Australia, 1845. En ruta a la isla Canguro, un barco se va a pique tras chocar contra un arrecife durante una horrible tormenta. Solo dos chicas sobreviven: Amelia Divine y Sarah Jones. Pero Amelia sufre una lesión en la cabeza y pierde la memoria. Ni siquiera puede recordar su nombre. Sarah, por su parte, descubre la oportunidad de cambiar su destino y escapar de un futuro sombrío. Sin embargo, esta decisión cambiará para siempre la vida de ambas mujeres…
Una mañana de verano, la policía encontró el cuerpo del zoólogo Jordi Magraner en su casa del Hindu Kush pakistaní. Había sido asesinado. Magraner llevaba quince años en las montañas estudiando la fauna, buscando al yeti y, sobre todo, viviendo en el paraíso que siempre había soñado. De origen valenciano pero criado en Francia, Magraner encontró en los valles un lugar donde sentirse grande, como un auténtico gigante. Allí condujo caravanas, respiró la naturaleza salvaje, peleó por lo que creía, fue un líder carismático. Y amó. Hasta que el estallido de los talibanes lo volvió un sospechoso habitual. A pesar de las amenazas y la fuerte presión, Magraner defendió hasta el último día el mundo ideal que había creado. Seis años después de su muerte, las causas seguían irresueltas. Nadie fue condenado. Gabi Martínez se interesó por esta historia y descubrió a un hombre asombroso, valiente y contradictorio. No podía dejar de contar su aventura, y averiguar los motivos del crimen se convirtió en una obsesión que lo llevó al Hindu Kush consciente de que, como su investigado, iba a arriesgar su vida. Sólo para gigantes habla de espíritus que creen en un mundo diferente y están dispuestos a luchar por él. Habla de sueños, dinero, amor y, esencialmente, de los límites de la libertad.
Lord Kellaway entra en conocimiento de un gran hallazgo: el eslabón perdido existe, y se encuentra en una isla perteneciente a Indonesia. Por si esto no fuese incentivo suficiente para organizar una expedición, en la misma isla hay una mina de diamantes. Como guía de la búsqueda, Lord Kellaway contrata a Adam Kelly, el capitán Dragón, un marinero buscavidas que sabe apañárselas en cualquier situación de peligro.
Red Cameron tenía treinta años y era profesor de historia en la universidad de Sidney, Australia. Se trataba de un tipo bastante apuesto, de cabello rojizo y piel bronceada. Tenía mucha aceptación entre las mujeres por lo que había tenido serios enfrentamientos con el director de la universidad a causa de ciertos devaneos con algunas de sus alumnas. Y lo bueno del caso era que Red distaba mucho de ser un conquistador. Era demasiado tímido.
Parecía haber cumplido 80 años. Tenía el cabello completamente blanco, y de no haber leído el manuscrito que mi viejo amigo Winex me había enviado, nunca hubiese creído que el hombre sentado ante mí había sido el célebre explorador Pierre Lebois.
El agente Scott sirvió una taza de café al sheriff que estaba escuchando el relato de Wins acerca de lo ocurrido. El chico hablaba con voz entrecortada, atropellándose en las palabras o sollozando de vez en cuando.
Detuvo el Land Rover cuando alcanzó el alto del montículo. Todavía no había amanecido. Hacia oriente, allá donde debía estar el puerto de Monbasa, el horizonte empezaba a teñirse de malva. Parando el motor, el hombre blanco sacó un paquete de cigarrillos, extrajo uno de la caja y lo encendió.
La Compañía se llamaba pomposamente Zodiac Air, pero en realidad solo se trataba de un par de viejos aviones que, desde una pequeña base en Belanga, cerca de Manila, transportaban pasajeros y carga general a las innumerables islas del Pacífico. Los propietarios de la Zodiac Air eran un par de expertos pilotos llamados Alan Gilmore y Pierre Lacroix. Su amistad era tan grande que quienes les conocían les llamaban «los hermanos».
Emboscados dos individuos esperaban el paso de la caravana de porteadores con destino a la finca de Joao Gonçalves, una de las primeras granjas establecidas al norte de Goiás. La caravana estaba compuesta por tres hombres y una docena de mulos que transportaban todo aquello que podía hacer falta para una larga travesía por el curso del Araguaya aprovechando la época de estiaje.
