Kim sabe perfectamente con quién se ha casado y por ello sabe que nunca podrá dejarlo. Frank la quiere sólo para él, no la deja ni salir de casa. Su temperamento es agresivo, demasiado, y la vida junto a él es insoportable.
—He dicho que me escuches, Ana —tronó. Y Ana, que nunca le había visto tan enfadado, se menguó en la butaca y se hinchó de resignación. —Aquella simplísima compañía se convirtió, al cabo de los años, en una empresa importante, compuesta de quince barcos trasatlánticos. Y esta compañía pertenece mitad por mitad a los Espinosa y a los Segura. Cuando tú naciste, el hijo de Espinosa tenía diez años, y acordamos entre las dos familias, que un día, cuando tú y Alfredo tuvierais edad apropiada para casaros, formaríais la gran compañía matrimonial, que es como decir, afianzar nuestra unión financiera y amistosa. ¿Me has comprendido, Ana?
Joaquín e Inés, ambos de familias pudientes, salían juntos porque era lo que todos esperaban. Para Joaquín, sí que existía un amor hacia Inés pero para ella, esto no era así. Por medio de está relación estará un simple boticario llamado Arturo.
—Tú le convencerás, mamita. —Pero si es que ya traté de hacerlo, hija mía, y se enfadó muchísimo. Aduce, y tiene razón, que eres nuestra única hija, que desea verte en casa siempre que regresa de la clínica, que eres como un sedante para su fatiga... Esther se estremeció. Era una muchacha esbelta, no muy alta, de breve talle y espigada figura. Contaba la bonita edad de dieciocho años y sus padres nunca le permitieron salir de Madrid para veranear con la abuelita Rosa, en un pueblo costero de Asturias. Y Esther deseaba, como nada había deseado en la vida, poder escribir a la abuelita y decirle: «Espérame a últimos de junio». Y estaban a primeros de mayo. Era preciso convencer al doctor Vega y para ello había de poner la primera piedra la madre, lo cual no parecía probable en aquel instante.
Fernando Gil —fuerte, no muy alto, treinta y seis años, químico de profesión—, detuvo el auto, lo aparcó en una esquina de la calle y saltó a la acera. Sin mirar a parte alguna atravesó la calle, empujó la puerta encristalada de una cafetería de moda y entró con aquel aire de persona reposada, desenvuelta, que no teme encontrarse con enemigo alguno. Miró a un lado y otro y de súbito sus labios se curvaron en una sonrisa cordial. Al otro extremo del local alguien le sonreía de igual modo y nuestro amigo avanzó presuroso y estrechó con calor la mano que le tendía Eugenia Villamar.
He pasado el mes de agosto en un pueblecito de la costa asturiana. Estuve veraneando. Allí conocí a una familia que, como yo, disfrutaba de las grandes ventajas del mes de agosto. Nos hicimos amigos. Éramos vecinos y, un día, hablándole de mi trabajo (ella ignoraba que yo escribía), me refirió su historia. La consideré digna de que mis lectoras la conocieran y le pedí permiso para publicarla con nombres supuestos, lugares supuestos, etc., etc. Me concedió su permiso y aquí estoy reviviendo lo sucedido, que no es cualquier cosa. Hay que reconocer que la vida y los hombres, a veces se recubren con capas de cordero para saltar luego como leones y dar la gran lección a quien la merece.
Maud y Sandra Marshall entraron en el comedor particular, situado junto a la cocina, y mientras Maud asomaba la cabeza por la puerta, Sandra dejándose caer ante la mesa. Maud vestía un pijama negro y una bata oscura. Su cabello era rubio y lo llevaba enroscado en unos moñitos ridículos. Tenía veintidós años y unos ojos azules, sin expresión definida... Su hermana Sandra vestía también pijama, de un color verde chillón, y una bata amarilla. Sandra contaría a lo sumo veinticuatro años y sus ojos eran de un azul gris y de fría expresión. No eran bellas, pero cuando se quitaban aquellas ropas, se peinaban y exageraban sus facciones con los cosméticos, resultaban aceptables.
No quedaba nada en su persona de aquella tímida Joan. Ni siquiera el nombre, pues cuando su madre murió y quedó llena de deudas y hubo de vender el comercio para hacer frente a ellas, cambió también de nombre para dejar definitivamente Nueva York. De ello hacía siete años. ¡Siete años! Se sentó en el borde de una butaca y quedó pensativa. El corazón golpeaba como loco en el pecho y hacía daño, produciéndole un tremendo deseo de llorar. Pero no lloró. Joan hacía mucho tiempo que no lloraba, pues sabía domeñar sus deseos, sus instintos y hasta sus debilidades.
