Se sienta en el sillón giratorio del jefe, coloca los pies sobre uno de los ángulos de la mesa, cruza las piernas, contemplándolas y sonriendo satisfecha de las mismas, sin dejar por ello de atender a los aparatos telefónicos. Sus respuestas son tan uniformes, tan agradables por la voz y huecas por su contenido que daban la impresión de tratarse de uno de los discos que las Compañías telefónicas del mundo entero solían emplear para los cambios de números en las líneas. Pensando en esto, sonreía la joven de cabello muy rubio gracias a los milagros de la química y de ojos muy negros como contraste, que sin duda buscó.
—Irá usted a Viena como un turista más. Desea conocer la ciudad de los valses, eso es todo. Cuando se presente a la policía militar americana, hágalo como trámite; no para pedir ayuda. —Luego, añadió el jefe—. Pida el dinero necesario en administración y prepare el equipaje. Una vez tenga a María en el sector americano, pida ayuda al coronel Robson, de la Policía, y él le ayudará. Pero no debe hacerlo antes. Aquí tiene los billetes para el avión que esta tarde sale hacia París.
Relatos incluidos:
Historia del CIA en los Balcanes , por Chester King
Operacion 'Pingüino' , por Riswing Dane
El enemigo está aquí , por Tony M. Tower
La Historia del CIA , por Guillermo Lopez Hipkiss
Jimmy vacilaba y Stanley supo inclinarle para que subiera al coche con él. Se hallaban en la calle Sur, cerca del puente de Manhattan. Entró Stanley en el puente, y por la avenida de Flabush, ya en Brooklyn, le llevó hasta el cruce con la avenida Atlantic. Se detuvo en la Estación de Servicios.
—¿HAY alguno de ustedes que sepa dónde está Sam Golden?
Todos los reunidos en la sala se pusieron en pie al ver al que les hablaba.
—¿Se refiere a Sam, «El Africano»?
—Al mismo.
—Debe estar todavía en Alcatraz… Leí su proceso y tengo entendido que le condenaron a veinte años…
—¿Tanto?
—Se metió en un mal negocio y la Tesorería le ha sentenciado…
Dos hemana gemelas,que viven en Berlín, son separadas al terminar la segunda guerra mudial. Cada una en un bando diferente, Gerda a Rusia, y Sonja a Norteamérica...
Yoshida era la mujer más hermosa y enigmática de Bucarest. Nacida en el Japón, donde su padre, un aristócrata rumano, había sido Embajador. Era condesa se la veía en todas las fiestas de sociedad de la capital rumana.Una vez terminada la guerra y ocupado en realidad por los rusos el país, siguió acudiendo a las fiestas de la alta sociedad. Suponía un misterio para todos. En una fiesta tiene un encuentro fortuito con un ladrón...
Renata Von Horch mata al capitán Delteil por venganza, que condenó a muerte en Nuremberg a su padre. La policía francesa está sin ninguna pista sobre este crimen...
Una mujer cruzó rápidamente la calzada, amparándose en enorme paraguas masculino, y entró en una casa frontera. Pasó un autobús, cuyos neumáticos, al deslizarse sobre el satinado pavimento, produjeron un fugitivo rumor parecido al rasgar de la seda, Felding divisó vagamente en el interior del vehículo algunas figuras humanas y rostros sin contornos definidos.
Me largué a París después de recibir instrucciones de Gibbons. No voy a aburrirle contándole toda mi aventura en la capital francesa. Encontré a Renata Ven Horch. Se acordaba de mí. Hablamos de los viejos tiempos de la postguerra de Alemania… Era una esquizofrénica con sed de venganza. A su padre lo habían ahorcado en Nuremberg y ella no olvidaba. Pero también era muy bonita y hasta creo que, a su modo, yo la interesaba un poco. No se alarme, patrón, no voy a ponerme sentimental. Deshice todos sus manejos, me cargué a un tal Krazer, que era su jefe inmediato o algo así, descubrí lo que se traían entre manos; un asunto de envergadura, por cierto. Y al final, en una lucha contra dos de sus esbirros, en la propia casa de Renata, me deshice de uno de ellos y quedé a merced del otro. La propia Renata había dado la orden de que me liquidaran y sin embargo… disparó contra su compinche, cuando vió que éste me iba a matar. El sujeto tuvo tiempo de revolverse, herido de muerte, y la metió dos balazos en el cuerpo.
El clímax que una campaña electoral provocaba en cualquier Estado de la Unión, se diferenciaba mucho si el Estado, en ese ambiente, era del Oeste. Los comentarios estaban saturados de un sabor político especial. Y en esos comentarios se dividían las simpatías de los elegidos como candidatos. Era corriente que se eligiera en la Convención de cada Partido a las figuras dentro de los mismos con más relieve y más conocidos.
Mark Scott. Dado de alta... Le tendieron una tarjeta azul con un sello. Encima de la tarjeta, brillaban unos gruesos cristales. Detrás, unos ojos fríos e impersonales, como todo lo de aquel lugar. Dado de alta... Eso habían dicho. Ya podía volver a la vida. ¿Qué vida?
