Los jugadores del «Wandenberg F. C», guardaron silencio. Estaban sentados en círculo, en el suelo, alrededor de la banqueta que ocupaba Ulrich Losser, el entrenador. —Hemos luchado como jabatos —siguió diciendo Ulrich—, sin medios, sin dinero, sin nada… y hemos conseguido llegar a esta final de aficionados de la que el vencedor se convertirá en un equipo profesional. Movió la cabeza de un lado para otro, y aunque una sonrisa flotaba en sus labios, sus ojos estaban cargados de tristeza.
El reloj marcaba las seis y cinco. Luella abrió el cajón derecho de su mesa y guardó en él los papeles mecanografiados. Otro empleado, tan rezagado como ella, había recogido ya sus cosas e iba en busca de su chaqueta para marcharse. El hombre le hizo un gesto amistoso de adiós. —Hasta mañana, Luella. —Hasta mañana, Art. Cuídate ese resfriado. El hombre tosió.
El primer asesinato ocurrió del siguiente modo: El campeón italiano de golf Guido Veloso, llegó a París el día 24 de abril para participar en un torneo. Guido era un tipo muy seguro de sus posibilidades y estaba convencido de vencer sin ninguna dificultad a los participantes de aquel torneo incluido naturalmente su peor enemigo, el canadiense Fred Corben. Guido y Fred se odiaban.
Gerard Duprez levantó la cabeza, sorprendido, hacia la persona que acababa de entrar en lo que él denominaba su «santuario». Frunció el ceño, disgustado, contemplando el rostro de su visitante. —¿Quién te ha permitido entrar hasta aquí? —preguntó con ostensible aspereza en su tono de voz. —La puerta del corredor estaba abierta, Gerard —fue la suave respuesta del recién llegado, cuyos ojos, resbalando por encima del hombro del dueño de la casa, se clavaron con una mezcla de estupor y admiración en el objeto colgado del muro, visible ahora a la luz especial que alumbraba aquella zona de la pared del fondo—. Cielos, ¿qué es eso? —Creo que lo estás viendo: un rostro de Cristo —declaró con acritud Duprez.
¿Por qué diablos me pareció ver en los ojos de aquella muchacha un mensaje de muerte? Había ordenado a Flood, mi fotógrafo, que le hiciese unos primeros planos, con su teleobjetivo. Hamer obedeció a regañadientes, ya que su interés se centraba totalmente en lo que estaba aconteciendo en el terreno de juego. ¡Cómo si todo el mundo no supiera que los Águilas de California iban a ganar aquel encuentro!
—¡Antoine! Al llamar a su hijo, el viejo Thomas no se volvió. Toda su atención se concentraba en la pantalla del televisor de la que no separaba los ojos un solo instante. —¡Antoine! Estaba furioso. En la pantalla —una transmisión vía satélite desde Los Ángeles, en directo— se desarrollaba la última fase de un partido de frontón en la modalidad de cesta punta. Había, en los ojos del viejo Thomas, luces que se movían velozmente, como luciérnagas. —¡Vamos, hijo! ¡Hazlo! —gritó.
Faltaban tan solo cuatro días para que comenzara el Tour de Francia y René Chabrol, director del equipo Martell, ya lo tenía todo previsto para llevar a su equipo a la victoria. Se trataba de un individuo de cincuenta y tres años, excampeón de Francia, tres veces ganador del Tour y una del Giro. Había sido un gran corredor, con un fondo físico impresionante, que jamás había dado una carrera por perdida. Eso era al menos lo que todo el mundo sabía de él. Pero había algo más. Mucho más...
No podré olvidarlo nunca. Nunca... Todavía cierro los ojos y, con mi imaginación, puedo rememorar aquel momento supremo, aquel instante decisivo, en el que todo dependía prácticamente de mí. Todo. El partido, el título del campeonato, el futuro del Club. Absolutamente todo. Incluso, sin yo saberlo entonces, mi propio futuro como deportista. Y hasta como hombre, como simple y puro ser humano...
