La habitación era grande, espaciosa, aunque carecía de ventanas. El suelo espejeaba, mármol pulido de color granate, lo que confería una nota de prestancia al ambiente. Los muros estaban decorados con frescos que representaban escenas de la Mitología, de un audaz realismo en la interpretación. La estancia tenía forma alargada y estaba dividida en dos planos, uno de los cuales se hallaba a cosa de un metro sobre el otro. Una escalera de cinco o seis peldaños permitía el acceso al primero. En este había una larga mesa, de forma semicircular, provista de nueve asientos, todos los cuales estaban ocupados por bellas mujeres, jóvenes y de hermoso cuerpo.
El operador radiotelegráfico de la torre del aeropuerto de Los Ángeles, inclinado sobre el tablero de indicadores, computadores y clavijas, con los auriculares en los oídos, atendía rutinariamente las comunicaciones con los distintos aviones en ruta hacia sus pistas. A su lado, otro colega se dedicaba a mantener el contacto con los que despegaban y emprendían el vuelo, hasta que rebasaban la distancia a partir de la cual ya no correspondían a su guía y control.
El hombre de DANS, clave EO-003, Bel Bassiter, avanzó hacia la puerta y presionó el timbre de llamada. Transcurrió un minuto largo. La dueña del piso no contestaba. Bassiter frunció el ceño. No era natural; la bella Sissy Dartlett le estaba esperando. Aún no hacía una hora que había hablado con ella, para confirmar el encuentro. Parecía ilógico que Sissy hubiese abandonado su departamento. Bassiter presionó el timbre de nuevo. Recibió idéntica respuesta.
Ella era muy hermosa. Alta y delgada. Pero no demasiado delgada; tenía bien desarrollados los senos y las caderas. Su rostro comenzaba a contraerse en algo semejante a indignación, pero era de trazos suaves, con ojos negros, cutis moreno, labios carnosos y rojos, especialmente firmados para reír y besar. Su cabello era tan negro que parecía despedir reflejos azulados. Vestía un jersey blanco, muy ajustado, y una falda negra y corta. Llevaba medias de malla y zapatos negros, y une deseaba contemplarla horas y horas, mientras dejaba vagar la imaginación.
En el relativo silencio de la oficina, el chisporroteo del «télex» pareció el crepitar de una ametralladora. La secretaria alzó la vista de los papeles que estaba consultando. Luego, poniéndose en pie, cruzó la estancia y se acercó al aparato de telecomunicación. Asió la cinta por uno de sus extremos y leyó la serie de letras y cifras que se imprimían automáticamente, a medida que se expedía el mensaje tal vez a miles de kilómetros de aquel lugar. La secretaria era una escultural morena, cuyos labios se curvaban en una mueca de desagrado.
El gigantesco «Douglas 707» de la National Airways inclinó el morro hacia abajo, el ensordecedor estruendo de sus reactores adquirió un diapasón insoportable y, ante la despavorida mirada de cuantos se encontraban en el aeropuerto de Miami, se estrelló. Bajó igual que una inmensa flecha, recto, mientras su gran sombra se agigantaba más todavía sobre la pista, y parecía salirle al encuentro hasta que los dos, sombra y avión, se unieron en un impacto que hizo estremecer la tierra.
El asfalto estaba húmedo y brillante. De cuando en cuando, subían del río algunas rachas de vapor amarillento. No se oían ruidos apenas. La circulación, a tales horas de la madrugada, era escasa. La sirena de un remolcador sonó roncamente a lo lejos. Parapetada tras el oscuro quicio de un portal, había una mujer. Vestía un impermeable azul y cubría sus rubios cabellos con una boina del mismo color. De cuando en cuando asomaba el rostro con un claro gesto de nerviosa impaciencia. Una vez sacó la mano y consultó su reloj de pulsera. Pasaban ya de las tres de la madrugada. De pronto oyó ruido de motor y se guareció en la sombra del portal.
El cielo, gris y pesado, parecía tan bajo que pudiera tocarse con la mano. Una espesa bruma se levantaba del mar anulando la poca luz del sol y convirtiendo el día en un anochecer prematuro. El yate, anclado y balanceándose sobre el mar inquieto, apuntaba con su afilada proa a la tierra invisible que había a cuatro millas de distancia. Los dos científicos estaban acodados sobre la borda, expectantes y silenciosos, mientras los escasos tripulantes cumplían cada uno su cometido en silencio, eficientes y seguros. Todos eran hombres seleccionados, duros y bien pagados. Eso y el temor les convertía en fieles auxiliares.
La mini-lancha torpedera «zumbaba» de lo lindo. Y Evans, in mente, se dijo que los técnicos del laboratorio de Dawning Island eran verdaderas «hachas» a la hora de hacer inventitos como aquel... porque la lancha de marras tenía algo así como un piloto automático que la conducía con un rumbo fijo determinado, mientras... Miró fijamente a la mujer, tan fijamente como el rumbo que seguía la lancha, y le dijo: —Nyjta... con esa túnica tan mojada adherida al cuerpo vas a pillar una pulmonía.
