La astronave, de forma ahusada y dimensiones colosales, volaba rauda y majestuosa por el vasto cielo azul, centelleando con anaranjados destellos al reflejar los rayos del sol cuando se interponía en su trayectoria la pulimentada masa metálica. En ella, todo estaba sincronizado, tan perfecta y automáticamente, que el gran número de hombres que había en la misma únicamente tenían la misión de observar los instrumentos de los diversos y completos paneles de controles.En una de las dependencias en que estaba dividida la inmensa cosmonave, una serie de pantallas mostraban las imágenes de unas naves diminutas que, en grupos de tres y volando en cuña se acercaban a gran velocidad. De pronto, uno de los observadores de aquel departamento de control de vuelo, indicó:—Atención, Kufal, el módulo tuyo se está rezagando. Ponte a la altura del catorce, para que puedas efectuar correctamente la maniobra de entrada.—Lo estoy intentando, pero los mandos no obedecen.
Con paso apacible, henchido el corazón de rosadas esperanzas y lleno de confianza en el porvenir, Perry Lancell se dirigía al encuentro de su novia, cuando, de pronto, vio venir corriendo hacia sí a un ciudadano que parecía muy atribulado.El individuo era de mediana estatura, más bien enclenque y tenía una cabeza alargada, quizá demasiado para los cánones antropológicos habituales. Visto de perfil, casi habría parecido un martillo de mango un tanto largo.El hombre sudaba, jadeaba y resoplaba como un caballo después de un Derby. De repente, se detuvo ante Lancell.—Caballero, ¿tiene usted «shonshlu»? —preguntó.Lancell se quedó viendo visiones.— Qué?El otro movió la cabeza tristemente.No, no tiene «shonshlu» —dijo.
A veces, cuando el director de una revista tiene poco material para sus lectores, suele concebir ideas peregrinas.Como la que se le ocurrió a mi jefe cierto día en que andaba algo escaso de originales. Me llamó y me dijo que fuese a entrevistar a Lance Morony.Yo debí de poner una cara de idiota terrible. En mi vida había oído hablar del tal Morony.—¿Quién es ese tipo, jefe? — pregunté con la ingenuidad de un chiquillo de pocos años.Mi jefe, Burt Wyle, me anonadó con una mirada de sus duros ojos, que centelleaban debajo de un par de espesos cepillos de ásperas cerdas grises, que él llamaba cejas.—En mis tiempos — tronó —, un redactor, antes de hacer esa pregunta a su director, habría corrido al archivo...
— Hubo un tiempo, aunque a mis distinguidos alumnos les parezca mentira, que el hombre no podía desplazarse a mayor velocidad que la de la luz.— ¡Qué barbaridad!— Aquellas gentes vivían en un atraso inconcebible.— ¿Y eran capaces de llamarse a sí mismos seres humanos?El profesor Kivnor 6-5-0 hizo centellear vivamente una lámpara verdosa, a fin de que sus discípulos guardaran la debida compostura. En realidad, fueron unas seiscientas lámparas las que centellearon al mismo tiempo.
Lo anunciaron todos los medios de comunicación social: prensa, radio y televisión. Claro que la prensa era ya algo muy sui géneris para aquella época, puesto que las noticias escritas podían leerse en los canales apropiados que la televisión tenía para quienes aún gustaban de la lectura a la antigua usanza. Y no había un solo canal, sino muchos, a fin de que se pudiesen elegir toda clase de temas en las noticias: política, religión, humor, deporte, economía, arte... Un oficio había desaparecido ya de la faz de la tierra: el de vendedor de periódicos.La radio también dijo mucho al respecto, y no hablemos de la televisión. En síntesis, la noticia podría redactarse así:EMBAJADA EXTRAORDINARIA DE STRAVIUS LLEGA A LA TIERRA EN BUSCA DE GOBERNADOR PARA AQUEL PLANETA
Cualquiera que hubiera visto en aquellos momentos a Edwin (Ed) Ross, y no le conociera, por supuesto, habría pensado que estaba loco. La conversación con su interlocutor se desarrollaba a base de una serie de sonidos estremecedores, que nadie hubiese creído se trataba de palabras y frases que componían una conversación perfectamente inteligible para ambos.El hipotético testigo del diálogo habría oído una enloquecedora serie de silbidos, chasquidos, gruñidos y hasta mugidos, claro que todo ello sin elevar apenas el volumen normal de la voz, alternado de cuando en cuando los sonidos con algún que otro castañeteo de dedos. Hubiese mirado a Ross y habría visto a un hombre apuesto, de unos treinta y seis años terrestres, ojos oscuros, pelo negro y ya alguna hebra de plata en las sienes.
