Investiga ese caso, Erwin, investígalo. ¿Me lo prometes? Benson se moría. Su respiración, el estertor que escapaba de su garganta, raspaba en el oído de su compañero Erwin Mufflin, como si un cuchillo le descarnara y fuera a llegar al hueso. —Está bien, Tomy; no te preocupes. Me ocuparé de ese asunto.
Ya estaba allí. Ante él. Esplendorosa. Una sinfonía limpia, irisada, de oros y azules, de verdes y blancos, de ocres y rojos. Ella… La Riviera. Había dejado definitivamente atrás Mónaco y su bahía, su hermosa bahía, sus altas laderas verdes, frondosas, salpicadas de residencias y hoteles de lujo. Y su pintoresca población. Y su casino. Aceleró al pasar la última curva. Le gustaba correr. Siempre le había gustado. Ahora, le gustaba más que nunca. No por simple gusto. Es porque tenía que correr. Le era necesario. Preciso. Urgente. Inevitable. Tenía que correr. Tenía que alejarse. Huir… El automóvil devoraba millas. Y asfalto. Y distancias.
NO me gustó Corea. Lo presumía antes de llegar, y una vez en Panmunjón vi plenamente confirmados mis temores. Las ciudades y pueblos de la famosa península asiática me produjeron la más desoladora impresión. Y las gentes, tanto las que nacieron al Norte como las que lo hicieron al Sur del paralelo 38, totalmente indignadas de que por ellas se vertiera una sola gota de sangre americana.
Ya sé que muchos no compartirán mi manera de pensar y aducirán razones de peso en apoyo de sus puntos de vista. Pero yo también tengo las mías, personales e intransferibles. Me tocó luchar en Guadalcanal durante la segunda guerra mundial, y un maldito «jap» me dejó el cuerpo como una regadera, merced a una ráfaga de fusil ametrallador. Curé de las heridas, desde luego; sin embargo, ni he podido olvidar lo que sufrí entonces ni menos aún que fue un mico de piel amarilla quien estuvo a punto de darme anticipado pasaporte para el otro barrio.
¿Por qué extraño capricho le habían ordenado que hiciese aquello, precisamente al dar las doce campanadas en el reloj del gran Temple Block? A Henry Bell, un tanto supersticioso, la hora de la medianoche le infundía cierto respeto. A cada instante consultaba su reloj de pulsera, el que le habían regalado como anticipo de otros regalos mejores. Se sentía orgulloso de poder ostentar tan valiosa alhaja. En su vida había tenido un reloj semejante a aquél. Claro que tampoco había hecho nunca nada análogo a lo que se proponía llevar a cabo de allí a —consultó el reloj de nuevo para comprobar la hora— quince minutos.
El hombre que tenía confianza en sí mismo y en su capacidad para alterar el curso de los acontecimientos, lanzó una seca carcajada y se echó hacia atrás, para decir: —Yo conozco perfectamente cómo han de reaccionar las personas, especialmente las mujeres. Y no me equivoco. Puedo predecir casi con absoluta certeza lo que harán en determinados momentos. Por eso, os puedo asegurar que esta empresa no fallará.
TIMES Square es quizá uno de los lugares más alegres de Nueva York. En esa plaza convergen casi todos los metropolitanos de la gran ciudad, y por eso, a todas horas y en todo momento se ve cruzada por un número considerable de peatones que salen o entran en esas gigantescas estaciones subterráneas que horadan, en diferentes profundidades, el subsuelo de Nueva York. A las seis de la tarde, un coche negro, que a simple vista no se diferenciaba de los demás, se detuvo muy próximo a la salida del «subway» de la Seventh Avenue.
El agente especial del F. B. I. se inclinó sobre la mesa. —Me pones nerviosa, Phil. ¡Deja de mirarme! Phil Janssen continuó con los ojos fijos en la muchacha. Era comprensible.
