La mujer estaba preparando la cena tranquilamente, mientras el pequeño jugaba dentro de su jaulita infantil con un gran oso de trapo. Effie Harris era una de tantas amas de casa de Greenlake que preparaban la cena para los esposos que ya iban a regresar pronto del trabajo.
Desde la cocina, Effie escuchaba los grititos de alegría del niño, que se divertía extraordinariamente con su gran osito de trapo. Effie se sentía muy complacida; era su primer hijo y se criaba fuerte y robusto.
De repente, Effie sintió un ruido sordo bajo los pies. Inmediatamente dejó de sonreír.
SENTADO tras la pequeña mesa, en el rincón más apartado del lujoso salón, Mike Bannion, era la imagen de la desolación más absoluta. La orquesta no cesaba en su desfile de grandes éxitos actuales, y las girl-dans, verdaderas maravillas de rostros exóticos y cuerpos cimbreantes de los cuales ocultaban muy poco, se movían como figuras de un bien conjuntado ballet, sorteando las mesas, riendo las insinuaciones de la concurrencia, haciendo honor a su fama de las más bellas y eficientes de toda la isla.
John Fitzgerald Kennedy, en el transcurso de su nueva, segunda en realidad, campaña electoral, había llegado a Dallas, La comitiva de coches había llegado y casi instantáneamente salió de Love Field —poco después de las 11,50 horas de la mañana— y atravesó las poco pobladas zonas de los arrabales de Dallas a una velocidad de 40 a 50 kilómetros por hora. A indicación del presidente, su automóvil se detuvo dos veces, la primera para permitirle responder a una invitación, y la segunda para estrechar las manos de un grupo que deseaba saludarle ansiosamente.
Desde la ventana de su habitación del hotel, Bel Bassiter contemplaba el movimiento de la abigarrada muchedumbre que pululaba por la plaza principal de Morh Bhatum, capital de la recién nacida República de Tamkaya. Casi le parecía haber llegado a Morh Bhatum por arte de magia. Una orden de su jefe había obrado el milagro, arrancándole de la supercivilizada Nueva York para proyectarle a aquella ciudad en donde, pese a los edificios de corte moderno, se advertía claramente la existencia de una civilización indígena todavía en sus balbuceos.
Al recobrar el conocimiento, Fowler advirtió que viajaba en un automóvil. Abriendo los ojos, vio desfilar a través de las ventanillas un paisaje de lujuriante vegetación. La muñeca rota le dolía cada vez más. Un dolor agudo, palpitante, que parecía repercutir en el cerebro a cada embate. El resto del cuerpo parecía sumergido en un marasmo doloroso.
Sonaron pasos precipitados en el corredor. La joven gritó: —¡Son ellos! —¿Quiénes? —No hagas preguntas y escapa. ¡Date prisa! ¡Huye, Bel, o será demasiado tarde! La puerta de la estancia tenía la llave echada. No obstante, era fácil prever que no ofrecía mucha resistencia a quien quisiera abrirla a la fuerza. Sonaron unos fuertes golpes en el exterior.
La luna colgaba, redonda y blanca sobre el océano Indico, escoltada por millares de parpadeantes estrellas que salpicaban el manto oscuro e infinito de la noche. El mar, sobre el que no soplaba la más leve brisa, estaba inmóvil, como una gran manta negra adornada con girones de plata. El buque, un viejo carguero tipo «Liberty», navegaba perezosamente al impulso de sus cansadas máquinas. Sus luces de posición eran otras tantas estrellas de colores caídas de la bóveda celeste j moviéndose a la altura del trópico de Capricornio, a cien millas de Madagascar.
Cuando Bel Bassiter, agente EO-003 de DANS, se enteró de la noticia, puso el grito en el cielo. —¡Eso no lo consentiré yo jamás! Los ojos de Stanley Barnett, director de DANS, chispearon bajo dos espesas cejas, en las que ya lucían algunas hebras blancas. —Usted lo hará o dejo yo de llamarme como me llamo —dijo, a la vez que aporreaba la mesa con el puño. —Entonces, se llama John Mackoolibickyly —contestó el agente 003 con notorio desparpajo. —Pero, escuche, no sea bruto; es una medida general...
La puerta de la residencia se abrió despacio y una cabeza asomó por ella. Era una cabeza hermosa, de larga cabellera llameante. La noche era silenciosa y el aire fresco, a pesar de ser pleno verano. No en balde Bogotá se encuentra a 2.600 metros de altitud, por lo que, incluso contando con su proximidad al ecuador, la temperatura desciende bruscamente después del crepúsculo.
La carretilla eléctrica que rodaba por uno de los encementados subterráneos de la central del Departamento Atómico Nacional de Seguridad, guiada por una bella girl-DANS, condujo a Bel Bassiter, agente EO-003, hasta la puerta exterior de la esclusa que aislaba el despacho del director general del resto de los distintos departamentos. Una vez allí, un ojo invisible escrutó su presencia y la puerta se abrió silenciosamente.
