A veces tenía pesadillas. Horribles monstruos surgían de la noche del sueño y le torturaban hasta el límite que un ser humano puede resistir. Eso sucedía esa noche. Se revolvía de un lado a otro del lujoso lecho y gemía a intervalos, cuando los fantasmas de su cerebro le cercaban y adoptaban formas horrendas. Unas formas entre las que surgían rostros distorsionados, conocidos y por ello más espantosos todavía.
Mientras el avión enfilaba el estrecho paso en las montañas que era, prácticamente, la única vía de acceso al aeropuerto, Bel Bassiter, agente EO-003 de DANS, trató de rememorar alguna de las peculiaridades del país al cual se dirigía. El gran ducado de Warelia una anacrónica muestra sobreviviente de las pequeñas monarquías medievales; una nación de setenta kilómetros de largo por treinta de ancho, dimensiones promedio, lo que venía a dar algo más de dos mil kilómetros cuadrados de extensión, con menos de un millón de habitantes.
La cacería había terminado. O estaba a punto de terminar. 005 se agazapó entre los bultos del muelle, deslizándose como un gato, hasta atisbar por un extremo. Justo en aquel momento, el hombre al que había perseguido por todo el mundo apareció sobre la cubierta del yate anclado en el muelle de Macao. El hombre encendió un cigarrillo, y en la oscuridad la llamita del fósforo iluminó vivamente las acusadas facciones de inaudita crueldad.
Era tan hermosa, irreal y fragante como un sueño oriental. Mike Bannion, le dedicó un segundo e interesado vistazo antes de convencerse de que no sufría un espejismo. Se cubría con un ceñido cheongsam de seda color verde, abierto por un lado mostrando las bellas proporciones de un muslo finamente moldeado. Sus cabellos rubios muy largos, desafiando la moda, se desbordaban en una catarata de oro por sus hombros.
Como una sirena de los escritos de Homero, como una walkiria, como una diosa pagana de la belleza exuberante. Fantástica. De exhaustiva naturaleza plagada de maravillosos dones físicos, de pródigos encantos que muy difícilmente se podían tan siquiera igualar. Esplendorosos atractivos los de aquella hembra alta, flexible, ágil, cimbreña, que despertaba la admiración de los componentes del sexo opuesto estuviera donde estuviese. Pero Donald no pronunció ninguno de los halagos o requiebros de matiz siempre intencionado que ella estaba acostumbrada a escuchar de sus labios.
Cuando Bassiter vio los coches policiales en la puerta de la casa de Helen Dillsen, sintió un nudo en el estómago. Un oscuro presentimiento asaltó inmediatamente su ánimo. Detuvo el coche y saltó al suelo. Un brigada de carabinieri le salió al paso.
El teniente Kendal tenía veinticinco años, un optimismo a toda prueba que no se extinguía ni en las noches en que le tocaba servicio, y en esa noche precisamente hubiera tenido motivos para que su humor no fuera el más apropiado. Por un accidente de otro oficial, le habían asignado el servicio de control y vigilancia en la sala de computadoras y radar espacial. Y en esa noche, con el servicio fuera de programa, había perdido una cita con una damita entusiasmada por los oficiales americanos, especialmente por los solteros.
Se llamaba Nicoló-Francesco Machiavelli Urbino-Fazzio. Era corso de nacimiento, aunque había recorrido las cinco partes del mundo, habiéndose establecido indefinidamente en un punto determinado de cada una de ellas, para estudiar el idioma y la idiosincrasia, para versarse en los sui generis de cada raza, para asimilar sus costumbres y su manera de reaccionar ante un hecho concreto, reacción que luego comparaba con la de otras razas y otros individuos.
Desde la playa, el Seville Hotel de Miami Beach era una ascua de luz que competía con ventaja sobre sus más próximos rivales. El colosal edificio, con sus millares de ventanas, sabiamente iluminado con una aureola que se extendía mucho más allá de sus gigantescas proporciones, semejaba un monumento al placer y al ocio más desenfrenados.