Kato sepultó las manos en los bolsillos de su sobretodo negro. Miró al exterior, a través de los ramalazos de lluvia, visibles desde los ventanales encristalados del templo. Maldita noche —gruñó entre dientes, dando unos pasos sobre el suelo embaldosado de oscuro, sintiendo que el ruido de sus zapatos retumbaba en las altas bóvedas del recinto religioso. Recordó dónde estaba y elevó sus ojos hacia la gran estatua de Buda que servía de fondo grandioso a la inmensa nave. —Perdón… Creo que ya no sé lo que me digo.
La luna surgió por un desgarrón de las nubes como una moneda de dólar, nueva, del bolsillo de un vagabundo. El viento agitaba la superficie del mar, de color verde negruzco, y la espuma se deshacía en los costados de la embarcación, que se arrimó a las rocas cuanto pudo. El único pasajero, hombre de elevada estatura y hombros poderosos, se puso en pie. La pared de piedra se alzaba frente a él, sombría, casi cortada a pico. Un alcatraz, sin duda, sobresaltado por su presencia, despegó de lo alto de un picacho y se balanceó en la atmósfera como un extraño fantasma alado. El desconocido se mantuvo un rato inmóvil. Parecía hallarse a la escucha, tratando de distinguir entre los sonidos que se producían a su alrededor el que pudiera significar peligro. Tras unos instantes se encogió de modo casi imperceptible. A continuación, saltó de forma prodigiosa y consiguió sujetarse a la superficie, con apenas rugosidades, del muro granítico. Varias flexiones vigorosas, y ascendió hasta afianzar los dedos en un reborde. En una décima de segundo se izó a pulso. Otros cuantos saltos, y se situó por fin en lo alto de una roca, desde la que se dominaba el panorama de la punta sur del territorio de Marín.
—¡¡¡¡GOO... OOOOOL!!!! La mano de Enrico Portorelli, presidente del Sottorello, apretó con tanta fuerza el brazo del doctor Vittore, que estaba a su lado, que este lanzó un sordo gemido, seguido de una exclamación de decepción, al ver que el esférico había pasado rozando el poste derecho de la portería del Nápoles. —Santa Madonna —exclamó el boticario—. ¡Hubiese jurado que el balón iba directamente a las mallas!
—... En estos momentos, señoras y señores, inician la recta final «Thunderball», «Silver Arrow» y «Centella», por este orden. Va muy fuerte «Thunderball» y no parece fácil desbancarle. «Centella» ha perdido más de un largo en la curva, en beneficio de «Silver Arrow», que entró por el interior, rebasándole, muy pegado a la valla. Los últimos metros de este Derby, señores, prometen ser de lo más emocionante que nos ha sido dado presenciar en Epsom en los últimos años.
La famosa marca de automóviles Arrow presumía de tener una de las mejores escuderías de Fórmula 1 del mundo. Y era cierto. Últimamente la Arrow estaba cosechando grandes triunfos en todas las competiciones en las que intervenía. El último había sido en el circuito holandés de Zandvoort, donde Clive Power se había impuesto a los Lafitte, Nelson Piquet, Reutemann, etc. Si Guss Scopelli, el presidente de la Arrow, estaba orgulloso de su escudería, no lo estaba menos de su corredor Clive Power.
—¡Pasa! Tom Kilgore, el entrenador del «Spencerʼs Boys» se destrozó una uña que mordió con verdadera furia. Sus ojos se clavaron en la alta silueta del jugador que se mantenía insistentemente en el centro del campo, botando el balón, driblando a los dos contrarios que le asediaban, mientras que los otros dos delanteros, Guy y Scott, reclamaban insistentemente el pase. —¡Pasa de una vez, Mon! No podía gritar, estaba prohibido hacerlo, pero las palabras resonaban roncamente en su garganta irritada.
El vestuario del London Eagles1 era una especie de hervidero humano; murmullos y gritos que se mezclaban con algún que otro taco, carcajadas y voces altisonantes. Era el mismo espectáculo de siempre poco antes de comenzar un partido, aunque, a decir verdad, aquel iba a ser un partido especial: ¡los Eagles iban a jugar la final de la Copa de Inglaterra! Pero había algo que era incluso más importante que el propio partido: se trataba de la reaparición de Joy Baxter, el fabuloso número ocho de los Eagles.
Respetaba al marqués, pero no podía soportar, como nadie podía, aquel tono de burla constante, aquel desprecio que se palpaba en cada gesto, en cada palabra de Paul Bressiéres. Como su compatriota Andrew Butter, Edwin Anderson era hijo de una familia acomodada, gente importante de esa Inglaterra que parecía, después de un interregno lleno de dificultades, empezar a prosperar de verdad. Los Anderson poseían fábricas en Gales. Y mucho dinero. No obstante, habían conservado ese difícil sentido de la democracia que les hacía tratar a sus inferiores jerárquicos como a personas. Desde su llegada a aquel inmenso y viejo castillo, situado en lo más hondo de la Bretaña francesa, atraído como su amigo por el anuncio aparecido en el Time, se percató de que era como si hubiese penetrado en un mundo extraño.