Cualquiera que hubiera visto en aquellos momentos a Edwin (Ed) Ross, y no le conociera, por supuesto, habría pensado que estaba loco. La conversación con su interlocutor se desarrollaba a base de una serie de sonidos estremecedores, que nadie hubiese creído se trataba de palabras y frases que componían una conversación perfectamente inteligible para ambos.El hipotético testigo del diálogo habría oído una enloquecedora serie de silbidos, chasquidos, gruñidos y hasta mugidos, claro que todo ello sin elevar apenas el volumen normal de la voz, alternado de cuando en cuando los sonidos con algún que otro castañeteo de dedos. Hubiese mirado a Ross y habría visto a un hombre apuesto, de unos treinta y seis años terrestres, ojos oscuros, pelo negro y ya alguna hebra de plata en las sienes.
Estaba harto de comidas precocinadas o en conserva. Por dicha razón, Robur Zanda se dijo que ya era hora de tomar una comida en condiciones.La situación de Robur no era buena, pero sabía acomodarse a las circunstancias. Puesto que la irritación y las maldiciones, y mucho menos la depresión y el pesimismo no iban a remediarle nada, decidió ver las cosas con filosofía y adaptarse a su nueva situación, de momento, nada halagüeña.Su nave, en realidad un astrobote salvavidas, yacía en el suelo, a poca distancia. El combustible principal se había consumido y sólo quedaban aptas para funcionar las baterías auxiliares. Pero había sido privado de todo medio de comunicación, de modo que no podía lanzar el S.O.S, espacial que habría permitido a alguien venir en su ayuda.Ciertamente, el astrobote contenía todo lo necesario para una situación de emergencia. Pero los amotinados habían obrado con demasiada cautela, aunque no sin cierta cortesía.
El juez dijo:—El acusado es culpable, sin lugar a dudas, de uno de los más horrendos crímenes conocidos en la historia de la humanidad. Mi deber, pues, una vez conocida y comprobada sin el menor género de dudas tal culpabilidad, es proceder a dictar sentencia.—El acusado, Egon Qratz, es culpable de la destrucción de ciento treinta y seis planetas, que ardieron en una catástrofe cósmica de apenas calculables proporciones. Es un crimen espantoso, como no se tiene memoria desde que el hombre aprendió a conservar en sus archivos, orales o escritos, los sucesos de que había sido protagonista. Por tanto, el castigo ha de ser proporcionado al crimen cometido.
A medida que los hombres subían por la escalera, las puertas se cerraban rápidamente, con miedosos portazos. Las madres llamaban a los chiquillos a grito pelado, los hombres se ponían pálidos y cerraban las pantallas de sus televisores y los muchachos que alborotaban en los descansillos cesaban en el acto en sus voces y risas, deslizándose silenciosamente en busca de sus respectivos domicilios. Nada de esto parecía impresionar a los cinco hombres que componían la patrulla.
En realidad, soy una criatura tranquila, un marciano pacífico que se ha mantenido apartado, dentro de lo posible, de esa corriente que empuja a nuestros jóvenes «dextros» a vagabundear por el espacio. Ustedes ya irán conociendo, a lo largo de mi relato, las características que definen nuestra personalidad. Habiendo aparecido en el Sistema Solar mucho antes que ustedes, mis queridos terrícolas, hemos atravesado y dejado atrás fases de civilización que son difíciles de explicar ahora. Pero, como iba diciendo, se me ocurrió bruscamente que había llegado el momento de abandonar mis cogitaciones y dar lo que ustedes tan flamencamente llaman «un garbeo». Claro que estas expresiones las aprendí mucho más tarde. Pero me gustan. Tienen un sabor especial que las diferencia profundamente de nuestro lenguaje que, desgraciadamente, es demasiado severo y serio.
