó desesperadamente para elevarse.Era como estar atrapado en un torbellino horrible que no tuviera fin. Un torbellino monstruoso que no podía comprender y del que era incapaz de librarse.