El hombre despertó, sobresaltado. La habitación estaba a oscuras y él sabía que no había nadie más en ella. Por lo menos, «no debía haber nadie más». Se preguntó qué demonios le había despertado. Se acostó temprano, rendido de cansancio a causa del intenso trabajo de esos últimos y definitivos días. Paseó la mirada por la oscuridad, deteniéndola un instante en el pálido rectángulo de la ventana. A través de la tenue cortina se filtraba la lejana luz de un farol, el de la esquina, porque el más cercano estaba averiado desde días atrás. Era curioso que pensara precisamente en esos momentos, cuando, malhumorado, luchaba por reanudar el sueño roto.
Era una sala de vasta extensión, la cual, por sus peculiaridades de mobiliario demostraba estar destinada a biblioteca y despacho. Tres, de las cuatro paredes, estaban cubiertas por estanterías de moderno diseño, trabajadas en armazón metálico y madera de poliéster color natural, las cuales contenían una ingente cantidad de volúmenes de distinto espesor, la mayoría ricamente encuadernados en piel y con ribetes o rebordes de hilo de oro.
Llegó al hotel y subió a la habitación que le habían reservado. Estaba de un humor pésimo. Se lavó y aseó un poco. Luego se puso en contacto por radio con su jefe, usando los transmisores que llevaba incrustados en el cráneo. Stanley Barnett, director general de DANS, le contestó inmediatamente.
La fiesta había terminado con una desbandada general. El rugir de los motores de los coches alteró el silencio de la noche durante cierto tiempo y luego cesó, quedando sólo algunas risas espaciadas, la música ahora amortiguada de un aparato automático, y el choque del hielo en los pocos vasos que todavía saciaban la sed inextinguible de los últimos rezagados. Jimmy Oben vació el suyo hasta sentir en los labios el choque de los cubitos de hielo. Abandonó el vaso y se levantó. Las piernas se le mostraron un tanto flojas, pero irguiéndose se echó a reír. Era capaz de soportar diez veces más whisky del que había ingerido hasta ese momento.
Oyó el susurro de unos pies sobre la arena y la cosa no le gustó. Se encontraba relajado, soñoliento, en paz con todo el mundo y gozando de la íntima excitación de un asunto grande en puertas. Algo tan importante como probablemente no había emprendido en toda su vida.
Aquella temporada hubo muchas personas que recibieron por correo un folleto de propaganda de aspecto y contenido enteramente normales.
Bel Bassiter, agente EO-003 de DANS, también fue uno de los “afortunados” mortales que recibió dicho folleto. Pero como hojas semejantes le llegaban a diario en el correo, no prestó la menor atención al contenido de la misma, que fue a parar, sin más, ipso facto, a la papelera.
Y luego, como Bassiter estaba de vacaciones, se dedicó apasionadamente al estudio de la anatomía humana, con la amable colaboración de una bonita rubia que entendía mucho del asunto, puesto que no hacía mucho acababa de recibir su título de médico.
La muchacha se paseaba lentamente por la orilla del mar. Ciertamente no por la playa.
Era un paseo marítimo, de suelo embaldosado, con barandillas protectoras para los viandantes. A lo lejos se divisaban los hoteles y mansiones de lujo, brillantemente iluminados.
Entre el paseo y los edificios había una vasta zona ajardinada, con abundantes palmeras y profusión de arriates y macizos de flores. El lugar estaba desierto en aquellos momentos.
Ella era morena, de tez tostada y ojos verdes. El vestido de noche dejaba al descubierto unos hombros perfectos y una garganta de cisne, adornada con valioso collar de perlas de tres hilos. En la mano llevaba un pequeño bolso de fiesta, en el que destellaban las piedras preciosas, adecuadamente sujetas al tejido.
La mujer se detuvo junto a la fuente de agua potable. Miró a su alrededor. Era muy bella, aunque la expresión de su rostro, en aquellos momentos, era tensa, reconcentrada, como si esperase algo con todas las ansias de que era capaz. Y realmente esperaba. Esperaba al hombre, esperaba a la vida que podía huir de ella en cualquier instante. No le veía todavía, pero sabía que en alguna parte de la gran ciudad él se apresuraba en su busca, para reunirse, para huir eternamente quizá. En algún lugar, ella sabía que un hombre escapaba de la muerte y corría en su dirección. No importaba que siguiera ignorando en qué lugar de la ciudad estaba él entonces. Sabía que avanzaba, que debía avan- var o todo estaría perdido.
La mujer pendía desnuda del techo, atada por las muñecas a una cuerda que, tras pasar por un gancho, iba a parar a otro extremo de la habitación, sujeta a una anilla situada ya muy cerca del suelo.
Los dos hombres estaban sentados dentro del coche, a oscuras, sin fumar ni hablar. Para cualquier observador poco atento, ni siquiera habrían sido visibles. Uno de ellos gruñó entre dientes: —Daría un dólar por un cigarrillo. El otro no replicó siquiera. Toda su atención se centraba en el iluminado portal de una casa que desparramaba su luz sobre la desierta acera.