TED Salma estaba apoyado indolentemente sobre uno de los recios palos que formaban el sombrajo del hotel Arkansas. Ted era un tipo alto y flexible, fino de manos y suave de facciones. Parecía un tahúr refinado en su aspecto, por la mirada fría que brillaba en sus ojos, la finura de sus dedos largos y afilados, su melena rizada que caía indolente sobre su cuello, medio ocultándolo, y el bigote sedoso que adornaba su labio superior.
HACÍA un calor de infierno. El cielo, completamente gris, amenazaba con romper en una lluvia infernal como solía suceder en aquella parte del Gran Cañón del norte de Utah. Las nubes, aquietadas en el espacio a falta de aire que las empujase, descendían por su propio peso como si pretendiesen fundirse con los agrios picachos de montes y lamer el amplio desierto que iba quedando atrás en la zona de los ásperos y peligrosos cañones.
SAN Antonio de Texas, 1880. Un pueblo y una fecha en la que casi se puede afirmar que culmina toda la historia áspera, salvaje y sangrienta de aquella parte del sur de Texas, que tantos motivos dió para emborronar cuartillas tratando de pintar, de un modo pálido junto a la realidad, lo que, en un área de cien millas cuadradas, sucedió en esta parte del último tercio del pasado siglo.
EDITH Toler penetró en la plaza de la iglesia, graciosamente montada en su braceante jaca pía y se encaminó directamente hacia el hotel del Valle. Cuando cruzaba por el callejón de los Apaches se había quedado un tanto sorprendida al captar el alegre rasgueo de una guitarra—cosa un tanto desusada en aquel trozo del valle de Wasaton en Utah—y mucho más al percibir la voz viril un poco atenorada de alguien que, con despreocupación, desgranaba una tonada en español acompañada por el ritmo de la guitarra.
COMO un reguero de pólvora corrió la noticia por todo el escaso vecindario de Villa Sur, poblado en embrión junto al Arroyo Sucio, no muy lejos del curso del Cimarrón en Oklahoma. El tren de Rock Island había sido asaltado en el puente del Cimarrón y el dinero que transportaba para el pago de los soldados en Tejas había pasado íntegro a manos de los asaltantes. De la hazaña se culpaba a Bill Doolin y su banda que merodeaban a lo largo de las orillas del famoso río, en lo que vulgarmente se llamaba entonces la Zona, para designar una enorme extensión de terreno en principios de colonización en el territorio de Guthrie.
LA hacienda Norris, en el este de Arkansas, había sido como tantas otras, víctima de los furores de la Guerra de Secesión. El fluctuar de la lucha la había asolado bárbaramente y cuando Norris, después del éxodo, regresó a su granja, comprobó con dolor que sería mucho lo que tendría que trabajar y luchar para rehacerla si llegaba a conseguirlo algún día.
OLAF Witney, luciendo en la bocamanga de su chaqueta color marrón el galón rojizo de cabo de la Policía Forestal californiana, se hallaba erguido en la silla de su caballo debajo de una sequoia de tronco gigante, cuyas ramas, a una altura que pasaba de los ochenta metros, se perdían formando bóveda y ensombreciendo el terreno. En derredor, los colosales y extraños árboles, únicos en aquella parte de la región, se dilataban como un ejército exótico y milenario que escapaban a toda comprensión.
NO era muy variado el paisaje que se desarrollaba a la vista de los viajeros por aquella parte del sur de Missouri. Desde que la diligencia saliera de Springfield hacia la divisoria de Arkansas, sólo se extendía a su vista un terreno bastante llano, turbado a veces por ligeras depresiones o amarillentas colinas perdidas en la pradera, que apenas si tenían fuerza para romper la árida monotonía del camino.
SAMUEL Redgrave se aferraba con desesperación a los sólidos barrotes de su pequeña celda, contrayendo sus duras manos en ellos hasta hacerlas blanquecer del esfuerzo, pero los barrotes bien hundidos en la pared maestra que formaba el tabique de la prisión, parecían indiferentes al esfuerzo sobrehumano que Samuel realizaba para arrancarlos de su alvéolo. Jamás hubiese sospechado que su alegre regreso a Garretson, donde tenía su rancho, fuese tan dramático para él.
AUN brillaban con fuerza las estrellas y cortaba el viento en aquel colgado refugio del macizo Big, en la Sierra Nevada, cuando Klaus McCarthy despertó sobresaltado al recibir en su sucio y curtido rostro la sensación de un pequeño golpe que había cortado su ya de por sí ligero y accidentado sueño. Tumbado sobre el hacinamiento de hierba reseca y medio liado en su manta, su primer movimiento instintivo fue echar mano a los revólveres que, cargados hasta la boca, yacían junto a su mano. Sabía que en ellos estaba la defensa de su vida y no se apartaba de ellos cinco centímetros, ni para descansar lo más preciso.