El hombre caminaba apaciblemente por la calle, con el cuello del abrigo subido, pese a que no hacía demasiado frío. La prenda era de color oscuro, lo mismo que el sombrero cuyas alas estaban acentuadamente bajadas sobre los ojos. En la mano derecha llevaba un estuche de violín. La hora era bastante avanzada, por lo que los transeúntes con quienes se cruzaba eran más bien escasos. La circulación de vehículos era asimismo muy reducida.
Cuando las autoridades intentaron impedir que la noticia se extendiera por todo el mundo, ya fue demasiado tarde. Empezó como un rumor, luego alguien contó algunos detalles que apenas alcanzaron crédito por parte de los periódicos, y, al fin, se obtuvo la certeza de que «algo» había sucedido en Baudulang. Y, lo mismo que una marea extendiéndose implacable sin que nada pudiera contenerla, la verdad de lo acaecido en ese remoto lugar de Sumatra saltó a la conciencia de las gentes de todos los países.
El hombre inhaló con verdadero placer el humo de Su costoso habano y luego fue dejándolo escapar poco a poco, con gesto de verdadero sibarita. Era de mediana edad, pelo entrecano y aspecto relativamente común. En la mano izquierda tenía un anillo, con un sello grabado.
Al cerrar la noche siguiente, en las habitaciones de cada uno de los supuestos turistas se desarrollaron escenas semejantes. En primer lugar, las grandes maletas fueron sacadas de los armarios. Mediante un ingenioso dispositivo, se dejó al descubierto un doble fondo, que debía ser abierto única y exclusivamente con una llavecita especial para cada maleta, de lo contrario, el violar aquel escondrijo por otros medios hubiera significado la muerte inmediata. Una carga de plástico suficiente para volar un edificio entero estaba conectada con la cerradura, a fin de que la llave neutralizara el detonador que de otra forma hubiera estallado.
Nuestro héroe de los rizos rubios que solían rielar su frente, ancha y despejada, prestándole una nota de personalidad, se había quedado sin ellos en el transcurso de su última misión, pues ya recordarán los lectores que sus enemigos, para evitar que les sorprendiera con el truco de la triple reproducción electromagnética, le habían pelado al cero.
La estancia aparecía amueblada con gusto exquisito. Era grande, con paredes decoradas en tonos suaves y un suelo blando, de color rojo vino, que contrastaba agradablemente con los colores de los muros. En torno a una amplia mesa de roble, de audaz diseño, había seis hombres.
Hacía unos minutos que el sol se había hundido detrás de las montañas. Las saetas del reloj señalaban la hora de la cita y todo parecía tranquilo y sosegado. Por el paseo, los turistas se aglomeraban buscando una mesa vacía en las terrazas de los bares. Las mujeres, ataviadas con breves conjuntos veraniegos, ponían notas de sensualidad en el panorama cambiante de toda aquella gente, apretujándose sin rumbo, de un extremo a otro de la avenida.
El hombre salió del hotel con paso vivo y fue saludado con todo respeto por el galoneado portero que cubría la entrada. Frente a la acera había parado un automóvil negro. El hombre era alto, de buena planta, con las sienes grises y tenía aspecto de diplomático. En la mano derecha llevaba una valija con cierres dorados.
El enorme avión de transporte volaba serenamente, por un cielo sin turbulencias, enmarcado al fondo por la línea perpetuamente nevada del Himalaya. En la cabina, Red Stevens, copiloto de la aeronave, canturreaba rítmicamente una vieja melopea, mientras vigilaba los instrumentos sin cesar y mantenía el rumbo con los timones. El viaje era largo, pero los resultados serían provechosos.
El policía le aguardaba en la oficina central del motel. Era un muchacho de unos veinticinco años, tostado por el sol, alto y delgado. El vistoso uniforme de la policía estatal de Florida le sentaba como un guante. Mike se detuvo ante él, inquieto. —¿Es usted míster Bannion? —le espetó el policía. —Sí. —Venga conmigo. Tengo el coche ahí fuera. —Un momento...
Bassiter lo recordaba perfectamente. El año pasado había visitado las instalaciones circenses dirigidas por su amigo y había podido conocer a los personajes más célebres del Circo Clyxe. Eran siete y vivían en un gigantesco camión, habilitado para alojamiento, en el que no se carecía de ninguna comodidad.