La noticia estalló en las primeras páginas de los periódicos, en las informaciones de radio y televisión, y saltó a la calle por lo que encerraba de sensacionalismo. El Times encabezaba así el reportaje: «Piratas en la era atómica». Las letras de gran tamaño ocupaban buena parte de la primera página.
La noche era fría, aunque no en exceso. Del muelle cercano subían rachas húmedas, envueltas en una brisa desapacible. El asfalto de las calles estaba brillante como espejo. Bel Bassiter, agente EO-003 de DANS (siglas de Defensa Atómica Nacional de Seguridad), lanzó una ojeada al cielo y se subió el cuello del impermeable. Contuvo una maldición. No tenía su coche a mano y no se divisaba ningún taxi en las inmediaciones.
El sol de Acapulco doraba la playa, la piel de los bañistas, y ponía destellos de ágata a la vegetación que se extendía tierra adentro, salpicada por los colores blancos de las lujosas construcciones de los hoteles y residencias. Había poca gente en la playa porque precisamente el sol estaba en todo su apogeo. Las delicadas pieles de las damas antañonas no podían resistir aquella caricia... No obstante, las pocas mujeres que adornaban el paisaje sí desafiaban el sol y su ardiente fuego. Pieles tostadas, suaves y brillantes, bajo cabelleras rubias, morenas y de mil otros colores producto de costosos cosméticos...
Tenía la piel del color de la canela y su hablar era dulce y meloso. Sus ojos eran negrísimos, lo mismo que su cabello, que despedía a veces, de tan negro, reflejos azulados. Los labios escarlatas de Lucy Soares murmuraban palabras amorosas al oído de Bel Bassiter. Ella le acariciaba la mejilla con una mano, mientras los brazos de Bassiter se ceñían en torno a su talle, esbelto y flexible como una palmera. Fue entonces cuando Bel Bassiter percibió una llamada en el interior de su cerebro.
Al cuartel general de DANS llegaban noticias de todo el mundo. Sucesos aparentemente sin relación alguna entre unos y otros, hechos acaecidos en distintas fechas, en distintos lugares y vividos por dispares protagonistas. Pero todos eran archivados cuidadosamente y algún día salían a la luz y entonces cobraban súbita importancia.
La habitación era grande, espaciosa, aunque carecía de ventanas. El suelo espejeaba, mármol pulido de color granate, lo que confería una nota de prestancia al ambiente. Los muros estaban decorados con frescos que representaban escenas de la Mitología, de un audaz realismo en la interpretación. La estancia tenía forma alargada y estaba dividida en dos planos, uno de los cuales se hallaba a cosa de un metro sobre el otro. Una escalera de cinco o seis peldaños permitía el acceso al primero. En este había una larga mesa, de forma semicircular, provista de nueve asientos, todos los cuales estaban ocupados por bellas mujeres, jóvenes y de hermoso cuerpo.
El operador radiotelegráfico de la torre del aeropuerto de Los Ángeles, inclinado sobre el tablero de indicadores, computadores y clavijas, con los auriculares en los oídos, atendía rutinariamente las comunicaciones con los distintos aviones en ruta hacia sus pistas. A su lado, otro colega se dedicaba a mantener el contacto con los que despegaban y emprendían el vuelo, hasta que rebasaban la distancia a partir de la cual ya no correspondían a su guía y control.
El hombre de DANS, clave EO-003, Bel Bassiter, avanzó hacia la puerta y presionó el timbre de llamada. Transcurrió un minuto largo. La dueña del piso no contestaba. Bassiter frunció el ceño. No era natural; la bella Sissy Dartlett le estaba esperando. Aún no hacía una hora que había hablado con ella, para confirmar el encuentro. Parecía ilógico que Sissy hubiese abandonado su departamento. Bassiter presionó el timbre de nuevo. Recibió idéntica respuesta.
Ella era muy hermosa. Alta y delgada. Pero no demasiado delgada; tenía bien desarrollados los senos y las caderas. Su rostro comenzaba a contraerse en algo semejante a indignación, pero era de trazos suaves, con ojos negros, cutis moreno, labios carnosos y rojos, especialmente firmados para reír y besar. Su cabello era tan negro que parecía despedir reflejos azulados. Vestía un jersey blanco, muy ajustado, y una falda negra y corta. Llevaba medias de malla y zapatos negros, y une deseaba contemplarla horas y horas, mientras dejaba vagar la imaginación.
En el relativo silencio de la oficina, el chisporroteo del «télex» pareció el crepitar de una ametralladora. La secretaria alzó la vista de los papeles que estaba consultando. Luego, poniéndose en pie, cruzó la estancia y se acercó al aparato de telecomunicación. Asió la cinta por uno de sus extremos y leyó la serie de letras y cifras que se imprimían automáticamente, a medida que se expedía el mensaje tal vez a miles de kilómetros de aquel lugar. La secretaria era una escultural morena, cuyos labios se curvaban en una mueca de desagrado.
El gigantesco «Douglas 707» de la National Airways inclinó el morro hacia abajo, el ensordecedor estruendo de sus reactores adquirió un diapasón insoportable y, ante la despavorida mirada de cuantos se encontraban en el aeropuerto de Miami, se estrelló. Bajó igual que una inmensa flecha, recto, mientras su gran sombra se agigantaba más todavía sobre la pista, y parecía salirle al encuentro hasta que los dos, sombra y avión, se unieron en un impacto que hizo estremecer la tierra.