En la novela 'Doctor X' un herido y postrado G-man, imposibilitado para concluir la misión encomendada y autoimpuesta pide ayuda a un estafador sinverguenza, pero de noble corazón, al que traspasa el téstigo de su lucha, lo que demuestra que el ideal platónico de la Justicia es alcanzable por cualquiera que lo busque (además de que la hermana del agente herido ha trastocado un tanto el ánimo del truhán).
Un agente del FBI que investiga la posible presencia en su país de un escurridizo espía del bloque del este contacta con la mujer de un sospechoso y que es hija de un acaudalado y respetable ciudadano norteamericano. Esta le informa que hace varias semanas que no lo ve y le remite a un garito que frecuenta habitualmente donde recibe una paliza. En su investigación detecta que el padre ha desembolsado grandes cantidades de dinero en los últimos días, por lo que sospecha que están chantajeándole por algún motivo que se le escapa. Y si a todo esto le sumamos que no hay fotos del enlace matrimonial la intriga esta servida. ¿Será el misterioso sospechoso el espía ruso?
El tren en que viajaba David Gadner entró en agujas en la estación Unión, toda ella de mármol blanco y magníficos grupos escultóricos en la fachada principal. El joven saltó al andén antes de que el convoy se detuviera y buscó la salida entre el gentío. Llevaba sólo un maletín de viaje, un traje gris rayado, un sombrero de fieltro ajado y una gabardina, no mucho más nueva, doblada sobre el brazo.
Acababan de pasar por Telfs y continuaban por ese encajonamiento maravilloso que es el Innthal. A veces, el tren parecía suspendido en lo alto de un despeñadero de vertiginosa altura, y un momento después discurría traqueteante por las riberas del Inn, esmaltadas de flores. Con el rabillo del ojo, Herbert examinó a la muchacha que acababa de subir en Telfs. «Desde luego, no es austríaca», pensó, contemplando aquella espléndida mata de cabello castaño y los ojos de un azul muy oscuro, casi violeta, según los hiriera o no el sol.
MUROS desnudos, húmedos, encerrando un silencio denso, sobrecogedor. Una sola bombilla pendiendo del bajo techo, luchando su luz espectral con la tétrica lobreguez de la cámara de la muerte. Trece hombres, sentados, inmóviles sobre el par de bancos de madera. Los trece clavaban sus ojos en la siniestra reina de la prisión: la silla eléctrica. Una silla, varias correas colgando de las patas, brazos y respaldo, y encima de éste un dispositivo semejante a un casco metálico.
¿HOMBRRE? ¿MONSTRUO? ¿DEMONIO? El elegante criminal de la sonrisa diabólica convertía a sus secuaces en fieros asesinos bajo los efectos del hashish, la enloquecedora droga oriental Siempre secuestraban y mataban a: LA HORA GRIS. Su autor, ALF MANZ, DICE: «Mis conocimientos del hampa neoyorquina, del valor heroico de los agentas especiales del F. B. I. y de la pasión amorosa, han creado mi novela más interesante y emotiva».
KEMPTON era un hombre que odiaba la niebla y había de dejado de ser marinero por su causa debido a que un día, haciendo maniobras en Chicago, estrelló la popa del buque contra el muelle y el accidente costó la vida a dos personas. Aunque de esto ya pasaran cinco años, Kempton seguía odiando la niebla.
A las tres de la madrugada, la gran ciudad de Washington (residencia de los organismos rectores de La Federación), reposaba de las abrumadoras fatigas del día; sus ciudadanos, sin embargo, no dormían muy tranquilos: en Europa, en el viejo Continente, la guerra asolaba con crueldad insaciable los campos y ciudades, dejando a su paso una estela de llamas devoradoras, que avanzaban cada vez más en el tiempo y en el espacio, como si se alimentasen de petróleo, llegando el año mil novecientos cuarenta y uno.
