Beth se dio cuenta de que un ser destacaba del fondo más oscuro de la puerta y avanzaba lentamente hacia ella.Veía su rostro pálido, el cual presentaba un aspecto fantasmagórico.Pero no se dejó impresionar por ello y disparó, primero un cartucho, luego otro.Recibió la impresión de que el extraño ser era sacudido por los dos disparos.Pero no cayó al suelo y prosiguió su lento e inexorable avance.El supuesto fantasma rió de manera tan extraña, que llegó a impresionar a la rubia Beth.
—Lo único que les diré es que ya no puedo morir. Si mematan, ustedes vendrán a reunirse conmigo algún día. —¿Cómo se comprende eso? —exclamó Faith, aprensiva, perodesconcertada —. No puede morir, pero admite que podemos matarle... —Mi querida señora Deedin, lo que acabo de decir es demasiadoelevado para su intelecto de mosquito —respondió Raddison con acentosarcástico—. Por tanto, dejaré que lo comprenda... cuando llegue el momentooportuno y, repito, vendrá a reunirse conmigo. —Estamos perdiendo el tiempo —dijo Logan, colérico—. ¡Palabras,palabras, palabras; eso es lo único que hemos conseguido en cinco años! —Entonces, ha llegado ya la hora —exclamó McCain.
A fin de cuentas... ¿quién puede olvidar que está conviviendo entre unas personas respetables... y, sin embargo, una de ellas... es un asesino?Yo lo sabía. Lo sabían otros. Esa noche se había desvelado una parte del siniestro misterio, y todos estábamos enterados de que en nuestro reducido grupo de buenos amigos, uno era un criminal despiadado.¿Quién?No lo sabíamos. No podíamos saberlo. El único informe existente hablaba de... de un maníaco, de un loco peligroso. Más aún: de un psicópata que había resuelto ensangrentar aquellos días de vacaciones en el castillo. Un monstruo humano, capaz de atacar cuando menos lo esperásemos todos. Además, desconocíamos sus razones para ese ataque... si es que realmente las tenía.Y, por otro lado... ¿quién, de entre nosotros, podía ser ese maníaco asesino?
El rostro de Charlotte era el de una vieja que hubiese llegado a centenaria. De la belleza que había sido su orgullo pocos meses antes, ya no quedaba el menor rastro. Varios dientes se desprendieron súbitamente de las encías y cayeron al suelo, con tétrico repiqueteo.El ascensor se paró en el vestíbulo del edificio. Las personas que estaban aguardando entrar, se vieron arrolladas de súbito por una enloquecida estampida de hombres y mujeres, capitaneados por el ascensorista, que huían frenéticamente, profiriendo agudísimos gritos de terror.Un conserje había reaccionado y guió a dos policías hasta el ascensor. Sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, había una mujer, con los ojos desmesuradamente abiertos. Era una vieja que debía de tener lo menos cien años, supusieron los policías.
La mitología griega habla de un monstruo femenino, llamado Gorgona. Hesíodo, en cambio, habla de tres Gorgonas. La más conocida de ellas era Medusa. Cada una de las Gorgonas tenía el extraño y terrible poder de convertir en piedra todo lo que mirase, aunque fuese un ser vivo.Su fealdad era horrible, sus cabellos estaban formados por haces de venenosas serpientes, y sus ojos resultaban aterradores. Según esa misma leyenda, Perseo mató a la Gorgona, cortándole su terrorífica cabeza.Pero hay quien asegura que la Gorgona ha existido después, por alguna misteriosa razón.
Se interrumpió. Había asomado a un gabinete también iluminado por el gas. Viejos muebles, óleos en los muros, con la firma de John Bryans, cortinajes raídos, postigos encajados en las ventanas.Y una mujer allá al fondo, en el sofá color verde oscuro. Sentada. Petrificada, con los ojos desorbitados, fijos en su visitante. Con una lividez mortal en su rostro, con un rigidez delatora en sus facciones, en sus manos agarrotadas, en sus piernas. Una mujer de más de cincuenta años, con cabellos canosos mal peinados, con rostro afilado. Un rostro desfigurado horriblemente por algún miedo indescriptible. Mirada vidriosa, fija en ningún sitio. Y arañazos. Crueles, profundos arañazos sanguinolentos, cruzando sus pómulos y labios, su cuello y manos.Estaba muerta. El simple color cera de su piel, su rigidez toda, así lo pregonaban. Al morir, algo la aterrorizó de forma increíble.