AQUEL edificio de regulares dimensiones en realidad sólo era un barracón de sólida madera con un amplio porche corrido y una tejavana que resguardaba del sol y de la lluvia. El porche no podía estar mejor aprovechado: en su parte central se abría un vano de puerta en cuyo fondo se hallaba instalada la pequeña estación telegráfica del poblado; al interior, un mostrador corrido de pared a pared cortaba el paso de los clientes y, a un lado, descansaba sobre una mesita el pequeño aparato que ponía en comunicación el poblado con todo Texas y, si era necesario, con el resto de los estados.
EL Refugio, la cantina que se erguía a más de una milla del poblado, a un lado de la senda rocosa, se hallaba aquella noche de un terrible mes de enero muy animada. Por las ventanas del piso superior salían los reflejos anaranjados de las lámparas de petróleo encendidas para iluminar el gran comedor y el reflejo, al abarcar la parte externa, ponía tonos anaranjados en la blancura de la nieve, sobre todo en los lugares no pisoteados por los cascos de los caballos.
CON un vaso de aguardiente delante de él sobre el tablero de la mesa y la pipa entre los dientes, Hirian Wallon parecía meditar, mientras una semisonrisa irónica florecía en sus labios. Hirian era un muchacho ya frisando en los veintisiete años, de excelente estatura, de esqueleto bien conformado y de movimientos flexibles y elegantes. Moreno de tez, con ojos negros y grandes en los que brillaban chispitas doradas que parecían prestar sonrisa a sus pupilas y de pelo negro y algo rizado, constituía un tipo de hombre bastante atrayente.
GATHIE Basney miró inquieta hacia la senda que descendía hacia la amplia cabaña, que a modo de rancho se erguía en aquella parte acotada por su padre algunos años atrás, para establecer su pequeña hacienda y convertirse un día en un respetado y hacendado ganadero. Las cosas habían marchado regularmente los primeros años.
LA llegada de un emisario procedente de Forth Stephens a su inmediato puesto en Forth Elder, situado a más de doscientas millas del primero, no iba a ser muy grato para algunos de los caravaneros y marchantes recién llegados a este último fuerte. El emisario era portador de órdenes concretas relacionadas con algunos de ellos y las órdenes que portaba amenazaban con ser el prólogo trágico de una violenta odisea, en la que la muerte debía jugar un importante papel.
ALBOREABA el año 1861. Las calles de Nueva Orleáns, la bella e industriosa ciudad de Luisiana, junto al caudaloso Mississippi, se hallaba poseída del más agudo nerviosismo. Por sus calles amplias, soleadas por el sol de marzo, salpicadas de bellos y arrogantes edificios, circulaba una multitud enfebrecida, en la que el elemento femenino daba colorido al ambiente, en una amplia y excitada representación. Eran los días tremantes en los que los estados del Sur, sin entenderse con el gobierno federal en el arduo problema de los esclavos negros, se hallaban dispuestos a lanzarse a la peligrosa aventura de una guerra civil, solamente para defender aquel inhumano fuero de la esclavitud, tan arraigado en el espíritu altivo de la nobleza—nobleza en dinero y plantaciones—de los estados sureños.
LA noche era oscura y dominada por un poco de niebla húmeda y fría, que medio borraba los trazos del pequeño andén de la estación de Picacho, un pueblo de poca importancia de la línea que iba de Maricopa a Tucson. La estación era larga, achatada, renegrecida por el agua y los vientos, de paredes de adobe, con una marquesina de obra de fábrica que sobresalía un par de yardas sobre el concreto del andén.
EL herido respiraba con dificultad y se quejaba débilmente, tratando de arrancar de su pecho la venda que el médico le había colocado dos horas antes, después de una dolorosa labor para extraerle la bala que le había quedado clavada en el pecho. La angustia y el escozor que sentía en la herida le producían tal sensación de angustia que parecía que nadie podría contenerle. Se retorcía en el duro lecho, en tanto Martha, su madre, con paciencia infinita, apelando a sus fuerzas y sus recursos amorosos, trataba de hacerle comprender que si quería salvar su vida debía ser fuerte, aguantar el dolor y no realizar aquellos esfuerzos que volverían a abrir la herida trágicamente.
A LAS cinco de la tarde llegó Ray Corway a la populosa ciudad de Glassville, centro minero en el estado de Virginia. Diez horas a caballo desde Richmond, dos botellas de gin, media libra de pan y un tarugo de queso maloliente pero sabroso. Esto era todo lo que había entrado en el maltratado estómago de Ray en dos días.
SOBRE uno de los extremos más salientes de la mesa de bacarrat yacía, inclinado de bruces, el cuerpo de Carl, el tahúr. Había recibido dos balazos en el corazón, y su agresor, el temible Guy Cannon, permanecía en pie frente al caído cuerpo, en la parte contraria de la mesa, empuñando el aún humeante revólver. Un silencio de muerte, muerte verdadera, se había impuesto entre los muchos puntos que rodeaban la mesa, ante la veloz agresividad de Guy disparando sobre Carl, cuando éste pretendía estirar el brazo con la raqueta para arrastrar la postura de Guy.