LUCHANDO EN LA SOMBRA, obra de un argumento cautivador, con aventuras inéditas, personajes humanos y, a la vez, heroicos, e intriga amorosa realista. El creador de esta magnífica novela es FRANK C. MCFAIR, autor que domina la técnica de la emoción y que conoce el ambiente tenebroso de los espías. LUCHANDO EN LA SOMBRA, está protagonizada por dos audaces agentes especiales del F. B. I., encargados de desbaratar la criminal maquinación de unos fanáticos hijos del Sol Naciente, de rostros y espíritus herméticos bajo los diabólicos rasgos orientales. Sucede unos meses antes de la guerra, cuando Estados Unidos duerme ingenuamente en el lecho de su poderío económico quedará indeleble en la memoria de todos los lectores de buenas novelas.
El protagonistas un jefe del Estado Mayor del F. B. I., encargado de buscar en Inglaterra a un hombre de ciencia que escapó de Estados Unidos con un secreto capaz de desencadenar la Tercera Guerra Mundial. El peligro de su misión se acrecenta porque ha de arrebatar la codiciada presa a los astutos detectives de la Sección Especial del Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard.
CHARLESTON, en la Carolina del Sur, siempre ha sido un puerto muy visitado por su riqueza algodonera. Es incesante el movimiento portuario y, durante todo el día, no paran las grúas en la carga y descarga. Por las noches, las tabernas del puerto están concurridísimas, y entre sus parroquianos aparecen los eternos aventureros de los siete mares, resaca social incontrolada, que suele dedicarse a sucias actividades.
FRANK MCFAIR, el aplaudido autor de LUCHANDO EN LA SOMBRA, nos dice:
"El contrabando de drogas ha sido siempre uno de los azotes de la Humanidad. Millones de personas aspiran, injieren o se inyectan el veneno que lenta, pero inexorablemente, terminará por enviarlos al manicomio o a la tumba. Para combatir esta plaga execrable he escrito La ruta de la locura.
El Agente Especial Martin Farrell corta el nudo gordiano de una organización que traficaba en drogas, hasta entonces invencible. Su bravura y temple de aventurero le arrojan a las más escalofriantes peripecias, unidas a un drama conmovedor.
La ruta de la locura presenta a unos ojos azules que guian en la sombra de la intriga al agente Farrell. para que él logre sacar del vicio el alma de una deliciosa mujer.
Shelby Hoffman, periodista del “Morning Star”, se encuentra con su antiguo camarada, Thomas Lowe, con el que compartió bombardero durante la guerra, y al que llevaba tres años sin ver, desde que se licenciaron.
Después de tomarse unas copas con su compañero de armas, al regresar a su casa borracho, y tras tener que entrar por la fuerza al ser incapaz de atinar con las llaves, Shelby sorprende a una hermosa joven que está rebuscando en lo que inicialmente piensa que es su despacho, pues luego se da cuenta que ha entrado por error, fruto de la nebulosa alcohólica, en el apartamento del piso de abajo, propiedad del Sr. Schuman. La chica confiesa a Shelby que ha entrado en el apartamento buscando unas cartas de su hermano Joe, fallecido durante la guerra, con las que Schuman y su socio Smore están chantajeando a su padre amenazando con publicarlas, pues dichas cartas harían que su hermano se viera envuelto en una red de espionaje.
Shelby decide creer a la joven, que dice llamarse Jane Garland, y no sólo no la denuncia, sino que decide ayudarla, dejándola marchar.
A la mañana siguiente, al despertar con una gran resaca, Shelby se entera de que en el piso de abajo ha aparecido Peter Smore asesinado con un cuchillo clavado en el pecho, siendo el Sr. Schuman el principal sospechoso. Esa misma mañana Shelby recibe dos llamadas en las que dos personas le ruegan que no le diga a la policía que estuvieron esa noche en ese edificio: Jane Garland, y Thomas Lowe, que le había acompañado borracho hasta allí.