El asfalto estaba húmedo y brillante. De cuando en cuando, subían del río algunas rachas de vapor amarillento. No se oían ruidos apenas. La circulación, a tales horas de la madrugada, era escasa. La sirena de un remolcador sonó roncamente a lo lejos. Parapetada tras el oscuro quicio de un portal, había una mujer. Vestía un impermeable azul y cubría sus rubios cabellos con una boina del mismo color. De cuando en cuando asomaba el rostro con un claro gesto de nerviosa impaciencia. Una vez sacó la mano y consultó su reloj de pulsera. Pasaban ya de las tres de la madrugada. De pronto oyó ruido de motor y se guareció en la sombra del portal.
El cielo, gris y pesado, parecía tan bajo que pudiera tocarse con la mano. Una espesa bruma se levantaba del mar anulando la poca luz del sol y convirtiendo el día en un anochecer prematuro. El yate, anclado y balanceándose sobre el mar inquieto, apuntaba con su afilada proa a la tierra invisible que había a cuatro millas de distancia. Los dos científicos estaban acodados sobre la borda, expectantes y silenciosos, mientras los escasos tripulantes cumplían cada uno su cometido en silencio, eficientes y seguros. Todos eran hombres seleccionados, duros y bien pagados. Eso y el temor les convertía en fieles auxiliares.
La mini-lancha torpedera «zumbaba» de lo lindo. Y Evans, in mente, se dijo que los técnicos del laboratorio de Dawning Island eran verdaderas «hachas» a la hora de hacer inventitos como aquel... porque la lancha de marras tenía algo así como un piloto automático que la conducía con un rumbo fijo determinado, mientras... Miró fijamente a la mujer, tan fijamente como el rumbo que seguía la lancha, y le dijo: —Nyjta... con esa túnica tan mojada adherida al cuerpo vas a pillar una pulmonía.
En vista del paraíso que le prometía, Lys Daren había aceptado, lanzando grititos de alegría. Ahora, el coche que conducía Bassiter, un magnífico «Mercedes 250» deportivo, con la capota replegada, subía por la carretera serpenteante que se dirigía al paso entre las montañas. Lys Daren era una chica de ciudad, lo que no le impedía admirar la belleza del paisaje. Lys vestía una blusa anudada bajo los senos, que dejaba el estómago al descubierto, pantalones cortos, muy ceñidos, y unas simples sandalias. A Bassiter le había agradado un detalle: sus largos cabellos rubio-platinados ondeaban libremente al viento. Eso le confería más atractivo, a su entender.
El pueblo estaba silencioso y quieto. Las calles oscuras, solo con alguna que otra luz apenas visible dentro de la masa gris de niebla baja y espesa como melaza. Las casas, a pesar del humo de las chimeneas que se fundía en la niebla, estaban cerradas a cal y canto, sin un resquicio por el que se filtrara la luz de sus interiores. Casas antiguas y viejas de una sola planta sobre las que se alzaba el campanario, aguja puntiaguda perdida en el mar de bruma que flotaba quieta como un sudario.
Donald Evans, EO-002, recibía diariamente un ejemplar de la primera edición de los diecisiete rotativos más importantes del país —los de mayor tirada, por supuesto—, a las 14,45 horas. Y todos aquellos periódicos, sin excepción, habían aireado la noticia como se merecía durante los últimos cinco días. Todos en primera plana.
El buque alemán Magdeburg navegaba plácidamente por un mar que parecía un espejo. Al Sur, a pocos kilómetros de distancia, aunque debajo de la línea del horizonte, quedaban las islas de Cabo Verde. En el puente, el oficial de guardia contemplaba distraídamente los saltos de algunos delfines que acompañaban al barco. El timonel permanecía atento a la rueda. Era recién pasado el mediodía. Hacía calor y por ello, todos los tripulantes que no tenían una misión específica, dormitaban, refugiados en lugares en sombra. El ruido de las máquinas sonaba con ritmo siempre igual. Detrás del barco se desvanecía una estela blanca. Un tenue chorrito de humo se desprendía de la chimenea.
La casa era un edificio aislado, erigido entre corpulentos árboles centenarios que cubrían el jardín con una sombra negra y espesa. Los hombres se movían en silencio de tronco en tronco, igual que oscuros fantasmas armados de metralletas «Stein» y rifles lanza granadas. Hacía solo unos minutos que el estruendo de los disparos había cesado. Nadie hablaba. Cada uno de ellos sabía lo que debía hacer.
Estaba cómodamente tendido en un diván, con los pies en uno de los brazos, las manos sobre el estómago y un periódico sobre la cara. El periódico se agitaba rítmicamente a cada expulsión de aire de los pulmones del durmiente. Era Bel Bassiter, agente EO-003 de DANS (EO: Espionaje Organizado; DANS: Defensa Atómica Nacional de Seguridad). Bel Bassiter estaba libre de misión por el momento. Esperaba una llamada telefónica. Naturalmente, quien le conociera sabía que existían un noventa y cinco por ciento de probabilidades de que procediese de una bella mujer. Bassiter había trasladado el teléfono al alcance de su mano.