En un pueblo norteamericano, cerca de un espacio natural boscoso, empiezan a dejarse ver unas criaturas de tres metros, cubiertas de pelo rojizo, y que definitivamente no son osos. Obviamente, las autoridades no creen a los testigos (la abuelita y su nieto, la mamá y su bebé)... De hecho, al malvado dueño del parque natural (un pariente del alcalde de "Tiburón", sin duda) no le parece bien que las historias sobre el Bigfeet le espanten a los turistas, así que decide echar a la calle al guardabosques (marido de la mamá y el bebé) y poner en su lugar a un cazador de verdad cuya afición principal es llevarse rubias a la caseta de trabajo para trajinárselas a gusto. A todo esto, el nietecito del que hablábamos se ha hecho fan de los Bigfeet, quiere llevarse uno a casa o, en su defecto, irse a vivir con ellos... y aprovechando una excursión escolar, se fuga para buscar a los gigantes. (Lo que hacen los críos con tal de saltarse las clases...) Por si esto fuera poco (que, a decir verdad, no es mucho, pero tampoco está mal), hay un puñado de osos salvajes (no como los osos Yoggie que tienen en el bosque, que comen de la mano de los turistas) que son los verdaderos responsables de las diversas tropelías que, hasta el momento, se han atribuido al Bigfeet.
El mundo se desgarraba en la mayor de las guerras que se habían producido en su Historia. Un pavoroso incendio consumía pueblos y ciudades en una guerra que parecía haber alcanzado ya su punto crítico, el más álgido.
El Boeing 727 de las líneas aéreas indias había abandonado el Pakistán Occidental y sobrevolaba el desierto de Thar, hacia el norte, en dirección a Nueva Delhi. Llevaba sesenta viajeros a bordo, funcionarios y ejecutivos de gran rango, que procedían mayoritariamente de los países árabes, en particular del Golfo Pérsico.
El maestro Juan Gallardo Muñoz revisita "La criatura de la laguna Negra" (alias "La mujer y el monstruo") de Jack Arnold en una aventura protagonizada por un mercenario bueno.
Kali oyó el doloroso barritar del elefante. El pigmeo se quedó quieto. Estaba solamente a pocos pasos de la choza donde dormían Luma y su viejo padre. A este, Voma, pensaba Kali propinarle un sencillo garrotazo con el pedazo de madera que llevaba en la mano.
John Malcom había sido un desgraciado toda su vida. A sus treinta y cuatro años había recibido tantos golpes que en su cuerpo ya no cabían las cicatrices. Fue eso lo que le decidió a abandonar la civilización y ocultarse en la soledad de las vastas llanuras de Sudáfrica; así que un buen día se largó de Nueva York a bordo de un carguero y, después de una interminable travesía, llegó a Ciudad del Cabo.
Desde detrás de la mesa de su despacho, Ravan Utanipah abrió desmesuradamente los ojos. El terror hizo que sus pupilas disminuyesen de diámetro hasta no ser más que dos puntos minúsculos. Algo invisible, pero férreo, apretaba su garganta como un dogal de acero.
En un momento indeterminado, el viejo carguero «Chiquirri», de ocho mil toneladas de registro bruto, que navegaba frente a la costa del Ecuador a 3º de latitud sur, se partió como un barquito de papel. El buque fue sacudido por un colosal estremecimiento en la sala de máquinas, seguido de un fantástico estrépito, al tiempo que saltaban por el aire planchas de hierro, surtidores de agua hirviendo y de vapor, y se abrían mortales grietas en toda la estructura de la nave.
Paula deslizó su Volkswagen hacia el centro de la corriente del tráfico. Fue describiendo una diagonal, no sin oír bocinazos de protesta y algunas frases airadas. Pero consiguió su propósito. Había sitio, en efecto, ante los «Barkers». Aparcó el vehículo y fue hasta el paso de peatones, esperando con impaciencia el cambio del semáforo. Se mordió los labios.
Odin Sturlasson se sentía desocupado a sus treinta años e inclinado a las mayores aventuras. La señora «Heinskringla» —El Globo{1}—, apodo cariñoso con el que Sturlasson obsequiaba a su voluminosa secretaria, directora general, jefa administrativa, gerente y mandamás absoluto del amplio complejo bacaladero que Odin poseía en las islas Lofoten y Vesteralen, se ocupaba de los problemas comerciales y financieros del acaudalado joven, hasta el punto que Odin Sturlasson parecía echado al mundo para no hacer nada concreto, útil o práctico. La consecuencia es que siempre imaginaba «imposibles» para matar los hastíos.
Cada vez que pensaba en la caprichosa petición de Penélope, le entraban sudores porque, en realidad, estaba loco por aquella muchacha. Había conocido otras mujeres, pero al tropezar con Penélope Moser, hija de uno de los más importantes distribuidores de aparatos de televisión de Gran Bretaña, se sintió cautivado por ella, y no precisamente por la posición económica del padre. La realidad triste, pero realidad al fin, era que el padre de Penélope, como buen escocés, no abría la mano ni siquiera cuando le golpeaban en ella. Era un avaro y su hija estaba empezando a estar más que harta de las restricciones excesivas que la poca generosidad de su padre le imponía.