—Pero, Raf, hijo mío, ¿cómo pretendes tal cosa? Tu padre nunca te lo permitirá. Es absurdo, Raf, inconcebible en una persona como tú. Además, ¿no has viajado ya bastante? Tu padre te necesita en la fábrica. Ya no es un niño y el negocio necesita una mano dura que lo guíe. Tienes veinticinco años, has estudiado cuanto has querido sin terminar nunca una carrera. Te gustan las lenguas y has estudiado idiomas. ¿Cuántos dominas? Cinco, me parece. Ahora quieres aprender el español... Temo, Raf, que tu padre no lo consienta. El llamado Raf se hallaba ante la ventana y miraba al exterior con vaguedad. Indudablemente el sermón de su madre le tenía sin cuidado. Dejó de contemplar el parque, los dos autos negros que había detenidos ante la escalinata principal del palacio, y con mucha calma se volvió hacia la dama.
María Victoria —Viky para sus hermanos— se hallaba con la frente pegada al cristal de la ventana. Era una joven de veinte años, no muy alta, de esbelto talle, muy distinguida. Su pelo tenía un tono caoba claro, fuerte y brillante, y ella lo peinaba hacia atrás despejando la cara, sin horquillas ni prendedores. Resultaba muy femenina. Sus ojos castaños, de cálida expresión, resaltaban en medio de su linda cara de una belleza extraordinaria. Los que la conocían decían de ella: «Bastan los ojos de Viky Fuentes para entontecer a uno. Y su boca sensitiva produce cierta excitación al contemplarla». A Viky no le interesaban tales halagos, si es que así pudieran calificarse. Vivía para sus hermanos, para el hogar, y hasta la fecha ningún hombre le había interesado particularmente.
El magnífico «Ford» de Jill Rutledge, de un tono esmeralda, haciendo juego con los ojos de su dueña, frenó ante una elegante cafetería y Jill saltó al suelo con agilidad, muy propia de su dinamismo. Miró a un lado y a otro, atisbó un grupo de amigos al otro lado de la cristalera y alzó la mano enguantada. La agitó y cerrando de un golpe la portezuela del coche, atravesó la calle a paso elástico, muy propio de su juvenil modernismo. Era una joven de veinte años, alta, delgada, de flexible talle. Tenía el pelo de un tono rojizo, abundante, sedoso y lo envolvía graciosamente tras la nuca en un moño tan gracioso como su persona. Su rostro, de tez más bien broncínea, era de pómulos salientes, acusados, exóticos, y en medio de aquella cara morena y picarona tenía dos maravillosos y extraordinarios ojos verdes, de chispeante expresión, una nariz respingona y una boca grande, de túrgidos labios, bajo los cuales dos hileras de dientes fuertes y blancos acentuaban su juventud.
¿Qué debo hacer? —se preguntó—. Esta situación es insostenible. Si me quedo aquí terminaré por ser cera blanda en poder de estos dos. Por gusto o a la fuerza tendré que casarme con el tendero cuarentón. Y soportar, el resto de mi vida, la presencia de Millie y el asqueroso amor de ese monstruo. Por tanto, lo que debo hacer es huir, ocultarme en Nueva York, salir de aquí y nadie podrá encontrarme.
—¿Y si te llama mañana? —Claro que no me llamará. Pero la llamó. Y a la otra y todas las mañanas de un mes. Las conversaciones que al principio fueron frívolas y sin sentido, se convirtieron de un día para otro en una terrible necesidad para Beatriz y si un día la llamada se retrasaba, se ponía de mal humor y se enfadaba con todos los que llamaban por teléfono y deseaban comunicación con aquella o esta oficina. No dijo nada a sus padres, ni a su madrina, ni siquiera a César; pero vivía intranquila. En cada transeúnte veía al promotor de las llamadas misteriosas y llegó a ser una tremenda obsesión.
