Las tierras de Sybil Glendale y su abuelo son el objetivo de la Compañía de Inversiones de Dillman y alguno que otro mafioso de la zona. El abuelo de Sybil esperaba encontrar una veta de oro que les hiciera ricos, pero hasta el momento no han tenido suerte. Sin embargo, esto no explica el extraño interés que han despertado las tierras, ni la aparición de un cadáver en las mismas. Fillmore, un paleontólogo, acude a la ayuda de Sybil, esperando descubrir qué le ocurrió a su colaborador, que fue precisamente el hombre aparecido muerto mientras intentaba descubrir algún yacimiento paleontológico de valor para su estudio. Fillmore tendrá que superar momentos dignos del mejor Con la muerte en los talones, de Hitchcock, así como todo tipo de trampas que le tenderán Dillman y sus esbirros.
Gerry Bottoms alargó la mano derecha hacia el vaso de whisky. Bebió un largo trago para seguidamente volver a teclear sobre la máquina de escribir. Estaba terminando el folio. Y el trabajo. Mucho antes de lo proyectado. Se reclinó en el respaldo del sillón.
McBain miró en torno con una mueca. —Señor Havilland… El anciano se volvió hacia él, apartándose de la mesa. —¿Sí, teniente? —Usted dice que el intruso estaba en las escaleras cuando lo descubrió. ¿Subía o bajaba? —Supongo que se disponía a subir, sólo que hizo ruido y yo le oí desde aquí y salí. El vestíbulo apenas tenía luz, pero pude verle bien… era un hombre alto, de cara aplanada, si entiende lo que quiero decir…
El reportaje de televisión terminaba introduciéndose en el mando de las estadísticas. La voz del locutor era fría e impersonal. Daba cifras de muertos como si hablara de cosechas de cereales. La estadística era ciertamente interesante. Empezó comentando que el asesinato era la causa principal de muerte entre los neoyorquinos de quince a cuarenta y cuatro años de edad. Amenizó el dato con unas imágenes del ya lejano asesinato de John Lennon. Asesinato número 1642 cometido en Nueva York en el año 1980. No estaba mal.
Nancy Scott ahogó un suspiro. —¡Oh, Eric!… ¡Aún me resisto a creerlo!… ¡Una semana de vacaciones! ¡Y en Miami Beach! Es como un… Eric… ¿te ocurre algo? Ciertamente el rostro de Eric Chapman reflejaba una extraña mueca. Los ojos entornados. Con un ligero brillo. La mirada fija. Demasiado fija. Centrada en los exuberantes senos de Nancy.
Los dos coches se detuvieron frente a la casa solitaria y sus conductores apagaron las luces. Luego, cinco o seis hombres se apearon, cruzaron un pequeño espacio ajardinado y se detuvieron ante la puerta. El edificio era más bien modesto y de una sola planta. La puerta se abrió por sí sola, dejando a la vista un amplio salón, agradablemente decorado, pero sin lujos de ninguna clase
Sonó el teléfono. En el silencio profundo de la casa y de la noche, su timbrazo resultó casi estruendoso. Se fue repitiendo con intermitencias de silencio. El repiqueteo persistió, aunque nadie tomaba el aparato por el momento. Se abrió la puerta de la casa. Contra la luz del comedor se recortó la silueta de la mujer joven y esbelta. Llevaba un abrigo de paño color verde manzana. Estaba nevando ligeramente. Una ráfaga de aire frío agitó los faldones de la prenda cuando ella entró, cerrando tras de sí.
Era un rito consuetudinario. Un hecho que se repetía diariamente y a la misma hora. Algo así como una tradición secular. El coche, un Fiat negro, blindado y reluciente, cuyas ventanillas traseras ocultaban la identidad de su pasajero tras unas oscuras y tupidas cortinas, se detenía a las once y treinta y cinco minutos de la mañana en la confluencia de Viale Lacio con Via Della Libertá, en pleno centro de la siciliana ciudad de Palermo.
Gruesas lágrimas surcaban el bello rostro de Judith Allen. Con nublados ojos corrió por las calles de Manhattan. Sin rumbo. Ya era noche en la gran ciudad. Tráfico reducido. Muy pocos viandantes. Nadie reparó en Judith. En sus lágrimas. En la expresión de angustia reflejada en su rostro. A nadie importaba. Ni aun desangrándose en la bulliciosa Quinta Avenida, a plena luz del día, hubiera sido socorrida.
