STEVE Lamont sorbió ruidosamente, agitando con un tic nervioso las aletas de su ancha nariz, se pasó la callosa mano por los labios en un movimiento mecánico de perplejidad y estrujando un pliego de papel que acababa de releer por cuarta vez, masculló con voz ronca...
La audacia y el valor, los dos más preciados elementos que puede poseer el hombre para triunfar en empresas duras y peligrosas, había llevado a muchos colonos del Este de Norteamérica, a pretender ganar para la civilización y el progreso, rutas y terrenos que, como en los cuentos de hadas, les estaba vedado traspasar, porque al otro lado de la frontera delimitada por las aguas del poderoso Ohio, velaban arco y lanza al brazo, unos hombres duros, crueles, salvajes y sanguinarios que, considerándose dueños de aquel terreno por la voluntad de Dios, no estaban dispuestos a cedérselos a los «rostros pálidos», mucho más si se tiene en cuenta que éstos, manifestándose superiores en todo a los “pieles rojas”, habían pretendido apropiárselos sin más compensaciones que un derroche de balas de plomo como argumentos contundentes para ratificar sus conquistas.
UD Raines había nacido con el "Colt" en la mano, según afirmación unánime de todos los habitantes de la región. No nos atrevemos a asegurar que materialmente esto hubiese sucedido así, pero metafóricamente, nadie se hubiese permitido asegurar que no fuese cierto. La mañana que vino al mundo en un alegre pueblo pegado a uno de los grandes recodos que forma el río Colorado, denominado Gran Canyon, entre las reservas indias de Havasupai y el pequeño Colorado, su abuelo, el viejo Kelly, afirmó muy serio al observar que Bud venía al planeta mordiéndose ferozmente ambos puños...
Contiene los siguientes relatos:
A TIRO LIMPIO - M. L. Estefania
EL BANDIDO DEL GRAN CAÑON - Arizona
SHERIFF TRAIDOR - M. L. Bertel
BUSCADORES DE ORO - H. Estol
SENTENCIADO A MUERTE - F. Mediante
UN DUELO A LA AMERICANA - Fidel Prado
RHAYS Moon, con los codos apoyados hacia atrás en la repisa de la chimenea, la negra pipa entre los dientes y un gesto de fastidio en los labios, escuchaba pacientemente la catilinaria que su padre James Moon le estaba colocando y que, de haberla catalogado, haría el número enésimo de la lista. Rhays era un tipo de muchacho fuerte y sano. Más bien alto que delgado, flexible de cintura, pero ancho de espaldas y duro de músculos
JULIO de 1878. Un sol de infierno vertía sus abrasadores rayos por la oscura cinta del río Missouri peligrosamente interceptada por multitud de troncos de árbol que, al ser arrastrados por la corriente, se clavaban en el fango del río, mostrando sus remates a flor de agua y haciendo a veces peligrosa la navegación. El fuerte Pierre, amplia construcción de adobe, piedras y tierra amasada, con sus bastiones y sus blancas murallas refulgía al sol de la mañana sobre la eminencia en que estaba asentado, y, lejos, el paisaje árido, monótono, compuesto por conos y montículos pelados, reverberaba al beso del astro rey como un paisaje de maldición. En torno al fuerte se observaba una animación inusitada.
ABRIL se batía en derrota; seco, caluroso, polvoriento, dominado por una sequía pertinaz que agostaba los campos, doblaba las mieses abrasadas por el sol prematuro y menguaba los cauces de los arroyos que bajaban de las quebradas y los farallones. Pese a que la Naturaleza se manifestaba con brusca hostilidad, aquel año de 1889 quedaría grabado en la tierra y en la historia como uno de los más fecundos y grandiosos de Norteamérica.
ARRASTRANDOSE como un auténtico topo por el hueco de la estrecha mina socavada en la roca viva para profundizar en el corazón de la ingente mole roquiza y poder colocar los barrenos eficientemente, Alan Bolays surgió a la luz de la mañana suave y gloriosa, con el enmarañado cabello polvoriento, las descuidadas barbas que no se rasurara desde hacía más de un mes, con una costra de tierra húmeda que formaba pegotes pringosos junto a sus labios a causa del sudor, y su destrozada camisa de franela, que un día fuera a grandes cuadros azules con franjas rojas, convertida en un verdadero guiñapo.
SILVYA no había quedado muy tranquila con la excusa que Alan le había dado para justificar su salida. Nunca el «topo-roquero» acostumbraba a marchar a tales horas a la orilla del río, y menos con el revólver al cinto, y una viva inquietud se apoderó de ella al verle partir. Pero, algo tranquilizada por la dirección que le viera tomar, decidió entregarse a los quehaceres de la cabaña, esperando su regreso, pues no dormiría sosegada hasta saberle de regreso.
