—Digo, ¿qué eres? —ahora había ya verdadero miedo en la voz de Tuppence—. ¿Qué estás haciéndome?
—Sólo te hablo y te escucho, Oscar —el tono de Pat era tan suave y dulce como al principio, pero mucho más familiar, posesivo—. No sé por qué, pero únicamente me es permitido estar contigo y me gusta mucho tu compañía. Llevo tanto tiempo sola…
—Pero ¿por qué estás tan sola, Pat?
—A mí no me enterraron, Oscar. Se olvidaron de mí. Todos se fueron y me dejaron aquí. Muerta en esta silla…
Oscar Tuppence creyó no poder resistir más aquel ambiente de loca irrealidad.
—¿Te estás burlando de mí?
—¿Yo? Jamás me burlaría de un amigo como tú. ¡Mira!
La llama de la diminuta vela se acercó a la cara de Pat. Oscar Tuppence notó que el mundo se derrumbaba a sus pies al ver aquella pequeña y blanca calavera en la que brillaban, sonrientes y dulces, unos ojos de mujer.
El cuerpo de gran estatura estaba cubierto por un peto de malla y casco con la celada alzada.
La abertura de la celada permitía ver parte del rostro… y éste era el de un cadáver en descomposición y que, por algún extraño sortilegio del diablo, esa descomposición se hubiera detenido a la mitad de su tarea destructora. Uno de los ojos había desaparecido roído ya por la podredumbre y no era más que una enorme oquedad negra y purulenta.
También parte de la cara era un amasijo blando y nauseabundo, lo mismo que la boca, en la que ya no quedaban labios, sino sólo revoltijos de carne amoratada, las encías al descubierto y los dientes amarillentos.
El único ojo del aparecido era casi fosforescente, con un poder de penetración espantoso. Luke sintió que le fallaban las piernas mientras el guerrero se erguía poco a poco, saliendo de su tumba. Sintió todo el fuego del infierno penetrarle en la médula cuando aquel ojo verdoso y diabólico se clavó en él.
Apenas advirtió que otras lápidas estaban cuarteándose, abriéndose, saltando en pedazos, y que otras garras primero, y otros seres después, tan horrendos como el primero, surgían a la vida.
Pero era inútil. Los nuevos zombis de Oriente, las máquinas asesinas del doctor Fu-Manchú, siguieron, implacables, su marcha, aun con sus rostros y cuerpos agujereados. Cayeron sobre Stuart y Frank. No necesitaban armas. Les bastaba el poder aniquilador de los brazos demoledores, musculosos, de las manos recias, macizas, duras y brutales como zarpas de acero…
Chascó el rostro de Stuart Mac Daniels, al tiempo que un aullido inhumano escapaba de la boca del agente, junto con sus encías y dientes destrozados, con su sangre a torrentes. Los dedos brutales, como masas de metal, aplastaron la nariz y hundieron los ojos del infortunado miembro de la CIA, en un amasijo horripilante, que deformó su rostro y lo convirtió en algo indescriptible, sangrante y desgarrado. Culminó el destrozo con la presión salvaje sobre el cráneo de Stuart, que crujió como un fruto maduro, y se hizo astillas bajo la piel, con un último alarido desgarrador, inhumano casi…
Mientras tanto, otras manos de dakois aferraban a Frank Marlowe… Los resultados no eran muy diferentes. Aquellas garras humanas, casi monstruosas, eran capaces de matar sin ayuda de arma alguna. Eran auténticos instrumentos de muerte. Y lo demostraron rápidamente.
Y Marlowe sintió la muerte, la asfixia, cuando esos dedos destrozaron su cuello, desgarraron su garganta y aplastaron, triturándolos, sus cartílagos y huesos. No sólo eso, el cuerpo, encogido contra la pared del corredor, fue golpeado varias veces. Seca, ferozmente. Golpeado en varios puntos vitales. Sintió reventones internos. La sangre escapó por su boca y nariz. Jadeó, cayendo de espaldas. Sus huesos crujieron bajo presiones irresistibles. Astillados, se limitaron a desgarrar tejidos internos de aquel cuerpo que caía sin vida…
De repente, se oyó un agudo chillido en la habitación donde estaba el actor.