La música era muy viva, aunque no alegre. A Rick Valley le pareció la expresión en el pentagrama de la cólera de algún pequeño dios desconocido, pero, aunque no era entendido, creyó apreciar buenas cualidades en el violinista callejero que tocaba su instrumento cerca de una esquina barrida por el viento y la lluvia, con el sombrero a sus pies. Un chucho de color indefinible estaba sentado junto al músico y aguardaba pacientemente a que éste acabase su tarea, para refugiarse en algún lugar quizá no demasiado cálido y abrigado, aunque sí más confortable que la acera de una calle, por donde la gente transitaba con grandes prisas y sin hacer el menor caso del violinista.
Kevin Buchanan era un muchacho pelirrojo de cabellos alborotados, ojos metalizados de mirada penetrante e inquisitiva, facciones duras como sus maneras, varoniles y agradables, con mentón pronunciado que denotaba su personalidad. En aquella cara había unos labios carnosos, una barbilla partida y un algo en general que gustaba a las mujeres. Sin embargo, sus métodos, a quienes no gustaba era a los que llegaban al Precinto como presuntos culpables de algo.
Llegaban en bandadas procedentes de todo el país. Aviones enteros habían sido fletados por el protagonista del acontecimiento, y eran recogidos en el aeropuerto por caravanas de brillantes Rolls Royce pintados de blanco expresamente para la ocasión. Los más famosos columnistas de sociedad, los más sonoros nombres de la chismografía profesional que hacían latir los corazones solitarios de las solteronas, las frustradas o las frígidas de medio mundo desfilaban a bordo de los blancos coches hasta sus plazas reservadas en los más caros hoteles de Las Vegas.
Desprendió la hebilla de la falda. Ésta cayó a sus pies. Las largas y bien formadas piernas quedaron al descubierto. Luego, fue el suéter el que salió por la rubia cabeza con suma facilidad. También fue a parar junto a la falda. El hombre soltó un resoplido. Su cara se congestionó mientras los ojos inyectados en sangre miraban el desnudo femenino a contraluz de los guiños del letrero luminoso del motel, allá tras las rendijas de la persiana.
Sabía que nunca volvería a ver todo el lujo que tenía alrededor. Quizá por eso paseó la mirada en torno con una suerte de melancólica nostalgia. Suspiró, mientras cerraba la maleta en la que había amontonado apresuradamente lo más imprescindible para una mujer elegante y de buen gusto. Ya podía marcharse. Llevó la maleta al pequeño hall, donde ya esperaba un neceser de viaje. Volvió atrás para apagar las luces del dormitorio.
Cajon era un lindo y pintoresco pueblo de la llanura californiana, a muy pocas millas de la costa por el Oeste y a una distancia relativamente corta de San Diego, casi en la frontera mexicana, por el Sur. Pueblo manso y tranquilo, poblado por habitantes de sangre cálida, pero perezosa, vivía una existencia abúlica y suave, que el sedante descanso de una guerra cruenta y muy reciente hacía más tranquila aún. Brindándole espacio dilatado para su expansión, se abría en derredor de él una llanura ubérrima y verdegueante, donde los pastos eran una bendición del cielo, derramada con mano pródiga, y en la que los propietarios de los diseminados ranchos que ocupaban dicha extensión poseían cientos de hectáreas de terreno y necesitaban muchas horas de trotar a caballo para recorrer, en un día, sus propiedades.
Mike Lovo empujó ásperamente la puerta del almacén de Tony Jake, y con un gesto huraño, penetró avanzando hasta cerca del mostrador, ante el que se quedó plantado con sus poderosas piernas, un poco estevadas, firmes en la apisonada tierra y un rictus de dureza en sus groseros labios que no presagiaba nada bueno. Mike era un tipo alto, tosco de formas, algo así como si le hubiesen tallado de un grueso tronco de árbol a fuerza de desiguales hachazos. Sus piernas eran largas y recias, sus brazos poderosos, rematados por manos anchas y abiertas, en las que se señalaban las venas rugosas como sarmientos bajo la tostada piel. Su pecho poderoso, que se marcaba briosamente bajo la camisa de un color rojizo escandaloso, sobresalía en una curva pronunciada que parecía un desafío de fortaleza, y el cuello, rojizo, venoso, ancho como el de un toro, sostenía como remate una cabeza de tipo irlandés, a la que no le faltaba la aureola rojiza de una cabellera crespa y enmarañada, repartida en rebeldes rizos.
