Estaba en aquellos instantes bajo las ramas de un árbol, y el tupido follaje peinaba su cabeza. Acababa de sentir un extraño roce. Aunque podía tratarse de las hojas, no era eso. La diferencia era notable. Por eso, porque el motivo podía ser grave, se había quedado como paralizado. Desde luego, reaccionó en el acto. Conocía lo suficiente aquellas tierras, sus traiciones y sus celadas, y sabía que unos instantes de demora podían ser su perdición. Dio unos pasos y apuntó hacia el árbol, hacia lo alto. Había arrojado la pequeña maleta, algo enteramente inútil, engorroso e incómodo, en aquellos instantes llenos de tensión.
Entonces apareció un bisturí. Un brillante y afiladísimo bisturí, que suplantó a la pistola automática, con silenciador, en aquella mano asesina.
Apareció, también, un pequeño saco.
Poco después, el bisturí se acercaba al cuello de Jeff y sin flaquear en modo alguno, empezaba a cortar el cuello de derecha a izquierda, de un extremo a otro.
Pero Jeff no estaba aún enteramente muerto y ante el corte incisivo del reluciente acero, se agitó, dio una sacudida, abrió los ojos y desorbitó alocadamente la mirada…
Esto sí fue, realmente, lo último que hizo. Murió en aquel momento.
Momento que no respetó el bisturí, que siguió su aterradora faena hasta llegar al final que se había propuesto.
Y el final era separar por entero, por completo, aquella cabeza de aquel cuerpo.
Volvió a sentir el ruido de unos pasos… Éstos, ahora, se alejaban. Alguien estaba abandonando la habitación.
Y si sólo estaban el muerto y ella, y si ella seguía en el sillón, ¿quién era el que se alejaba…?
Sólo podía ser el muerto.
Se levantó del sillón, aunque temblándole tanto las piernas, que apenas podía tenerse en pie. A pesar de su pavor, alargó las manos y avanzó, tanteando en la oscuridad.
Se dirigió hacia donde sabía que estaba el ataúd. No, no tardó en dar con la madera. Y entonces, superando su alzada, metió las manos dentro…
Necesitaba saber si allí seguía el cuerpo frío y sin vida del abuelo.
Pero sus manos dieron con el fondo del ataúd, sin que tropezaran con ningún cuerpo. ¡Allí dentro no había nadie!
Le dieron tentaciones de levantarse y de ir a despertar a Natalie. Pero no, no lo hizo. La pobre bastante tenía con sus auténticas preocupaciones, para que ella fuera a inquietarla aún más con sus extrañas figuraciones.
Cuando se hubo acompasado su pulso, apagó la luz y volvió a tenderse de nuevo en la cama. Pero siguió con los ojos abiertos, más desvelada cada vez.
En eso, entre las sombras vio surgir de nuevo sus medias, que se habían elevado del suelo, de donde ella no osó tocarlas, y ahora parecían flotar en el aire.
Estuvo a punto de gritar. Pero no lo hizo porque el susto le agarrotó despiadadamente la garganta, impidiendo que ningún sonido pasara por allí.
Agudizó la visión y vio que unas manos negras, enguantadas, eran las que sujetaban una de sus medias de nailon. Sólo una, la otra había vuelto a caer al suelo. Tras esas manos, una silueta también negra. Toda negra. Incluso el rostro era negro, porque lo llevaba cubierto con un pañuelo, en el que sólo surgían dos agujeros, los de los ojos.
Pero cuando llegaron a la cuna del niño…
Cientos y cientos de ratas la habían invadido, y se habían lanzado, voraces y roedoras, sobre la indefensa criatura. Una criatura que ya no lloraba. Una criatura de piel fina, blanda, que olía a leche de la madre, y que estaba resultando un festín de excepción.
Cuando el padre cogió la escoba y a bandadas consiguió sacar a las ratas de allí, a lo que monstruosamente se resistían, el cuerpo del niño ya no se movía.
En realidad, casi ni cuerpo existía ya. ¡Había sido roído de un modo tan horroroso, tan infernal, por tantos y tantos lugares a la vez!
¡Era sólo un trozo de carne ensangrentada, que ni párpados, ni ojos, ni naricilla tenía ya!
La madre lanzó un grito de horror, un alarido de espanto, que se oyó en más de un kilómetro a la redonda.
Con la lengua pegada al paladar, Jessica esperó a que apareciera por aquella puerta abierta de par en par el hijo de la señora Anderson. ¿Qué defecto físico se esperaba…? ¿Quizá una terrible joroba, agachando y retorciéndole el cuerpo? ¿Tal vez una espantosa cicatriz cruzándole el rostro…?
No, no sabía exactamente lo que se esperaba.
Sólo supo que, al verle, sintió que se tambaleaba como si estuviera borracha. Todo empezó a darle vueltas a una velocidad vertiginosa.
¡Tenía dos cabezas! ¡El hijo de la señora Anderson tenía dos cabezas!
Una de ellas colocada sobre el cuello, en su lugar correspondiente. La otra incrustada en el hombro izquierdo. Las dos iguales, exactas, idénticas.
El miedo paralizó a McEveely.
Un miedo que se transformó en indescriptible terror al ver cómo la muñeca alzaba lentamente los brazos.
—No… no…
El pánico ahogó la voz de McEveely.
Quiso retroceder.
Escapar de aquella alucinante pesadilla.
No lo consiguió.
Las manos de la muñeca se habían cerrado en torno a su cuello.