Mi nombre es Nancy Bergerac, «tía Nancy» para mis sobrinos; «la estirada viuda» para la servidumbre, si bien dicha servidumbre, empezando por el jardinero y terminando por la última doncella, me aprecian y me respetan. «La señora Bergerac», para esta parienta pobre que tenemos en el castillo de Woodward y un día fui «Ricitos» para mi amado esposo, muerto heroicamente en la última Guerra Mundial. Estas memorias las escribo en mis ratos libres. Nunca fui aficionada a la Literatura, ni éstas serán una labor digna de pasar a la posteridad; pero (esto lo saben todos en el condado de Woodward), no tengo grandes ocupaciones. Y dedico mis ratos de ocio a fisgonear en las almas que pululan por el castillo y sus alrededores, y aquí lo plasmo. Mejor o peor, ¿qué importa? Soy absolutamente verídica y algún día, cuando pasen muchos años, me complaceré en dejar mi capital a quien más lo merezca, junto con este manuscrito.
—¿Y con quién quieres casarte? —Eso lo decidirás tú. Kent se puso en pie rápidamente y exclamó casi sin comprender: —Yo, ¿qué? —Te voy a decir cómo la quiero. Rubia, de ojos azules. Estas son dos cosas indispensables. Estoy harto de cabellos negros, ojos oscuros y pieles malolientes. —Pero, Rex… —Saldrás mañana en mi avioneta para Nueva York; pondrás un anuncio en el periódico, del cual ya te hablaré luego, y te casarás con ella en mi nombre. Volverás cuanto antes y me la entregarás incólume. —Rex…, has perdido el juicio.
—He tenido carta de Mildred, de Italia.—¿De Italia? ¿Pero qué hace esa criatura, recorriendo el mundo? Tiene edad para casarse, una fortuna que le servirá de mucho para estos fines y veintitrés años. ¿Qué espera?—Llegará a Nueva York dentro de un mes —dijo June, atragantada—. Me dice que le alquile un apartamento elegante, pues viene dispuesta a quedarse aquí.Naya pestañeó.—Es estupendo —exclamó.—Sí que lo es, pero…—¿Pero qué?—No viene sola.—¿Se casó?June movió las manos en el regazo, gesto en ella característico cuando algo le afectaba íntimamente.—Si aun fuera eso —susurró—. Pero no es así. Me dice que adoptó una niña.
Era delicioso tener un novio a quien se le veía solo una hora por las mañanas y las tardes de los domingos. Después, tantas horas libres, le quedaban para coquetear con los amigos. La vida era hermosa y Maite estaba más enamorada de ella que de su novio. Claro que esto no lo sabía Ignacio, quien, deseoso de un fiel y continuado amor, había puesto todo su interés en Maite Aguinaco.
Victoria Arza se dejó caer en una butaca de la salita suspirando. ¡Se sentía tan cansada! «Mi cansancio —pensó—, es más físico que espiritual. ¿O será todo lo contrario?». Curvó los labios en una sonrisa. Era, aquella sonrisa, como una mueca indefinible, tal vez desazonadora. —¿Puedo pasar? —preguntó una voz desde la puerta. Victoria se hallaba de espaldas a ella y dio la vuelta en la butaca. Su sonrisa se hizo cordial, quizá forzada, pero en el fondo alentadora. —Pasa, Salomé. No te esperaba ahora. —Fui a llevar a los niños al colegio y al pasar por aquí me dije: «Subiré a ver a mi hermana». Te vendes tan cara, hija. —Mis ocupaciones...
—Bien —exclamó el doctor sujetando las manos en las rodillas—, es un caso extraño el suyo, señor Caton. Tan extraño que no acabo de comprenderlo. Padece usted, como ya le he dicho en otras ocasiones, un ataque de amnesia extremado; hasta tal punto lo considero extremado que, tras el estudio que hice de su caso, saco la conclusión de que no puedo hacer nada por usted, salvo aconsejarle que espere. Después de todo —añadió persuasivo—, usted rehízo su vida. Disfruta de una posición envidiable. Se está usted convirtiendo en un periodista famoso y posee fortuna. Mike curvó los labios en una sonrisa descorazonadora.
Ketty Pugh decía cuanto sentía, cuanto pensaba, y tanto sus pensamientos como sus sentimientos a veces resultaban de una crudeza escandalosa. Pero no asustaba a sus amigos. Hacía dos años que trabajaba en París, que rondaba por los bulevares Saint-Germain y Saint-Michel, y conocía a todos los estudiantes de la Sorbona. Y estos admiraban a la esbelta escultora, le enviaban ramos de flores, le invitaban a pasear por el Bois de Boulogne y más de una vez se había ido con ellos al Museo del Louvre, en donde el espíritu inquieto y artista de aquella muchacha de veintitrés años, escultora de profesión, con residencia temporal en París, había admirado las joyas artísticas que se guardaban en aquel museo, uno de los más ricos del mundo.