La trama se sitúa en San Francisco, y es otra nueva aventura de Los Tres Dragones de Oro, a los que ya conocimos anteriormente. Por ahora las historias son de lectura independiente, y no es necesario haber leído las anteriores para poder comprender esta. Todo comienza cuando el profesor Wei quiere ponerse en contacto con Kwang, uno de los Dragones, para contarle algo de suma importancia. Pero no podrá hacerlo, ya que será brutalmente asesinado por unos asesinos. Poco a poco, y tras algún crimen más, sabremos la relación con un virus que vuelve locas a las personas.
El día del combate, mi padre estaba más contento que unas pascuas.
Claro que ignoraba lo que iba a ocurrir después, poco antes de subir al ring.
Recuerdo que todo comenzó del modo siguiente:
Mi padre se había estado entrenando duramente durante los últimos quince días para su combate contra el campeón londinense de los medios, Jack Silver. Nunca le había visto tan contento ni tan esperanzado.
—Hijo... —me repetía una y otra vez—. Esta vez te vas a sentir orgulloso de mí.
Carlo Roldán elevó sus dos dieciséis metros y se alzó una vez más con el rebote, lanzando un pase largo y medido a su compañero Giorgio Ludio, que se lanzó como una bala y en solitario sobre la canasta rival, consiguiendo dos nuevos puntos para su equipo. Aquella jugada se estaba repitiendo a lo largo del partido con extraordinaria frecuencia, lo que estaba asombrando a propios y extrañes. Aquel modesto equipo de segunda división, procedente de Milán, estaba cargándose en su propia cancha a todo un primera con su pareja de jugadores norteamericanos.
Los Tres Dragones de Oro, defensores de la justicia a nivel mundial, son invitados a un viaje a Hong Kong por el ex productor de Frank Cole, con el fin de descansar de su última aventura. Sin embargo, pronto se verán envueltos en nuevos problemas, esta vez derivados de unos misteriosos artistas marciales que actúan de manera extraña y agresiva, que a su vez están buscando a una joven china que huye de ellos.
Nada más comenzar la historia, asistimos a la huida de un grupo de personas que se disponen a irse en un buque. Huyen de una rebelión en el África Ecuatorial, donde son perseguidos por tropas tribales, en lo que está siendo una masacre. A todo esto, aparecen los Tres Dragones de Oro (Frank Cole, karateka, Kwan Shang, experto en kung-fu, y Lena Tiger, en aikido) por allí, ya que su avión tuvo que aterrizar perentoriamente. Luchan contra docenas de rebeldes, y logran coger por poco el barco. Algunos pasajeros ocultan secretos, pero lo bueno viene cuando se hace realidad el rumor de una isla perdida envuelta en la bruma, Skull Island. ¿Aparecerá King Kong?
Estaba sentado en el volante de mi coche, esperando la señal de salida en una prueba que estaba seguro que iba a ser la última que correría en mi vida. Unos meses antes me hubiese echado a reír con unas grandes carcajadas, si alguien se hubiese atrevido a decirme que aquello que estaba a punto de suceder, era real. Ahora, cuando los segundos que faltaban para que diese comienzo la prueba, se acercaban, estaba seguro de que no solo no iba a ganar, sino que iba a morir en la vuelta veintitrés, al tomar el viraje anterior a la recta de meta.
Resultaba cómico, increíble, algo fuera de lo que en estas situaciones, más propias de cualquier historia peliculera, que de la realidad, estaba a punto de suceder. Y yo no me reía.
Dos hermanos, uno famoso piloto de carreras de coches, el otro, teniente de policía. El primero muere en un accidente cuando competía. El segundo sufre la muerte violenta de su esposa. Tantas muertes le hace sospechar al policía que la muerte de su hermano no ha sido accidental...
Era un rostro extraño. Misterioso e irreal. Con unos ojos verdes, extraordinariamente verdes, penetrantes, profundos como un abismo hipnótico. Bronceada la piel del rostro. Firme la barbilla, enérgica, decidida. Sensuales los labios.
La habitación era de gran tamaño y forma circular, con grandes ventanales que permitían una cómoda visión del esplendente panorama que se divisaba desde aquel lugar. En el centro había una mesa de forma curiosa, en torno a la cual había sentadas siete personas. La mesa tenía forma de polígono de siete lados, cada uno de los cuales estaba ocupado por una persona. Seis de ellas eran hombres y una era una hermosa mujer de edad indefinible, tal vez por ello aún más hermosa y subyugante.