Gaar Munro, es un cosmonauta caído en desgracia, especialista en vuelos espaciales de larga duración. Contacta con Gerd Aymek, Presidente de la A.I.U. (Agencia Informativa Universal), para ofrecerle publicar "Crónicas del Silencio", un manuscrito donde narra la estremecedora aventura del primer vuelo extrasolar.
Dan Cole abandonó la cabina-biblioteca, dejando el libro en la estantería. Suspiró, encendió un cigarrillo y salió luego al pasillo; al comprobar que la puerta de la cabina de la doctora Maly estaba entreabierta, se detuvo.
Sonrió.
Dan Cole era alto, moreno, de aspecto simpático y abierto. Tenía treinta años recién cumplidos, pero parecía bastante más joven, quizá por el aire aniñado que no podía evitar. Iba vestido, como los demás ocupantes de la astronave «Washington IV», con una simple «combinación» o «mono», de color azulado y de material plástico, fresca y reposante, especialmente concebida para él viaje cósmico y que había sustituido a los pesados trajes que llevaron durante el tiempo de la desgravitación.
Por la ancha y corta autopista que conducía de la ciudad de Marabacoa a su puerto, Puerto Cortés, avanzaba un enorme y poderoso coche americano, «Hecho en la República de Coronado», como decía orgullosamente un transparente pegado en la luna posterior del vehículo.
En República de Coronado estaban muy orgullosos de casi todo, incluso de los coches norteamericanos que se hacían la ilusión de fabricar, a pesar de limitarse a montar las piezas que recibían hechas de Detroit.
Por la empinada ladera, cubierta de enormes cedros, un hombre corría velozmente, ocultándose de vez en cuando detrás de los troncos de los árboles y reemprendiendo al momento la marcha, en descenso.
El hombre era Peter Adan, enviado especial de la «Asociada de Noticias». Vestía elegantemente; sus finos zapatos de tafilete negro resbalaban sobre la hierba. Cuando se detenía, podía escuchar los pasos de la persona que le seguía y veía moverse las ramas de los arbustos, a veces, su sombra.
A Clean Copperhair le faltaba algo más de un mes para abandonar el penal del estado. Su estancia en el penal se la había tomado con mucha filosofía. Eran dos años, dos años de su vida y muchos le habían dicho que había tenido mucha suerte, que era un hombre afortunado porque a otro, en su lugar, lo habrían ahorcado.
Enrique Sánchez Pascual fue un novelista y guionista de cómic español (1918 - 1996). Usó multitud de seudónimos, como Alan Starr, Alan Comet, W. Sampas, Alex Simmons, Law Space o Karl von Vereiter CUANDO Ben Luden extendió su mano, ancha y fuerte, y señaló con el dedo índice a 'Old Dreader', se hizo un silencio expectante en la sala y se pudieron oír, con toda claridad, las frases que el ranchero Strowter le dirigía a Pol Simmons, la traviesa camarera.
JACK GREY seudónimo del escritor Rafael Segovia Ramos La voz de Richard Lawrence nació suave, casi sin fuerza, pero cargada de seguridad, con el acento propio de quien está convencido de lo que dice. Totalmente convencido. Luego volvió a sonar la voz de Dalton, el sheriff de Jefrey.
El vaquero apuró la copa y siguió inmediatamente al dueño de la taberna. Se abría este paso entre los mirones que cercaban las mesas de juego. Su actitud no indicaba deferencia alguna, y todos los de aquel poblado se habían fijado en este detalle. «Buck Larsen es un orgulloso. Un tipo endiabladamente soberbio».