En vista del paraíso que le prometía, Lys Daren había aceptado, lanzando grititos de alegría. Ahora, el coche que conducía Bassiter, un magnífico «Mercedes 250» deportivo, con la capota replegada, subía por la carretera serpenteante que se dirigía al paso entre las montañas. Lys Daren era una chica de ciudad, lo que no le impedía admirar la belleza del paisaje. Lys vestía una blusa anudada bajo los senos, que dejaba el estómago al descubierto, pantalones cortos, muy ceñidos, y unas simples sandalias. A Bassiter le había agradado un detalle: sus largos cabellos rubio-platinados ondeaban libremente al viento. Eso le confería más atractivo, a su entender.
El pueblo estaba silencioso y quieto. Las calles oscuras, solo con alguna que otra luz apenas visible dentro de la masa gris de niebla baja y espesa como melaza. Las casas, a pesar del humo de las chimeneas que se fundía en la niebla, estaban cerradas a cal y canto, sin un resquicio por el que se filtrara la luz de sus interiores. Casas antiguas y viejas de una sola planta sobre las que se alzaba el campanario, aguja puntiaguda perdida en el mar de bruma que flotaba quieta como un sudario.
Donald Evans, EO-002, recibía diariamente un ejemplar de la primera edición de los diecisiete rotativos más importantes del país —los de mayor tirada, por supuesto—, a las 14,45 horas. Y todos aquellos periódicos, sin excepción, habían aireado la noticia como se merecía durante los últimos cinco días. Todos en primera plana.
El buque alemán Magdeburg navegaba plácidamente por un mar que parecía un espejo. Al Sur, a pocos kilómetros de distancia, aunque debajo de la línea del horizonte, quedaban las islas de Cabo Verde. En el puente, el oficial de guardia contemplaba distraídamente los saltos de algunos delfines que acompañaban al barco. El timonel permanecía atento a la rueda. Era recién pasado el mediodía. Hacía calor y por ello, todos los tripulantes que no tenían una misión específica, dormitaban, refugiados en lugares en sombra. El ruido de las máquinas sonaba con ritmo siempre igual. Detrás del barco se desvanecía una estela blanca. Un tenue chorrito de humo se desprendía de la chimenea.
La casa era un edificio aislado, erigido entre corpulentos árboles centenarios que cubrían el jardín con una sombra negra y espesa. Los hombres se movían en silencio de tronco en tronco, igual que oscuros fantasmas armados de metralletas «Stein» y rifles lanza granadas. Hacía solo unos minutos que el estruendo de los disparos había cesado. Nadie hablaba. Cada uno de ellos sabía lo que debía hacer.
Estaba cómodamente tendido en un diván, con los pies en uno de los brazos, las manos sobre el estómago y un periódico sobre la cara. El periódico se agitaba rítmicamente a cada expulsión de aire de los pulmones del durmiente. Era Bel Bassiter, agente EO-003 de DANS (EO: Espionaje Organizado; DANS: Defensa Atómica Nacional de Seguridad). Bel Bassiter estaba libre de misión por el momento. Esperaba una llamada telefónica. Naturalmente, quien le conociera sabía que existían un noventa y cinco por ciento de probabilidades de que procediese de una bella mujer. Bassiter había trasladado el teléfono al alcance de su mano.
A veces tenía pesadillas. Horribles monstruos surgían de la noche del sueño y le torturaban hasta el límite que un ser humano puede resistir. Eso sucedía esa noche. Se revolvía de un lado a otro del lujoso lecho y gemía a intervalos, cuando los fantasmas de su cerebro le cercaban y adoptaban formas horrendas. Unas formas entre las que surgían rostros distorsionados, conocidos y por ello más espantosos todavía.
Mientras el avión enfilaba el estrecho paso en las montañas que era, prácticamente, la única vía de acceso al aeropuerto, Bel Bassiter, agente EO-003 de DANS, trató de rememorar alguna de las peculiaridades del país al cual se dirigía. El gran ducado de Warelia una anacrónica muestra sobreviviente de las pequeñas monarquías medievales; una nación de setenta kilómetros de largo por treinta de ancho, dimensiones promedio, lo que venía a dar algo más de dos mil kilómetros cuadrados de extensión, con menos de un millón de habitantes.
La cacería había terminado. O estaba a punto de terminar. 005 se agazapó entre los bultos del muelle, deslizándose como un gato, hasta atisbar por un extremo. Justo en aquel momento, el hombre al que había perseguido por todo el mundo apareció sobre la cubierta del yate anclado en el muelle de Macao. El hombre encendió un cigarrillo, y en la oscuridad la llamita del fósforo iluminó vivamente las acusadas facciones de inaudita crueldad.
Era tan hermosa, irreal y fragante como un sueño oriental. Mike Bannion, le dedicó un segundo e interesado vistazo antes de convencerse de que no sufría un espejismo. Se cubría con un ceñido cheongsam de seda color verde, abierto por un lado mostrando las bellas proporciones de un muslo finamente moldeado. Sus cabellos rubios muy largos, desafiando la moda, se desbordaban en una catarata de oro por sus hombros.
Como una sirena de los escritos de Homero, como una walkiria, como una diosa pagana de la belleza exuberante. Fantástica. De exhaustiva naturaleza plagada de maravillosos dones físicos, de pródigos encantos que muy difícilmente se podían tan siquiera igualar. Esplendorosos atractivos los de aquella hembra alta, flexible, ágil, cimbreña, que despertaba la admiración de los componentes del sexo opuesto estuviera donde estuviese. Pero Donald no pronunció ninguno de los halagos o requiebros de matiz siempre intencionado que ella estaba acostumbrada a escuchar de sus labios.