TIRÓ nervioso Kane Havillan de las bridas de su caballo y obligó al animal a detenerse después de la briosa carrera que había llevado desde San Michael y, volviendo la cabeza hacia su compañero, que se vio obligado a imitarle para ponerse a su lado, rompió a reír jovial y estrepitosamente.
KIRIAN Grey era un espíritu arbitrario. Poseía nervio y decisión, veintitrés años salvajemente educados sin trabas ni frenos, un cerebro fecundo para resolver por las buenas o las malas las situaciones más caprichosas que podía ofrecerle el destino, una mano rápida y segura para manejar un arma si se le impulsaba a discutir ciertos puntos de vista antagónicos a tiros y una indiferencia rayana en el escepticismo para tomar la vida según se le presentaba, sin hacerle muchos ascos a los vaivenes de la fortuna.
GLEN Whiten depositó sobre el tablero de su mesa de despacho el telegrama que acababa de recibir, y con la espalda apoyada en el reborde, encendió lentamente su pipa y se entregó a una honda reflexión Aquel telegrama venía a complicar un poco más de lo que ya estaba su dinámica e inquieta vida, dominada por serios problemas dimanantes del negocio e incluso de la situación geográfica del rancho.
UN viento huracanado y silbante como la respiración fatigosa de un monstruo invisible soplaba sobre la agria y dilatada llanura. Era un viento cálido y abrasador que arrastraba un polvo arenoso de muchas millas más atrás y que a trechos, lo descargaba sobre la dura y agrietada tierra como una maldición, para contribuir a hacer más árido y mísero aquel terreno.
SE detuvo la diligencia en uno de los lados de la plaza Arkansas en Higbee, no sin que el barbudo mayoral se viese obligado a emitir una bonita y pintoresca sarta de juramentos de lo más escogido del Oeste, para convencer a los cuatro poderosos caballos de que debían dejar quietas las moscas que picoteaban sus flancos, para que los viajeros pudiesen descender desde el pesado armatoste.
SETH Hockley, dándose aire con las alas de su polvoriento sombrero para ahuyentar las pegajosas moscas que zumbaban en torno a él, se adentró por la populosa calle de San Antonio, arrastrando sus pesadas y altas botas por la espesa capa de cieno molido de la calzada, echando intensas ojeadas a derecha e izquierda.
DAVE. Harvey frenó débilmente el caballo, y cuando éste se detuvo en aquel áspero repecho del monte, intentó descender normalmente, pero era tal la fatiga, el cansancio, el dolor que sentía en su oprimido pecho y la depresión nerviosa que le embargaba, que al poner el pie en tierra sintió vacilar sus piernas, y sin poder impedirlo, cayó rodando, para quedar casi aplastado sobre el duro piso, con el dolorido pecho apretado contra el esquisto y un jadear angustioso que le asfixiaba.
JOHN King leyó por segunda vez la carta que le enviaba su viejo amigo Cherry Wolfe, establecido en Sprigenton, al este del Nueces y al oeste de Rio Grande. Era una carta desalentadora en la que el viejo e infatigable ranchero se sentía vencido e impotente para defender una propiedad, que tantos sudores le había costado levantar y en la que había puesto todo su cariño.
Tex Cleveland quedó erguido en lo alto de una loma, contemplando el dilatado y verdegueante paisaje que se extendía a sus pies. Mucho le habían ponderado a través de toda Montana la salvaje y bravía belleza del llamado Valle del Sol, pero ahora que lo abarcaba casi en toda su dilatada extensión, comprendía que el elogio resultaba pálido ante la realidad que se le metía en las retinas, inflamadas de oro de sol.
HARRIS Wape detuvo un momento su carreta en la polvorienta senda de la carretera, si así podía llamarse a una cinta estrecha llena de baches entre la abrasada y salvaje hierba de la pradera, y escuchó atentamente. Le había parecido percibir un débil gemido detrás de un declive del terreno y su oído, agudizado por el peligro de rodar por lugares expuestos donde los indios en particular eran los elementos más peligrosos que podían surgir a su paso, se mantuvo tenso con el rifle de dos cañones en la mano y la mirada paseante por todo el paisaje que era capaz de abordar.
SANTA Fe de Nuevo Méjico, capital del Estado del mismo nombre, fue siempre una ciudad que, pese a las vicisitudes de los tiempos y a los azares políticos, conservó ese sello característico que los españoles hemos imprimido siempre por donde pasamos. La típica arquitectura española y el temperamento, así como el idioma, han predominado desde Oñate y Coronado a nuestros tiempos y, si bien los norteamericanos, desde la invasión a nuestros días, hicieron cambiar la idiosincrasia de sus habitantes y colonos, allí queda, como un monumento que nadie puede derrumbar, la fisonomía arquitectónica española, el espíritu de la raza inmiscuido a los indios de Nuevo Méjico y algo sutil y espiritual que el carácter práctico y moderno de los yanquis no ha podido borrar ni ha querido, en justicia, pues lo considera como una de las virtudes del poblado, lo que le presta fisonomía y personalidad dentro de su historia.