Luego, unos recipientes de plata, fueron depósito de palpitantes, rojos, estremecidos órganos humanos, que cuidadosamente, el bisturí iba cortando, seccionando sutilmente, sin un desgarro ni un error, con la fría eficiencia de los profesionales de la Medicina.Corazones humanos, hígados, riñones, órganos genitales femeninos. Todo un perfecto, frío, concienzudo vaciado de vísceras y órganos de aquellos flacos, largos, estirados cuerpos exangües, cuyo color era ahora céreo, amarillento, y su acartonamiento más acentuado, a medida que el rigor de la muerte iba manifestándose en sus infortunados y tristes residuos humanos.
No sé cómo empezar. Lo cierto es que tampoco sécómo terminaré. Entre otras cosas, porque desconozco el final. Pero, de todosmodos, sea cual sea, ha de ser terrible. Para mí, y para todos. Tengo miedo. Mucho miedo.Algo, incluso, que es más que miedo. El pánico me invade, me hiela la sangreen las venas. Y hay motivo para ello. Aunque, a estas alturas, casi he dejadoya de sentir miedo, por llegar a considerar habitual lo insólito y loespantoso. Aquí, uno llega incluso aolvidar la vida anterior; todo aquello que está fuera de aquí, en algún lugarcercano, cercano, muy cercano, y, a la vez, terriblemente lejano para mí; unlugar que la gente llamamos mundo. Y que yo añadiría que conocemos como mundonormal. No, esto no es normal. Nopuede serlo. En realidad, lo que está ocurriendo aquí, no puede ocurrir. Peroestá ocurriendo. Eso es indiscutible. Está sucediendo así desde el principio.Pudo parecer simple imaginación, en sus inicios. Pudo, incluso, dar laimpresión de que uno estaba loco. De que todos estábamos locos. Todos.
El Morgue Hall era un teatro distinto. Muy distinto a todos los demás de Londres.El programa que por entonces se representaba, ya era todo un poema. La cartelera no podía resultar más expresiva:LA NOCHE DE LA DAMA ASESINA.
El doctor Baxter, perplejo, siguió al sacerdote al interior del cementerio. Caminaron por el suelo enfangado, entre viejas lápidas y cruces ladeadas. Llegaron finalmente al lugar donde la tarde anterior fuera enterrado Oliver Atwill.Atónito, el médico de Scunthorpe, contempló el montículo de tierra bajo el cual había sido depositado el féretro del pequeño Oliver.Ahora la tumba aparecía abierta, la tierra a un lado. No había el menor rastro del sepultado, dentro del abierto féretro blanco. De la tapa de éste había sido rabiosamente arrancada, con astillas de madera, la cruz de metal que lo adornaba. Igualmente, alguien había roto brutalmente la cruz de mármol que señalaba la sepultura, escribiendo luego sobre los fragmentos de la misma obscenas palabras con una tinta rojo oscura que se parecía extraordinariamente a la sangre.
Cuando uno muere y es amortajado, cuando la tapa del féretro se cierra encima, y se escucha el golpe seco de las cerraduras ajustando el fúnebre arcón, se sabe que de allí ya no va a salir el cuerpo, sino convertido en huesos salpicados de jirones de tejidos podridos, o acaso hecho carne corrompida, maloliente, con vello desordenado y los gusanos pululando en las vacías cuencas donde antes hubo unos ojos llenos de vida.Eso es la Muerte. De ella, no se vuelve. Nadie ha vuelto, que yo sepa.Yo, sí.
El grito de angustia y pavor, se convirtió en ronco estertor de muerte, mientras el aleteo siniestro continuaba sobre el cuerpo de la hermosa actriz, y éste se debatía como en espasmos violentos, forcejeando en vano por huir a su trágico destino en la noche neblinosa de Londres.El último acto de su vida tocaba a su fin. Cayó el telón muy pronto. Y esta vez no hubo aplausos. Solamente un reguero de roja sangre corrió entre los adoquines charolados por la humedad del río, mezclándose con el rojo hermoso de las rosas dispersas.El único golpeteo audible en el escenario de la tragedia, fue el aleteo sordo, espectral de aquella forma diabólica, que volvió a remontarse en vuelo elevándose por encima de los edificios de ladrillos del callejón, por encima de buhardillas, tejados y chimeneas de la ciudad, alejándose hacia la torre del Parlamento, hacia las aguas oscuras del Támesis, a lo largo de cuyo curso, terminó por fundirse con la espesa bruma y con las tinieblas de la noche, rumbo a alguna parte.
