En una sucursal bancaria próxima al muelle 32… Se hizo el silencio. Un silencio denso. De muerte. —Esto es un atraco. ¡Que nadie haga tonterías! Preferimos llevarnos el dinero sin derramar sangre; pero no nos importará liquidar al imbécil que pretenda presumir de héroe. Las palabras sonaron secas, tajantes, estremecedoras.
El calor era endiablado, la música sonaba igual que el canto de un coro de ángeles y los martinis eran deliciosos. Lo que quiere decir que la fiesta estaba resultando un éxito. Tomé otro martini de una bandeja. La chica rubia comentó: —Todas mis amigas dicen que Aliee es muy afortunada al casarse con usted, Conrad. —Tus amigas están locas.
La muchacha de tez morena llegó a la fiesta y apenas sin saludar a nadie se desnudó, iniciando un baile lúbrico y salvaje como ningún otro. No fue una exhibición de strip-tease. Sólo llegó, riéndose, y se quitó las ropas. Todas las ropas.
Richard Gibson decidid despojarse de la chaqueta. Fuera cumplidos. Lo interesante de la velada empezaba ahora. Así lo había dado a entender Maggie con aquel «voy a cambiarme de ropa». Una cena magnífica. Y ahora la botella de champaña esperaba en su frío recipiente. Gibson dejó la chaqueta en una de las sillas del salón. Su diestra fue al costado izquierdo para apoderarse del revólver semioculto bajo el cinturón. Introdujo el arma en uno de los bolsillos de la chaqueta.
No era un bar elegante. Ni siquiera era limpio. Era uno de tantos tugurios que no cierran en toda la noche, y donde las horas del alba se desvanecen entre la neblina de humo concentrada entre sus paredes, mientras el olor rancio de la cerveza se agudiza tundiéndose en mil otros olores diluidos en la atmósfera. A esa hora incierta donde no se sabe si muere la noche o nace el día, la atmósfera acre del bar era más densa que nunca, justo cuando ya apenas si quedaba nadie flotando en ella como en un turbio mar de frustración y alcohol.
La verdad es que me extrañó ver a Mike Owens en el Club 2000. Porque el Club 2000, una especie de pub, es un lugar al cual acuden personas decentes, seres normales. Y Mike Owens, tal vez sea normal, pero me huele que, de decente, nada de nada. Mike pertenece también al cuerpo de policía; pero lo han retirado de la calle y lo han colocado en un trabajo meramente administrativo.
El whisky era pésimo. Al igual que el espectáculo. Ciertamente, la mujer no ponía mucho entusiasmo. Se retorcía con aparente sensualidad, pero más bien parecía sufrir del estómago. Su sonrisa era una mueca. En los ojos, cansancio. O tal vez desprecio hacia las lascivas miradas que devoraban su cuerpo. Introdujo los pulgares bajo el diminuto pantaloncito negro.
A Gillis Wheeler le gustaba que le llamasen amo, más que jefe o patrón. Wheeler, en el fondo, era un romántico y muchas veces se consideraba de más en esta época. A él le hubiera gustado más vivir en el siglo pasado y en el Sur, dueño de una inmensa plantación y de un millar de esclavos, que curvarían el espinazo al paso del amo, montado en un alazán de Kentucky, respetado y considerado por la vecindad y con altas aspiraciones en la política.
Dan Cameron recibió la participación de boda pocos días antes de que ésta tuviera lugar. Pero estuvo a punto de no recibirla. Acababa de regresar de África, de un largo y atractivo safari fotográfico por diversas reservas de animales salvajes, en Kenia, Uganda y África del Sur. De haberse demorado diez días más en el regreso, como pensara inicialmente, nunca hubiese recibido esa invitación a la boda. Y muchas de las cosas que sucedieron, jamás hubieran llegado a sucederle.
El proyector zumbaba débilmente en la penumbra, hecha de negros, grises y un blanco deslumbrante. Su motor apenas si era un ronroneo de fondo al diálogo recortado, seco, incisivo, que a la usanza de cualquier obra de Hemingway o Dos Passos, brotaba del sistema sonoro de la pequeña pantalla ante la cual permanecían sentados, en absoluto silencio, los dos personajes, arrellanados cómodamente en sus butacas, privilegiados espectadores únicos de aquella sesión cinematográfica.