El gentío que abarrotaba el «Sporting» de Filadelfia estaba de pie, vociferando. La gran mayoría de los espectadores parecían histéricos. Gritaban, aullaban, insultaban... Todos los allí presentes adivinaban que el final estaba muy próximo. Que era ya inminente. Una victoria por KO de su ídolo Sean OʼBrooke sobre el actual campeón, Lincoln Vince. La gente apremiaba con sus gritos al ya casi seguro vencedor para que liquidase de una vez a su contrario.
Desde el lugar que ocupaba, tras la enorme caja registradora, Luen-Su sonrió al ver la silueta del hombre que la estaba esperando al otro lado de las grandes lunas del escaparate. Consultó su reloj de pulsera, comprobando con una mueca de disgusto que faltaban aún veinte largos minutos para que el establecimiento se cerrara. Volviendo la cabeza alzó la mirada para ver, a través de las vidrieras de aquella especie de caja de cristal situada a una mayor altura que el suelo de la tienda, la cabeza canosa de su padre, inclinado sobre los libros de cuentas. Un suspiro escapó de los labios de la muchacha. Hacía diez años que habían llegado a América. Diez largos años en los que habían ocurrido muchísimas cosas. Tras dos temporadas triunfales en el Orient Circus, Ling-Fu, su padre, se había negado rotundamente a seguir trabajando en el mayor espectáculo del mundo. Había luchado desesperadamente, junto a su mujer y a su hija, agarrado siempre a la esperanza de que Yien-Mi reapareciera.
Aquel maldito despertador, no dejaba de sonar. Mi cabeza estaba a punto de estallar. —¡Ya voy! —exclamé como si el artefacto fuera capaz de oírme. Saqué la mano del interior de la cama y terminé con el maldito zumbido. Miré la hora, eran más de las dos. La noche anterior había bebido en exceso. No aguantaba tanto como antes. «Te vas haciendo viejo, Mike», me dije a la par que me miraba en el espejo del cuarto de baño. Me afeité con lentitud para evitar cortarme, lo que solo conseguí a medias. Restañé la pequeña heridita y apliqué un poco de loción en todo el rostro.
Tony Lamota miró a su alrededor y sintió náuseas.
Estaba en una habitación de mala muerte en un miserable hotel del Bronx pomposamente llamado «Palace». No tenía nada mejor. Todo en su vida era malo. Había nacido con una maldición y lo más seguro era que muriese maldito.
Se levantó de la cama, se duchó y bajó al bar de Popy. Tenía tiempo de sobra antes de llegar al gimnasio.
Popy era un negro de un metro ochenta y cinco. Había sido luchador de los buenos. Se le conocía en la profesión con el nombre de «Látigo negro» por su costumbre de saltar al ring con un látigo en la cintura que, naturalmente, no podía utilizar aunque él lo había hecho en más de una ocasión para encender la sangre del incauto público.
En las paredes del bar había muchas fotografías de Popy en plena acción. Las mejores eran las que correspondían a cuando ganó el campeonato del mundo del superwalter a «Indio» Arizona, un descendiente de los apaches.
Pasaron cinco años...
Al pie de los Monitor Range se alzaba, como siempre, el rancho de los Kimbell, dedicados por entero a la cría de ganado vacuno, especialmente de vacas destinadas a la producción láctea.
No podía quejarse Robert Kimbell de la marcha de los negocios. En la última década había conseguido duplicar sus ganancias. Y la alta calidad de la leche que obtenía de sus vacas había ido dando a su nombre —«Kimbell-Milk»—, una fama merecida.
Aquella mañana, a bordo de su gran Ford-Station, Robert regresaba del aeródromo de la pequeña ciudad de Ely, a la que había ido a recoger a su hijo Luther, quien regresaba de Chicago donde había terminado sus estudios de ingeniero agropecuario.
Luther era casi tan alto como su padre, aunque menos fuerte y más esbelto. Tenía el cabello del mismo color pajizo que Robert, pero sus ojos eran oscuros, en vez de azulados como los del hombre.