Sín disputa alguna, aquel forastero que tomaba el sol plácidamente a la puerta del llamado Hotel Cimarrón era el ser más estrafalario que los habitantes de Búffalo, el pequeño pueblo situado en la cuenca que encerraba los ríos Cimarrón y Beaver Creeck, habían contemplado en toda su vida. Largo como un abeto, delgado en demasía, de rostro a tono con su estatura, se destacaba más de una cuarta sobre el más alto de los vecinos del poblado. Recostado sobre los soportes del sombrajo que daba penumbra a la puerta del hotel, parecía una carátula allí plantada para llamar la atención, por el dueño del hotel, un texano de aire socarrón y palabra cáustica, que siempre estaba inventando cosas para que los forasteros —muy escasos por cierto— fijasen su atención en el hotel y le hiciesen objeto de su preferencia, en lucha despiadada con el dueño del Atlantic City, otro albergue instalado en la misma calle principal, varias barracas más abajo y que si no era mejor que el Cimarrón Hotel tampoco tenía nada que envidiarle a no ser la cazurrería y carácter jocoso de su propietario. El forastero, no queriendo desentonar con los habitantes del poblado, se había procurado un atuendo a tono con el vestir general, pero un tuerto hubiese adivinado desde el primer momento que aquel atuendo era un disfraz para ocultar su cédula personal, extendida a muchas millas de aquella parte del Oeste. Se componía su vestuario de una camisa azul con cuadros rojizos, dotada de cuatro bolsillos, dos a los lados y otros dos a la altura de los pectorales, que debían constituir su suplemento de maleta porque abultaban en fuerza de introducir en ellos objetos adecuados a la cabida, unos pantalones grises muy ajustados de rodilla para abajo, con refuerzos en la entrepierna, construidos con cueros, lo que parecía denunciarle como un apasionado caballista (el caballo del forastero no le había visto nadie en el pueblo), unas botas de altos leguis muy lustradas, con espuelas de Chihuahua, un cinto mexicano con la funda del revólver flácida y vacía por falta de arma y un precioso sombrero gris-perla, muy alto de copa, sabiamente abollado en su parte delantera y atado a la barbilla por una cinta negra que oficiaba de barboquejo; pero en la forma de calarse aquel genérico adminículo se adivinaba que era la primera vez que se lo había puesto. Como signo destacado de elegancia y más que de elegancia de pedantería, calzaba sus manos con dos guantes de manopla que casi le llegaban a los codos, y era de ver los ridículos esfuerzos que tenía que realizar cada vez que pretendía cargar la negra pipa, o encender un fósforo, o acaso sonarse la nariz sin despojarse de aquellos punteados guantes, que de vez en vez contemplaba con cariño, como si ellos le convirtiesen en el árbitro de la elegancia de Búffalo.
MORGAN Witney, un cincuentón, gordo como un tonel, de cuello ancho y hundido entre sus amplios hombros, con una cabeza de toro, en la que el pelo cano y rebelde formaba un casco abultado, unas mejillas grasientas, adornadas por unas amplias patillas grises en forma de hacha y un vientre que se desbordaba sobre el borde del tablero de la espejeante mesa del salón de reuniones, extendió el brazo olímpicamente y señalando un mapa del Estado de Idaho que se hallaba extendido sobre la mesa, dijo a sus cinco huéspedes...
LA clientela, que casi llenaba el bar del hotel White en Fortyth, junto al río del mismo nombre, era en extremo bulliciosa y vocinglera. El lugar, a escasas millas de la divisoria de Arkansas, resultaba un punto estratégico para el paso de un Estado a otro a lo largo del río, e infinidad de tratantes en ganado, rancheros y marchantes, fluctuaban constantemente en el poblado, recalando casi todos en el bar del hotel, ya que este era el mejor y más cómodo de la localidad.
Un ranger que se duerme en pleno servicio y se deja desarmar, deshonra nuestra policía montada. Jamás se dio semejante caso y todo hombre afecto a nuestro cuerpo, primero se dejó matar que quitar un solo cartucho. Como le digo, mi deber implacable era ese, pero soy humano y no puedo olvidar que ha prestado usted muy excelentes servicios a la causa de la justicia...