Es extraño, singular, el momento en que uno pasa de la vida a la muerte. Quisiera hablar ahora de ello, expresar lo que se siente y lo que deja de sentirse. Pero empiezo a dudar, me pregunto si, realmente, no se equivocaron todos, desde mis parientes hasta mi médico y el propio padre O'Riordan, y yo, yo no estaba muerto.
Supo que todo era inútil. Sintió la fría hoja de acero contra su cuello. Luego, la presión de esa hoja aumentó.Había oscurecido ya totalmente. Los pájaros ocultos en la espesura se agitaron, inquietos, levantando el vuelo en plena lluvia, cuando un grito inhumano, desgarrador, el grito de una mujer en la agonía rasgó la oscuridad, allá junto a la desierta carretera.
Fue el principio de todo. Pero nadie pudo imaginario.Ni siquiera la víctima. A fin de cuentas, ella nosupo lo que sucedía, hasta que fue demasiado tarde para evitarlo. Una afiladísima hoja deacero penetró en las carnes opulentas de la mujer, como si cortaran mantequillasuavemente. El grito de ella se hizo angustioso, cuando notó el tajo hasta elfondo de sus entrañas, y luego el cuchillo subió, rápido, como si abriesen unares en canal. La sangre escapó de la tremendaherida, disparándose en ramalazos escarlata, que golpearon las piedras sucias yhúmedas de las paredes, en chorreones brillantes, para luego derramarserápidamente hacia el suelo, a gruesos goterones que dejaban estrías rojas enlos muros.
Un sordo gruñido pugnó por escapar de sus cerrados labios cuando descubrió, en las manos enguantadas del siniestro payaso, un instrumento de su leñera, que destelló al reflejo de la luz encendida sobre el mostrador.Un hacha de cortar leña.El grito nunca pudo salir de sus labios.Porque el filo de la recia hoja de acero de aquel hacha, alcanzó violentamente su cuello, casi segándolo por completo.
Se volvió la niña. Habíaempezado a llover. El cielo, sobre su cabeza, era de un color plomizo, como loera siempre en aquella región, día tras día, durante todo el largo y tedioso invierno. Se encontró sola. Total,absolutamente sola. La granja quedaba a alguna distancia. A demasiada distanciapara pensar en correr hacia ella con un mínimo de posibilidades de éxito. Miró al otro lado. Allí, losacantilados asomaban al mar, cuyo oleaje se oía romper violentamente contra lasrocas. La altura sobre las aguas grises y violentas, era demasiado grande parapensar en ello. La niña empezó asentir miedo. Pánico, en realidad. Sus gritos se hicieron más agudos.
La figura se irguió, se precipitó hacia ella.Un largo grito de terror brotó de sus labios. Era un grito en el que se condensaban su angustia, su pánico, su desesperación más profunda.Luego, la amplia sombra de una figura humana, de un hombre envuelto en algo flotante, quizá un capote o un macferlán, se abatió sobre ella, como un gigantesco y siniestro murciélago.Un destello de luz, se reflejó por un momento angustioso y alucinante, en un ojo fijo, dilatado, inyectado en sangre, vidrioso y maligno, fijo en la desdichada figura de la muchacha.
La tapa plástica fue apartada lentamente, casi con solemnidad. Un vapor de hielo seco emergió de allí dentro, como una bruma maldita, liberada desde las mismas puertas del infierno.Y entre ellas, la figura se perfiló. Se materializó la visión dantesca, aterradora.Él permaneció mudo, como hipnotizado. Ella lanzó un grito ronco. Yo noté que todo me daba vueltas.Le vi. Estaba allí. Ante mí.Era él. El monstruo.El auténtico monstruo de Frankenstein.
¿Es absolutamente preciso, para provocar el terror en un lector, acumular efectos como la lluvia, los relámpagos y truenos, la noche oscura y tétrica, los elementos siniestros de apariencia lúgubre y otros recursos fáciles que introduzcan a quien lee en un clima de pesadilla?Tal vez no. Por eso voy a intentar aquí provocar la tensión, el suspense, y hasta el terror, si ello es posible, a pleno sol, en un escenario luminoso y alegre, con hombres y mujeres aparentemente normales, y en un clima de desenfado, frivolidad y sexo.Si entre todo ello, logra emerger un soplo de inquietud, de zozobra o desasosiego, será la prueba de que el experimento dio resultado positivo.Si no, mis perdones, lector. Pero que conste que lo hice con la mejor de las intenciones.