El ladrón entró en la casa sin que ninguno de sus habitantes se diese cuenta de su presencia. Apenas se encontró en el interior, se dirigió a un rincón de la estancia a la que había llegado y se acercó a una consola, sobre la que se divisaba una arqueta de sándalo, de buenas dimensiones. La estancia era un gran dormitorio, lujosamente decorado, con espejos en el techo, justamente sobre la cama. La mayor parte del suelo estaba cubierta por una espesa moqueta, imitación a piel de oso polar, que prestaba un cálido aspecto al lugar.
Sabía que aquel trozo de metralla estaba alojado cerca de su corazón. Tan cerca que un mínimo desplazamiento podía ocasionarle la muerte. Sin embargo, aquel trozo de metralla no se movía. Hacía treinta años que permanecía allí, inmóvil, cerca de la arteria coronaria. Y Frank Harold, el hombre que debía su fortuna a su boda con una rica heredera, se había olvidado ya de que su vida, en verdad, pendía de un hilo.
El joven viajero sonrió, poniendo de nuevo en marcha su vetusto automóvil de tercera o cuarta mano, con algunas dificultades a causa del intenso frío. Las ruedas se deslizaron pesadamente sobre la nieve endurecida y salpicada por la suciedad del fango, en el acceso a Waterville. El indicador quedó atrás. Luces y edificios aparecieron ante sus faros, destacando en el blanco paisaje nevado. Como fondo de todo aquello, a su derecha, un lago helado rodeado de pinos blancos, reflejaba la débil claridad de algunas de esas luces urbanas.
El hombre yacía boca abajo, con una pierna doblada y el brazo derecho extendido, como si quisiera agarrar algo. Pero sólo había cogido un puñado de hierba medio seca. Tenía un agujero en la parte posterior de la cabeza. —La muerte ha tenido que ser instantánea —dijo Ned Bane, comisario de Sittakaw. Su ayudante, Hank Norris asintió.
Su sueño se estaba realizando. Por fin, tenía allí a la mismísima Venus Bwinn, la «voz angélica» como la denominaban los críticos más reacios a los ditirambos. Para los críticos proclives a las palabras entusiastas, el diccionario no contenía las suficientes con las que componer los elogios que se merecía la cantante. A Jesse Bruden le gustaba cómo cantaba Venus, desde luego, pero ella le gustaba mucho más. Estaba enamorado (platónicamente, desde luego) de Venus. Lo que se dice loco por ella.
Eddie Friedrich arrojó el billete sobre el mostrador. Un billete sucio y arrugado. El rostro de Lincoln era una borrosa sombra bañada en mugre. Friedrich sonrió. Aquel billete de cinco dólares no desentonaba en el local. Bounty rebosaba suciedad por todos los rincones. Lo único brillante era la calva de Ralph Logan. —¡Eh, Ralph…! Otro whisky.
Donald Lee tenía miedo. Miedo auténtico. Tener miedo es un sentimiento profundamente humano y, por ello mismo, nada sorprendente ni anormal. Pero en Donald Lee sí era realmente extraño. Porque Donald Lee no había tenido miedo jamás. No sabía lo que era. Y, sin embargo, ahora, por primera vez en su vida, sabía que estaba asustado. Profunda y terriblemente asustado.
Washington, capital de los Estados Unidos, es una ciudad acogedora y paradisiaca. Con sus grandes avenidas arboladas, sus maravillosos cerezos del Japón, sus museos y sus grandiosos monumentos. Una pequeña gran ciudad.
Tenía el pelo revuelto, un poco largo, la barba de una semana y sus ropas, cazadora, camiseta oscura cerrada, pantalones vaqueros y zapatillas de deporte, no estaban precisamente en sus mejores momentos. Aunque era alto y bien proporcionado, Chester Quarry, más conocido entre sus amigos por el sobrenombre de Pop, ofrecía en aquellos instantes la viva estampa de un mendigo.
Phil McCowen succionó el cigarrillo. Exhaló una bocanada de humo que formó fugaz cortina ante su rostro. —Prestadme atención. Alec Armstrong y Geoffrey Harris desviaron la mirada del plano para posarla sobre McCowen. Éste era un individuo joven. De unos veintiocho años de edad. Rostro de correctas facciones adornado de intenso bronceado. Complexión atlética.