La puerta se abrió con violencia, Una joven, vestida enteramente de blanco, salió chillando histéricamente.
—¡Los huesos, se le ven los huesos!
La enfermera cayó al suelo sin sentido. Bray, reaccionando, corrió hacia la habitación, mientras Clarence, desconcertado, no sabía si seguirle o atender a la enfermera.
Al llegar a la puerta, Bray se detuvo, aterrado por aquel horrible espectáculo que se ofrecía a su vista.
La piel de Faid se desprendía en largos y hediondos jirones. Caía de la cara, de los brazos, de las piernas…, y los huesos asomaban blanqueando siniestramente.
Unos minutos más tarde, el esqueleto rodó por el suelo con tableteantes sonidos y los huesos se disgregaron al pie del sillón. En el asiento, sin embargo, quedó la calavera, monda por completo, riendo macabramente.
Eran los últimos y malolientes restos de un hombre gallardo y apuesto, pero también enormemente orgulloso y carente en absoluto de modestia y de humanidad.
En ese instante, Muriel vio el rostro en la ventana, tras los cristales de los cerrados postigos.
El rostro horripilante, monstruoso, parecía flotar allá, en la negra noche, entre agua que caía del alero del edificio. Una mirada satánica se fijó en ella desde aquella siniestra mancha verdosa que era la cara terrorífica que la estaba contemplando desde fuera.
Muriel exhaló esta vez un grito agudo. Y se desplomó en tierra, incapaz de reaccionar de otro modo ante el nuevo horror.
Miró distraídamente a George y se quedó helado al ver la atroz expresión de su rostro.
George Brittles tenía los ojos desorbitados y fijos en un lejano rincón de la enorme estancia.
Kernigan se volvió hacia allí con viveza. Al rincón apenas llegaba la claridad de las lámparas, pero no pudo ver nada en absoluto que pudiera ser causa del pánico de su amigo.
—¿Qué pasa George? —murmuró.
—Nada… Disculpadme.
Casi corrió hacia la puerta y desapareció.
Su precipitada salida desató una nueva oleada de comentarios, aunque ninguno pudo comprender qué le había impulsado…
Sólo el pánico, pensó Kernigan: el terror más absoluto.
Pero ¿pánico por qué, de qué?
En el silencio que se produjo, sólo dos sonidos fueron audibles: el chirrido de la puerta enmohecida del cementerio y la cuenta imperturbable del notario McLower:
—Uno, dos, tres…
Moore tragó saliva. Contemplaba aquel beso en los labios yertos de Rhodes. Se imaginaba a Selena, odiando a su esposo, sintiendo repugnancia por él y cumpliendo ahora aquel trámite inexcusable.
—Cuatro, cinco… ¡Ya, señora Rhodes! —exclamó, cerrando de golpe su reloj—. ¡La última voluntad del difunto se ha cumplido!
Era cierto. Selena Rhodes se incorporó, tras dejar de besar la boca de su difunto esposo. A Moore le estremeció su aspecto. Sin saber por qué, se adelantó presurosamente hacia ella.
Llegó tarde.
La señora Rhodes cayó pesadamente en tierra, junto al féretro.
Y Moore supo que estaba muerta.
La comitiva abandonó el dormitorio. Dos de los guardias encendieron sendas antorchas, con las que alumbraron el camino. Vivian, altiva y orgullosa, marchaba con paso seguro, sin volver la cabeza atrás ni una sola vez.
Minutos después estaban en uno de los subterráneos del edificio, en el que aguardaban dos hombres, con las cabezas cubiertas por sendos capuchones. Varias antorchas alumbraban tétricamente el siniestro lugar.
En uno de los muros había un hueco de poco más de dos metros de altura, por uno de ancho y otro tanto de profundidad. Encastrada en la pared del hueco veíase una recia anilla.