Philip Behrens fue el primero en arrojar la simbólica paletada de tierra. Ninguno de los acompañantes le imitó. Todos deseaban terminar cuanto antes.
Quedó el trabajo para los sepultureros.
Dos hombres fueron rellenando la fosa. Cada paletada de tierra resonaba con fuerza contra el ataúd.
Un sonido que resultaba música para Stella Behrens.
La fosa no era muy profunda, pero el trabajo se remató al ajustar una losa de mármol a juego con la lápida.
Stella intercambió una significativa mirada con Eddie Browning.
Los labios de Stella esbozaron una imperceptible sonrisa.
Volvía a imaginar a Natalie arañando desesperada el lujoso terciopelo del ataúd.
Fórum fue un sello editorial de Planeta de Agostini, que se fundó con el fin de publicar principalmente los cómics de la editorial estadounidense Marvel, aunque también editaría otros, y funcionó entre enero de 1983 y diciembre de 2004. Pero aparte de publicar tebeos, diversificó su oferta y comenzó a sacar otro tipo de publicaciones, así, cabría destacar dos apabullantes colecciones de quiosco, «Biblioteca del Terror» y «Círculo del Crimen», con clásicos de cada uno de esos géneros y también obras actuales. Y también llegaría a tocar el bolsilibro, con un subsello denominado Delta, y donde publicaron todas las obvias variedades genéricas del mismo, como policiaco, («serie Top Secret»), el wéstern («Mustang»), la ciencia ficción («Galaxia 2000») —no confundir con «Galaxia 2001» de Easa— y el terror, con esta «Serie terror Thanatos», que duró solamente treinta números (ninguna tuvo excesiva vida). La colección —esta, y las otras—, con un formato un poco más estrecho y alto de lo que estábamos acostumbrados, se nutría con novelas inéditas (al contrario que «Galaxia 2000»), y los autores, por lo general, eran viejos conocidos del aficionado. Sin embargo, algunas de ellas después gozaron de reedición, en particular en la colección «Terror» de ediciones Astri.
Nunca había creído en el destino ni en otras excusas de mal pagador al uso. No entendía que los hombres, algunos, claro, aceptaran resignadamente la manipulación irreversible de unos hechos de los que eran protagonistas, eludiendo, a la par, todo protagonismo.
Eva Zuckelmann tuvo pesadillas durante toda la noche. Fueron sueños contaminados de horror y de pánico. Ante ella veía desfilar, en cabalgata siniestra, los instrumentos de tortura y sentía que su carne lacerada se estremecía a causa del dolor.
Bien mirado, o mirándolas bien, las piernas de aquella rubia preciosa hacían olvidar cualquier ortodoxia, estricta o tolerante, porque su perfección y sensualidad imponían una ley tan vieja como el mundo que rompía con los dogmas moralistas de todos los tiempos. Y frente a esa ley, los preceptos éticos y demás monsergas al uso caían, precisamente, en el desuso.
Había llegado a París, al iniciarse el otoño del 64, con la obligación profesional de convencer a un puñado de empresarios franceses y hombres de negocios sobre las grandes posibilidades de futuro que tenía la informática y la ineludible necesidad de estar al minuto en aquel campo tecnológico, auténtica rampa de lanzamiento en el despegue hacia una nueva era, tan espectacular como novedosa, en el transcurso de la cual el que no estuviese debidamente preparado e integrado en su momento, ¡adiós muy buenas!
Patrick Worcester tenía cincuenta y cinco años. Era inmensamente rico y estaba casado con una bella joven de veinticinco llamada Linda. Worcester tenía grandes pasiones; una de ellas era amasar dinero, la otra la taxidermia. Le gustaba disecar todo tipo de animales.
El doctor Frank Shelley miró por la ventanilla del carruaje. El paisaje que se mostró ante sus ojos distaba mucho de ser alentador. La noche oscura como boca de lobo, era gélida e inclemente. Sólo el vago resplandor blanquecino que se elevaba del nevado suelo y de los arbustos festoneados por el blanco elemento daba una tonalidad fantasmal al panorama de la región que estaban cruzando en esos momentos.
Bill Moore acabó de subir las escaleras y se detuvo en el rellano, jadeando como un fuelle. Pensó una vez más que las malditas escaleras serían la causa de su muerte y rezongó una maldición.
John Cárdenas había buscado una vez más refugio en el cuarto de los juguetes, no sabía muy bien por qué. O sí lo sabía. Procurando no abundar en aquellos pensamientos que tanta confusión le producían, se dispuso a divertirse con el «Scalextric».
La primera vez que vio la mansión, de la que surgía su poderosa arquitectura entre las negras sombras de la noche, fue al apearse de su automóvil después de que éste hubiese sufrido una extraña e inesperada avería. La enorme edificación aparecía en lo más alto de la colina y su gigantesca silueta se recortaba contra la luz de la luna.
Rose Myllet, más conocida entre la vecindad como Lizzie Davis por motivos que sólo ella conocía, ya que ocultar el nombre verdadero con un alias era una costumbre muy habitual entre las rameras de Whitechapel, estaba contenta esa noche. Durante las fechas navideñas, los clientes habían sido particularmente generosos con ella, tal vez porque en esos días siempre se tiene algo más de dinero en el bolsillo, puesto que ella dudaba mucho de ese tópico de la bondad humana que se acentúa en las Pascuas para ser más desprendido con sus semejantes. Además, ella se consideraba una mujer merecedora de esa generosidad, dadas sus cualidades físicas y su experiencia en las lides amorosas.