Era una estancia agradable, sencilla y confortable. Unas estanterías abarrotadas de libros cubrían las paredes, algunos de ellos viejos y con encuadernaciones de cuero. Había muchos títulos en alemán. El hombre que permanecía sentado detrás de la mesa era de edad avanzada; sus facciones surcadas de arrugas eran las de un hombre de clara inteligencia, de alguien que en el curso de su vida se había enfrentado con multitud de dificultades, venciéndolas a costa de girones de su propia existencia. Todas las penalidades habían dejado su huella en aquel rostro que ya casi había perdido los rasgos de su ascendencia teutónica.
Al instante, un zumbido suave pero continuado, dejóse oír en el interior de la estancia. Se extinguió la blanca luz, dejando paso a un verdoso tamizado. Y al tiempo que desaparecía la pantalla del televisor, un hueco rectangular abrióse exactamente debajo de la silla que ocupaba el profesor Glenn McAllister. Dos cilindros de acero, a modo de ejes, se dispararon desde el fondo de la abertura.
El expreso rugía atronadoramente en la noche, mientras descendía por la geografía italiana, en busca de las cálidas y soleadas tierras del sur.
Sentado en un alto taburete, Bel Bassiter consumía indolentemente un refresco en el mostrador del vagón bar. A su derecha, una opulenta rubia removía dengosamente el azúcar de su taza de café.
“Una guapa moza”, pensó Bel, contemplando de reojo a la espléndida mujer, cuya edad calculó comprendida entre los veintiocho y treinta años. Había un detalle que le disgustaba, sin embargo: el color del pelo se debía a la química.
Muy serio y con cara de lechuza no había podido contenerse ya. El de los alborotados cabellos rubios y penetrante mirada azul mar se excusó en silencio ante la irónica risita que flotaba en los deliciosos labios de Carol. Sí, en los cementerios había que callarse, guardar respeto, llorar si era preciso. El ataúd, negro por supuesto, trasladado en hombros por aquellos que en vida tanto habían querido, admirado, apreciado y convivido con el finado, esperaba en tierra, inmóvil y siniestramente brillante, a que la sepultura fuese abierta.
El hombre era alto, delgado, de nariz aguileña, ojos oscuros y cabello ceniciento, mezclado ya con bastantes canas en las sienes. Vestía con sobria distinción y sostenía en la mano izquierda una larga boquilla negra con adornos de plata mejicana. Estaba en una amplia terraza, adornada con macetas y parterres floridos, disfrutando, como la mujer que se hallaba a su lado, del cálido sol de primavera a orillas del lago Thun, en el cantón de Berna. Con ojos complacidos contemplaba el maravilloso paisaje que se divisaba desde la villa en que residía.
La noticia estalló en las primeras páginas de los periódicos, en las informaciones de radio y televisión, y saltó a la calle por lo que encerraba de sensacionalismo. El Times encabezaba así el reportaje: «Piratas en la era atómica». Las letras de gran tamaño ocupaban buena parte de la primera página.
La noche era fría, aunque no en exceso. Del muelle cercano subían rachas húmedas, envueltas en una brisa desapacible. El asfalto de las calles estaba brillante como espejo. Bel Bassiter, agente EO-003 de DANS (siglas de Defensa Atómica Nacional de Seguridad), lanzó una ojeada al cielo y se subió el cuello del impermeable. Contuvo una maldición. No tenía su coche a mano y no se divisaba ningún taxi en las inmediaciones.
El sol de Acapulco doraba la playa, la piel de los bañistas, y ponía destellos de ágata a la vegetación que se extendía tierra adentro, salpicada por los colores blancos de las lujosas construcciones de los hoteles y residencias. Había poca gente en la playa porque precisamente el sol estaba en todo su apogeo. Las delicadas pieles de las damas antañonas no podían resistir aquella caricia... No obstante, las pocas mujeres que adornaban el paisaje sí desafiaban el sol y su ardiente fuego. Pieles tostadas, suaves y brillantes, bajo cabelleras rubias, morenas y de mil otros colores producto de costosos cosméticos...
Tenía la piel del color de la canela y su hablar era dulce y meloso. Sus ojos eran negrísimos, lo mismo que su cabello, que despedía a veces, de tan negro, reflejos azulados. Los labios escarlatas de Lucy Soares murmuraban palabras amorosas al oído de Bel Bassiter. Ella le acariciaba la mejilla con una mano, mientras los brazos de Bassiter se ceñían en torno a su talle, esbelto y flexible como una palmera. Fue entonces cuando Bel Bassiter percibió una llamada en el interior de su cerebro.
Al cuartel general de DANS llegaban noticias de todo el mundo. Sucesos aparentemente sin relación alguna entre unos y otros, hechos acaecidos en distintas fechas, en distintos lugares y vividos por dispares protagonistas. Pero todos eran archivados cuidadosamente y algún día salían a la luz y entonces cobraban súbita importancia.