Uno de los ejecutores le indicó el hueco. La condesa penetró y se puso de espaldas a la pared. Una delgada, aunque sólida cadena, rodeó su esbelto talle varias veces. Luego fue asegurada a la anilla.
Había piedras, argamasa y herramientas. Los verdugos se dispusieron a la tarea.
Los verdugos actuaron rápida y prestamente. Una hora más tarde, la pared del subterráneo había recobrado su aspecto habitual.
Ninguno de ellos observó que Amos Warren, encogido en el suelo en dramática postura, abría súbitamente sus ojos.
Ojos redondos, relucientes. Ojos vidriosos.
Ojos inyectados en sangre. Ojos enrojecidos. Ojos de terror y de angustia.
Ojos de muerte para alguien…
Se fijaron en Webster, inclinado ya sobre él, pasándole los brazos bajo sus axilas, para cargar más fácil y cuidadosamente con él.
Luego, la mano ensangrentada de Warren fue al cuchillo manchado de escarlata, que yacía junto a él. Cerró sus dedos sucios de sangre en torno a la empuñadura. Su mirada era alucinada, centelleante y desorbitada. La mirada de un loco. Un loco peligroso. Un homicida anormal. Lo que nunca había sido hasta entonces el desdichado Warren.
Alzar el arma y sepultarla en la nuca de Webster fue todo uno. Cosa de décimas de segundo. El alarido de éste se ahogó en un tumulto de sangre, brotando violentamente por su boca crispada. Contempló con ojos de pavor y de asombro inmenso a quien fuera hasta entonces su inofensivo paciente y hasta amigo. Vio una faz convulsa, deformada por algo que podía ser odio. O terror. Terror de sí mismo, de aquella sangre que estaba derramando brutalmente. O terror a algo desconocido, que Webster jamás podría localizar ya, puesto que estaba en la agonía. Una rápida y terrible agonía…
Y sin embargo, aquel monstruo tenía algo de patético, de tremendamente humano, de desgarradoramente cruel e indigno.
Porque ni siquiera era un monstruo. No podía serlo, en circunstancias normales. Imaginé un rostro dulce, sereno, unos largos y suaves cabellos dorados, unos grandes e ingenuos ojos azules.
Pero todo aquello, ahora, causaba auténtico horror. Porque algo desfiguraba atrozmente la figura de mujer, envuelta en jirones de ropa, semidesnuda, con la boca babeante, los ojos desorbitados, los cabellos empapados y revueltos, las mejillas llenas de purulencias y los carnosos labios rebosando costras y grietas sangrantes. Por sus dientes corría un espeso líquido verdoso que goteaba luego por sus labios y mentón, ensuciando sus ropas y su cuerpo.
Las manos engarfiadas que dirigió hacia mí…
Las manos eran horripilantes. Crispadas, malignas, cubiertas totalmente de arrugas y de llagas, de sangre y deformidades. Su juventud, su posible belleza ingenua y adolescente, constituían ahora un horror de deformidades y de fealdad repugnante.
Además, de su cuerpo, cuando se abatió sobre mí con insólita, terrorífica fuerza, brotaba un olor nauseabundo, una vaharada insoportable, que me hizo sentir enfermo.
Casi de repente, entrevió unas luces delante del automóvil.
Presintió que había llegado a su destino. Instantes después, el coche se detenía ante una portalada, alumbrada por dos grandes faroles, suspendidos de sendos brazos de hierro artísticamente forjado.
La lluvia seguía cayendo a raudales.
De repente, una serie de relámpagos iluminaron la noche con sus lívidos resplandores.
Los relámpagos disiparon la oscuridad. En unas brevísimas fracciones de segundo, Gratbans pudo divisar una forma monstruosa, de proporciones apocalípticas, una especie de gigante de increíbles dimensiones, suspendido sobre el castillo, oscuro, amenazador, como dispuesto a arrojarse en cualquier momento sobre la estructura de piedra, para devorarla en cuatro bocados con sus fauces de Gargantúa.
Bruscamente, algo emergió del rio. Algo extraño, insólito. Parecía… parecía un ser humano, saliendo de las aguas, pero con una extraña rigidez, como si fuese una estatua de piedra o algo así.