Al inspector Hopkins le pasaron la comunicación cuando se disponía a ir a tomar el té.
—¿Sí?
—Inspector, soy la señora Mason. Estoy muy preocupada por mi marido.
—Cálmese, señora Mason. Dígame qué le ocurre.
—Esta mañana, al levantarme, he encontrado una nota de mi marido en la que se despedía de mí. Al principio no le he dado excesiva importancia, pero...
—Un momento, señora Mason —cortó el inspector Hopkins—. ¿Por qué no le ha dado excesiva importancia?
—Inspector, preferiría que viniera usted a mi casa... —dijo la mujer.
El toro alzó la cabeza.
Una luna redonda como un pandero, rodando sobre la recta línea del horizonte, plantaba la sombra del animal sobre el suelo sedoso de la dehesa.
El toro estaba en un claro y, como siempre, solo; estatua negra y viviente que rezumaba fiereza por todos los poros de la noche reluciente de su piel.
Se llamaba «Ermitaño».
Quizá le pusieron aquel nombre porque, desde pequeño, siendo solo un becerro, escapaba voluntariamente a la manada, al grupo, y que cuando los peones de campo azuzaban a los astados para que no acumulasen grasa echados bajo las encinas, él se adelantaba, huyendo de la estúpida sumisión de los otros toros, que se dejaban arrastrar por el monótono repicar de los cabestros.
Hábilmente, Pamela aparcó su Cadillac delante del aeropuerto desde donde se veía más atrás la ciudad de Nueva York envuelta todavía en la neblina matinal.
—Faltan unos minutos —dijo la muchacha mirando con simpatía a su acompañante.
Tony Soretti sonrió. Era ancho de espaldas sin necesidad de ayuda por parte del sastre, era un hombre que hacía que las mujeres y los hombres se volviesen; las primeras para admirar su anatomía y los segundos por su categoría de campeón de boxeo de todos los pesos.
—¿Estás nervioso? —dijo pasando su enorme mano sobre el brazo de la muchacha.
Fue una noche triunfal.
Todo comenzó en el cuarto round. Precisamente cuando peor se habían puesto aparentemente las cosas para él.
Hasta entonces, el combate iba bastante equilibrado. A los puntos, debía de registrarse un empate o, cuando menos, un margen de uno o dos a favor de su rival, bastante mejor preparado que él para aquel enfrentamiento.
De repente, apenas iniciado el cuarto asalto, ocurrió lo peor. Su rival le «cazó» con un tremendo zurdazo imprevisto, que dio con él en la lona por la cuenta de siete. Se incorporó algo tambaleante, y el otro le acosó, logrando acorralarle en las cuerdas durante unos interminables segundos, en los que cubrió cómo pudo sus flancos, para salir del apuro abrazado al adversario, hasta que el árbitro rompió el mismo con el tradicional grito de «¡break!».
El público estaba enfervorizado con aquel muchacho alto y desgarbado que golpeaba con precisión a su contrincante de aquella noche.
Se llamaba Roger Flint y aspiraba a ser alguien en el duro campo del boxeo. Hasta la fecha no había conseguido más que unos pocos combates como aquel ante púgiles en pleno ocaso pero no por eso menos peligrosos ya que conocían todas las tretas del deporte de los guantes.
Roger tenía acorralado a su rival en las cuerdas y le estaba propinando una soberana paliza. Su oponente encajaba bien, pero estaba a punto de caer completamente grogui a la lona. La campana le salvó de hacerlo en aquel asalto, pero el público estaba seguro de que no resistiría otra serie de golpes como los que Roger le había estado propinando.
Un famoso jugador de baloncesto se ve inmerso en un feo asunto de drogas, protitución y asesinatos. Todo parte tras la disputa de un partido, donde minutos antes de terminar, es expulsado por cometer su última falta. Se marcha sin ver el final, pero a la mañana siguiente sale su foto en todos los diarios de la ciudad, acusándolo de ser el causante de la muerte de su contrincante en la cancha...