No soy un hereje. Sabes que soy tan buen cristiano como tú y como todos nuestros vecinos y amigos. Además, en tierras del Señor de Falsborg, ¿quién nos iba a procesar por herejía? Él es el primer hereje de todos, el que se ha levantado contra el poder de nuestro rey Otón I de Alemania, y contra el Sacro Imperio. Niega a Dios y niega toda fe cristiana. Es un hereje. Más que eso: un malvado, un tirano sin conciencia, que permite que la maldita peste negra azote a sus tierras, a sus vasallos y sus soldados, sin mover un dedo por impedirlo. Allá arriba, encerrado en su maldito castillo inexpugnable, espera sobrevivir a la Muerte Negra, viendo cómo su feudo queda arrasado por el mal. Para él, los herejes somos los que creemos en el Señor y confiamos en Él, no los que a veces, llevados por la desesperación, maldecimos y blasfemamos. Él es la blasfemia viva, personificada en un hombre. En un hombre cruel, pervertido, caprichoso e indigno.
Su alarido de horror infinito se estranguló en un estertor primero, en un horrible silencio después, cuando la forma de la noche cayó sobre él, le envolvió en un contacto mortífero, y un cuerpo frío y viscoso reptó sobre el yacente borrachín, en medio del sonido de una succión profunda y atroz, unida a un deslizamiento sinuoso, sutil, que mantenía electrizado al bosque entero, silenciado por el temor a la criatura llegada de lo desconocido.Momentos más tarde, la forma cautelosa se despegaba del lugar donde cayera Paulo Carlos. Era sólo un cuerpo inerte, bañado en sangre, el que quedaba allí, con sus huesos reventados, con el cuello quebrado, el rostro amoratado, la boca goteando sangre por la fractura de sus costillas y tráquea, por los desgarros brutales de unos pulmones que parecían haber sido expuestos al anillo mortal de un gigantesco reptil, de especie desconocida.Un reptil que ahora, extrañamente, se erguía sobre sí mismo, para dar la impresión de que caminaba como un ser humano, para sepultarse de nuevo en las insondables negruras de la selva amazónica.
Y yo, anoche, me vi entrar en ese panteón, conducido dentro de un féretro, rodeado por cánticos y rezos, sin poder decir a nadie que veía sus rostros, oía sus liturgias y sus lamentos, sentía todo cuanto sucedía a mi alrededor, pero estaba muerto.Muerto, sabiendo que no lo estaba. Muerto, sabiendo que mi muerte era sólo aparente. Como la de mi padre. Como la de otros Haversham, quizás.
El empresario de urbanizaciones no dijo nada. Se alejó, tambaleante, como si no pudiera entender nada de todo aquello, aunque no permaneció muy lejos de luces y personal, quizá por miedo a verse solo. En el decorado del plató 9, pronto se empezó a rodar, tras el ritual golpe de claqueta, en medio de un silencio impresionante.
Una fría sonrisa era la respuesta. Una mirada cruel e implacable, desde el rostro que al fin se revelaba ante él, sin necesidad de mediar palabra alguna. No hacía falta tampoco. Ahora ya sabía él quien era el Coleccionista, aunque no pudiera creerlo todavía.Lo sabía, y eso significaba la muerte.Por ello, quizá, mientras contemplaba larga y angustiosamente, durante unos interminables segundos, la faz de aquel ser demoníaco cuya identidad real jamás había llegado a sospechar, Barry Wade creyó ver desfilar por su mente, como en un rápido caleidoscopio, una sucesión vertiginosa de imágenes del inmediato pasado, de la espantosa y sangrienta pesadilla que ahora iba a terminar para él, y que sin embargo comenzara de un modo tan trivial, tan increíblemente simple, tiempo atrás, cuando por primera vez, sin él mismo saberlo, iba a enfrentarse al siniestro Coleccionista de Espantos, como le llamaban ya todos en Scotland Yard.
Físicamente, seguía siendo tan hermosa como en vida. Y quizá en ella existiera vida, después de todo. Esa vida que muchos niegan, que está más allá de la vida y de la muerte, más allá de la frontera insondable de las sombras, adonde yo había podido llegar, conducido por el oscuro poder de las Tinieblas.Acaricié aquel cuerpo sin vida, céreo y helado. Creí sentir su calor interno, ignorado por todos. Me pareció que sus ojos miraban a través de sus párpados. Que sus labios exangües tenían un rojo vital que nadie excepto yo mismo podía ver.Y ocurrió.Ocurrió entonces. Por vez primera.Amé a aquella mujer. La amé como se ama a cualquier mujer. Con la sola diferencia de que ella estaba muerta.
