LA torada se extendía por la llana pradera a menos de dos millas de la bulliciosa ciudad de San Antonio. Empezaba la primavera y desde que se abriera la ruta del ganado a través de las llanuras centrales de Texas, camino de Dodge City, día a día, estaban afluyendo hatajos, cuyos dueños atraídos por el buen negocio que significaba el poblado, consumidor, no vacilaban en lanzar sus reses a través del Estado, sobre todo de la parte Sur y correr los avatares de unos cuantos meses de conducción áspera, dramática y a veces muy incierta, para colocar sus grandes rebaños inactivos e improductivos en los pastos estrechos de cada rancho.
FRANK Bishop dejó la pluma sobre la cuartilla en la que escribía con mano nerviosa y echó una mirada distraída a través del ventanal de su despacho. El día era suave, algo cálido y luminoso. La alegría del sol se reflejaba en la fachada del rancho y sin saber por qué, Frank pensó en los tiestos, ya en flor, que su hija Rosie cuidaba con esmero y alineaba sobre soportes de hierro en la veranda del saledizo balcón del piso superior.
Benise era una muchacha de estatura media, firmemente configurada de cuerpo; su cabeza altiva y erguida denunciaba la energía y tesón de su linda propietaria y en muchas millas a la redonda, no sólo era conocida y admirada por su porte y sangre mezclada con pólvora, sino que muchos se hubiesen sentido muy dichosos si ella, menos esquiva, les hubiese admitido como pretendientes a su corazón. Era morena, de un moreno claro muy sugestivo. Sus ojos eran grises, burlones y reidores y sus labios, finos, carnosos y bien dibujados, se plegaban de continuo en una sonrisa irónica, que era como el espejo claro de su alma y su espíritu.
En el rostro moreno y enérgico de Hume, no se reflejaba la más leve sensación que acusase lo que las palabras del coronel le producían. Era el tipo clásico del militar frío y recto, para el que las órdenes eran simplemente órdenes sin que en nada influyesen en sus sentimientos personales. Él no tenía criterio. Era un militar supeditado al mando y la responsabilidad de los mandatos recibidos, si eran cumplidos al pie de la letra, incumbían por entero a la superioridad. El coronel mostraba extendido sobre su mesa un gran plano de Dakota, sobre el que iba subrayando con la punta de su lápiz los lugares que indicaba. Aunque el plano lo viese Hume del revés, lo conocía tan bien, que a ojos cerrados hubiese marcado todos los lugares estratégicos del mismo.
Los invitados se esparcían por los salones de la residencia oficial. Y se iban agrupando por afinidad anímica o por amistad. A la hora de extender invitaciones, el gobernador había delegado en el secretario para este cometido. Encareciendo, eso sí, que no se hicieran distinciones de tipo político, ya que la fiesta que conmemoraban, motivo de la invitación, afectaba por igual a todos.
Era muy difícil encontrar hospedaje en San Francisco ni siquiera por unas horas. Todo estaba ocupado desde días antes. Era un azar presentarse en la ciudad en esas fechas sin tener la seguridad de contar con habitación por modesta que fuere. Los barcos atracados en los muelles hacían un buen negocio alquilando literas, aunque los que llegaban con monturas no eran partidarios de dejar éstas en los establos. Preferían estar cerca de sus caballos.
Los curiosos estaban en la estación, miraron a los dos jóvenes con la mayor indiferencia, pero la estatura de Big Ben les llamó la atención. Sin embargo, a esa fugaz atención siguió la misma indiferencia. Ben fue hasta el coche de ganado y a los pocos minutos, tenía el caballo a su lado, acariciándolo con golpecitos en el cuello. La muchacha que le había acompañado en el tren, estaba junto a unas maletas en el centro del andén.
Pocos minutos más tarde, era recogida del suelo y llevada a su habitación, llamando a un doctor. Tenía el rostro completamente desconocido. Los testigos de sus palabras, sin contenerse ante la crueldad de lo que decía, le dieron una paliza tremenda. Y Hobert al querer defender a su madre, fue golpeado también.
El doctor estaba reconociendo al herido. Cerca de él estaban el capataz del rancho y Ava, la hermana de Big-Ben, propietarios ambos del mismo. Ninguno de los dos decía una sola palabra. Observaban en silencio las manipulaciones que hacía el médico.
Un grupo de elegantes les rodeó y todos salieron juntos. A menos de cien yardas estaba el hotel «Bristol». Edificio recién construido en el centro de la ciudad, que a la vez era hotel propiamente dicho y saloon en su planta baja. Había una concurrencia excepcional a esa hora.
Big Ben, silencioso y mirando por la ventanilla, trató de adormilarse. De vez en cuando miraba indiferente al resto de viajeros. El se sabía contemplado con interés. Pero ni le hablaron ni habló. Sin embargo, dos de esos viajeros hablaban entre ellos y lo que decían le llamó la atención considerablemente.
Stewart Garfield, propietario del hotel-saloon, estaba apoyado en el quicio de la puerta de su local, contemplando a los que iban acudiendo a la iglesia que, como paradoja, estaba al otro lado de la plaza y frente por frente. Junto a Stewart estaba Letta, la animadora del saloon y a la que todos en la población estimaban de veras. Incluso las esposas de los clientes solían saludar a Letta con agrado.
En una de las mansiones más elegantes de San Francisco, junto a la costa, se celebraba una fiesta que el dueño de la casa ofrecía a sus amistades. Había estado una temporada ausente de San Francisco y, a su regreso, los acontecimientos de que fue informado le aconsejaron invitar a sus íntimos. Todos ellos, personas respetables y respetadas en la ciudad, bautizada como la «Puerta de Oro».
Hacían una magnífica pareja, ya que ella tenía una estatura un tanto elevada en demasía para mujer, aunque estuviera perfectamente armonizada. A pesar de su indudable belleza y de poseer una fortuna de mucha importancia, su estatura acomplejada a los posibles pretendientes. Pero al lado de Big Ben no parecía tan alta.
Habló el gobernador durante bastante tiempo. Y Ben se convenció de que la situación era más seria y grave de lo que Chester imaginaba y había averiguado. Era un vasto complot, perfectamente organizado y dirigido. Dixon era, en realidad, una especie de cabeza de turco. La verdadera dirección estaba en manos del senador Suess. Y del granuja del abogado Meyer. Estaba el gobernador mucho mejor informado que el periodista.
La joven que había caído sobre Big Ben estaba muy colorada. Los dos terminaron por echarse a reír. Era lo primero que ambos hablaron desde que montaron en la diligencia.
Benjamín Barton estaba asombrado de lo que veía. Había visto por fuera aquella enorme casona y oyó hablar mucho de su dueño. Pero nunca había tenido oportunidad de entrar. Mientras se presentaba el propietario, recorría Big Ben los objetos y libros que había en el salón en el que le dijeron esperara.
Ellery admiró lo que veía. Con ello halagaba a Lydia, que sonreía complacida. Ellery se aseó para acudir al comedor, donde demostró que era hombre de buen apetito. También elogió la comida y por haber sido cocinada por Lydia, su gratitud aumentó.
Para algunos consejeros era una solución admirable, que les evitaba el crédito bancario que habían solicitado. Pero no esperaban se hiciera con esa rapidez. Uno de los consejeros dijo que eso era dar palos de ciego y que podría resultar un desastre si al hacer el proyecto, se habían parcelado y vendido, tierras que no podrían expropiar.
Y la mujer marchó del establo. Joe siguió preparando el pienso de las caballerías que tenía allí. Movía la cabeza, preocupado. Betty, la esposa, llegó a la casa, que estaba cerca.