No, no era de piedra. Se movía. Movía sus piernas, sus brazos… Estaba saliendo por completo, andando hacia la orilla, por la parte vadeable ya. El nivel del agua descendía en torno a su estatura. Ya era visible su cintura, sus caderas, sus piernas…
Atónita, la señora Spencer descubrió jirones de ropa sangrante en torno a aquel cuerpo que brotaba del río Tweed. Y mutilaciones en el cuerpo. E incluso en… ¡en el rostro!
Aquel hombre, a la claridad difusa de las estrellas, que iban saliendo ya, allá entre desgarros de nubes plomizas… ¡tenía parte del rostro destrozado! Y sin embargo, se movía pausada pero inflexiblemente, avanzaba con una rigidez extraña, inquietante, hasta pisar la orilla del río, cerca de ella.
Los cabellos de la señora Spencer se erizaron cuando descubrió lo que sucedía en el río. ¡Más remolinos, más sombras, más bultos emergiendo, en movimiento! ¡Y eran… eran también seres humanos, cuerpos rígidos, en movimiento… en movimiento hacia ella!
Lanzó un grito agudo. Un grito cuajado de horror, de angustia. Porque los cuerpos que salían del agua, además de tener sus ropas destrozadas, mostraban manos, brazos o piernas mutilados o rotos, rostros aplastados o deformes, enormes boquetes y heridas en sus cuerpos, hasta el punto de tener casi perforado uno de ellos su vientre.
Lacey quedó en la sala. El silencio había vuelto tras aquel ruido, que le pareció un golpe seco, como de una puerta cerrada con cierta brusquedad.
De pronto, reparó en la caja que había encontrado en el coche robado.
—Sólo faltaría que el tipo también huyese con un montón de pasta —dijo divertidamente, mientras soltaba las presillas de cierre.
Levantó la tapa. Un grito de horror escapó de sus labios.
Espeluznado, contempló la mano de mujer que descansaba sobre el forro de terciopelo rojo. Era una mano blanca, fina, de dedos delicados… Pero Lacey no estaba en aquellos momentos para contemplaciones más o menos estéticas.
Desde luego, debía tratarse de un cementerio de la Edad Media. En otros tiempos había sido cercado por una pared de rústicos ladrillos de tierra sin cocer, que ahora estaba caída y arruinada, a grandes trechos.
Caminó por entre las lápidas, tratando de leer los caracteres extraños de sus inscripciones. Se sorprendió de que no hubiera ninguna cruz en todo el recinto mortuorio.
De pronto se detuvo, intrigado por la extraña sensación que culebreaba por su espalda. Miró en torno. No cabía duda de que estaba solo allí. No obstante, tenía la desagradable sensación de que unos ojos ocultos le espiaban; unos ojos malignos que de algún modo podían constituir una amenaza…
Alguien emitió una suerte de quejido al oírlo. Luego, el médium sufrió una tremenda sacudida, como un violento espasmo, y quedó rígido, los labios entreabiertos y los ojos cerrados, tenso como una tabla.
Patricia le miró por entre sus párpados entornados. Le vio pálido, ceniciento. También la mano de Nat que sujetaba la suya se había puesto tensa y rígida mientras el temblor de la que tenía en su izquierda se agudizaba.
Entonces vio algo más. Algo que le hizo olvidar instantáneamente esas percepciones físicas.
Veía el enorme candelabro del rincón cómo se alzaba lento y seguro.
Parpadeó. No podía ser cierto y estuvo a punto de lanzar un grito.
El pesado candelabro estaba ya a varias pulgadas del suelo, elevándose majestuoso como sostenido por poderosas y grandes manos invisibles. La llama del cirio osciló mientras el candelabro subía más y más… Luego, la llama se apagó y el candelabro quedó quieto casi un metro por encima del suelo.
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Porque Maren no solo rompe corazones, los devora. Desde el día en que su madre le encontró en la boca un hueso del oído de la niñera cuando apenas tenía dos años, supo que la vida no sería normal para ninguna de las dos.
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