A medida que se aproximaba alos montículos de la curva, la oscuridad crecía y crecía. Era ya casi noche cerradacuando los alcanzó y se dispuso a rodearlos, para verse ante las luces deWhitefield que, sin duda alguna, serían un paisaje acogedor y esperanzado. Olivia Caine jamás llegó adoblar esa curva que significaba, virtualmente, el fin de su camino. Allí encontróla muerte. Una muerte atroz, increíble.Una muerte que ella no podía esperar en modo alguno, y que surgió de repente delos frondosos abetos situados en el montículo más próximo.
Con los amigos ya era otracosa. Tenía considerada la amistad como algo verdadero, sólido y perenne: Algoque no se podía traicionar, Algo a lo que no se podía considerarsuperficialmente, porque un amigo tenía que ser algo más, mucho más que unasimple relación entre dos personas. Fue precisamente eso, suculto a la amistad, lo que le conduciría al horror más insólito imaginable. Unamigo, uno de sus mejores amigos, sería quien le metería en ello del modo másimprevisible.
El cuerpo flotó dentro del agua, con el rostro terriblemente deformado por el horror de la muerte en plena asfixia. Los ojos desorbitados, la boca convulsa, hablaban claramente de una muerte espantosa, lenta y angustiosa.El hombre gato no pareció inmutarse lo más mínimo. Se inclinó, contemplando el cadáver. Luego, retrocedió lentamente. De su bolsillo, la mano enguantada, chorreante de agua ahora, extrajo algo que hizo pendular por encima de la bañera.Era un ratón, al que sujetaba por la cola. Estaba muerto, y era de pequeño tamaño, de un color gris oscuro. Lo arrojó al agua, junto al cuerpo sin vida, y una risa hueca brotó bajo la máscara riente del Gato de Cheshire.Luego, abandonó con igual cautela el cuarto de baño. La noche, las sombras y los viejos rincones de la casa señorial, engulleron su figura fácilmente. Ni siquiera era visible cuando se perdió en el exterior, a través de las espesas cortinas rojas y las vidrieras entreabiertas.
Entre los hermosos cabellos rubios oscuros, asomaron sus escalofriantes ojos sin párpados, pestañas ni nada que no fuese el cerco sangrante alrededor de sus terribles órbitas dilatadas y horribles. Con aquella piel tirante como seda translúcida, dejando marcar los huesos de su calavera. Con aquellos dientes sin labios, en eterna mueca grotesca y espantosa, igual que la sonrisa misma de la Parca. Y con aquella alucinante, estremecedora cara de pesadilla, digna del más incalificable y siniestro horror imaginado por una mente humana.
La muchacha de cabellos rojos y sueltos, de belleza agresiva y sensual, tomó la gran carta, abriéndola displicente para elegir su cena.Karin tomó la suya. La abrió. Miró la lista de pescados.Y lanzó un grito ronco, sintiendo que palidecía de repente. La otra la miró, con aire sorprendido.Karin seguía mirando fijamente aquellas palabras, manuscritas en forma diagonal sobre la lista de pescados.Conocía demasiado bien aquella letra para dudar. Era la de él. La de su difunto esposo Frank.
En la habitación que poco antes era nido de amor, una sombra inhumana se erguía sobre otra que empezaba a ser, simplemente, un espantoso pelele de sangre y carne desgarrada, convulsionándose en espasmos agónicos sobre la moqueta ensangrentada.Lucky, el gatito de Angora, soltó un bufido, con su pelo erizado y los ojos desorbitados, perdiéndose aterrorizado por los más distantes confines de la casa, mientras algo se movía sigiloso en la sala, apartándose de un cadáver destrozado, produciendo simples roces sedosos en la moqueta.Luego, inexplicablemente, un largo, ronco maullido de placer, sonó lúgubremente dentro de la casa, alejándose del difunto Jarvis Normand, y unos sigilosos andares de felino se movieron hacia la salida.La sombra grande y oscura que saltó momentos más tarde a las tinieblas del jardín, no tenía nada de humana.Sí alguien la hubiera visto, seguro que el miedo le habría paralizado el corazón y helado la sangre en las venas.
Señor Dolan:Yo, Randolph Taylor júnior, albacea testamentario de Barnaby Dolan, puedo anticiparle que, según voluntad expresa del testador, todos los parientes que heredarán a su muerte habrán de estar obligatoriamente presentes en el momento de su óbito, para tener derecho a su parte de la herencia. En caso de ausencia, por el motivo que sea, de entre los muros de su propiedad, ese heredero quedará automáticamente descalificado, diga lo que diga el testamento al ser abierto, y no recibirá un solo penique.Lo cual me permito recordarle aquí, con carácter urgente, habida cuenta de que la vida de su tío no se prolongará demasiado, y es de la máxima necesidad que se presente usted aquí en el plazo más breve posible, si de verdad desea asistir a los últimos momentos de su tío y, por ende, percibir aquella parte de la herencia a que tiene derecho.Suyo atentamente,Randolph Taylor jr., abogado.P. D. No demore el viaje. Puede sobrevenir la muerte en cualquier momento. Avíseme telefónicamente en cuanto tome su decisión.
Un larguísimo lamento brotó de la garganta de una, mientras se aferraba con manos convulsas al mango del venablo. Tras ella, la otra chica emitía unos horripilantes gorgoteos.El venablo había atravesado a la primera a la altura del esternón, justo entre los senos. Era más baja que su amiga y ésta notó el terrible dolor en el estómago.Dos pares de piernas se debatieron convulsivamente. En los últimos espasmos de la agonía, la más alta trató de librarse de aquel hierro que la atormentaba y agarró a la pequeña por el pelo, arrancándole grandes mechones de cabello, sin que la morena sintiese el menor dolor en aquella región. El único interés estribaba en arrancarse el palo que la había ensartado como la mariposa de un coleccionista. Pero las fuerzas le fallaron súbitamente y se venció hacia adelante, aunque sin caer al suelo, con los brazos colgando laciamente hacia abajo.La otra duró un poco más. Mientras conservó la consciencia, de una forma relativa, continuó arrancando pelos de la cabeza.
El cajero se puso rígido. Sus labios temblaron violentamente, en tanto que sus ojos se dilataban de una forma espantosa.—No, no puede ser. Tú estás muerto. ¡Hijo! —gritó inesperadamente—. Dick, hijo mío. Tú estás muerto. Te enterramos hace más de cuatro semanas, Dick, ¿por qué has vuelto? Deja esa arma, tú estás muerto.—¡Calla, viejo! —gritó el atracador.—Hijo, siempre fuiste honrado.La pistola-ametralladora escupió bruscamente una corta ráfaga. El cajero gritó, a la vez que caía hacia atrás.—Estabas muerto. Te enterramos hace cuatro semanas. ¿Por qué tenías que volver, Dick?Siguió llamando a su hijo, hasta que murió.
El murmullo fueconvirtiéndose en una suerte de gruñido. Sus movimientos oscilantes sindespegar los pies del suelo, parecían el preludio de un éxtasis sensual yobsceno. Ante el altar negro, emitióun quejido. Toda ella se tensó en sus salvajes invocaciones. En la estanciapareció soplar el hálito de un viento infernal. Las velas se apagaroninesperadamente y se derrumbó de espaldas como empujada por una fuerzademencial. A zarpazos, se arrancó latúnica quedando desnuda, tendida en el suelo sin dejar de emitir la sordamelopea que brotaba como un torrente de sus contraídas cuerdas vocales. La violencia de suautoconvencimiento se apoderaba hasta del aire que respiraban. Sus jadeosanimales se hacían roncos, anhelantes, esperando el Mal que debería poseerloscomo pago del poder que ansiaban. De repente, dio un gritoinarticulado. Pareció aferrarse al aire, los ojos desorbitados, la boca abiertay jadeante, todo su cuerpo convulso, agitándose en el frenesí del éxtasis.Pareció enroscarse toda ella en un cuerpo invisible y con un rugido gritó: ¡Está aquí… aquí, conmigo…!
El hacha cayó con violencia.Las dos cabezas saltaron bruscamente de los cuellos de sus respectivos dueños, segadas de forma brutal por la afilada hoja del instrumento. Un caudal espeluznante de sangre brotó de las carótidas cercenadas.La muchacha pelirroja profirió un agudo grito de terror, con sus dilatados ojos fijos en la espantosa escena, y retrocedió, angustiada, mientras el asesino se volvía lentamente hacia ella, con mirada desorbitada y expresión demoníaca en su feo, horrendo rostro mutilado por el ácido.Aquella faz de gárgola medieval, crispada y deforme, reflejaba toda la maldad del mundo. La mano engarfiada que sujetaba el hacha tinta de sangre parecía la garra de una fiera demoníaca.
Intentó, en inútil reacción, echar la cabeza atrás. Pero la esquelética mano parecía estar dotada de férrea violencia y la obligó a bajar más todavía.MÁS.Y el otro brazo del ente también centelleó exhibiendo un afilado, largo, monumental cuchillo cuyos destellos azulados, letales, chispearon frente a sus ojos horrorizados.Y el grito, ahora sí, lo quebró todo.
Intentó huir, pero las manos del hombre fueron más rápidas y se cerraron en torno a su cuello.La mujer pataleó furiosamente, pero sus fuerzas no podían compararse con las del hombre que la estrangulaba despiadadamente.Con sus últimos instantes de consciencia, percibió algo que aumentó más el horror de la situación. Aquel espantoso hedor que se desprendía del hombre. ¿Acaso era cierto que tenía la facultad de resucitar a su voluntad?
La luz era ya un resplandor que nos envolvía. Supe que estaba a punto de atravesar la última frontera, de penetrar en lo eterno.Acaso de verme ante él.Ante Dios.Rodeado por todos mis felices parientes y amigos, con la misteriosa y bellísima Hazel guiándome con todos los demás, como si me conociera de toda la vida, pisé el umbral de la Eternidad.