Y era allí donde estaba el horror que le había paralizado al entrar, porque encima del camastro reposaba el cadáver de un hombre en plena descomposición. El hedor era nauseabundo; un hedor extraño y repugnante que le produjo náuseas.No pudo evitar un vivo sobresalto. Forzando su voluntad, se obligó a mirarlo otra vez.La cabeza estaba inmóvil, por supuesto. Suspiró, aliviado. Pero entonces, y sin lugar a dudas, captó el apenas perceptible vaivén del pecho.¡El cadáver empezaba a respirar!Ya no tenía dudas. El escuálido torso del cadáver se movía. Muy débilmente, pero respiraba, como si volviera a la vida después de haber permanecido muerto una eternidad.Evans se mordió el labio con fuerza porque sentía tremendos deseos de gritar. Luego, recordó que en una funda axilar llevaba su revólver de reglamento y hundió la mano bajo la solapa.Fue todo lo que hizo; algo terriblemente duro le golpeó en la nuca y todo pareció estallar a su alrededor.Cayó hacia delante, de bruces. Pero mientras caía, mientras se hundía en los abismos de la inconsciencia, aún percibió borrosamente el lento movimiento de la cabeza del cadáver, que giraba hacia él, mirándole con un solo ojo inmensamente abierto… y con el otro vacío, negra cavidad que parecía hundirse hasta las profundidades del cráneo…
Stella adelantó el busto.—Demuéstreme que es el diablo —pidió.Leo sonrió suavemente.—Usted expresó hoy a una persona sus deseos de que fuese atropellada por un camión, ¿no es cierto? —dijo.—Sí, en efecto —admitió ella.—Encienda el televisor, se lo ruego.Aturdida, sin tener la seguridad de que todo lo que le estaba ocurriendo no fuese un sueño, Stella volvió los ojos hacia la pantalla de la televisión, en donde un locutor recitaba una noticia:—Esta misma tarde el conocido abogado y prestigio del foro local, Garthson Foran, ha sufrido un mortal accidente al cruzar Baynard Street, al ser atropellado por un camión de carga… Un aficionado, que tomaba unas vistas de su esposa y sus niños con su cámara de cine, captó involuntariamente la escena, que ofrecemos en toda su crudeza…—¿Hay que firmar contrato? —preguntó, al cabo.—Es preceptivo, Stella.
Se detuvo de repente cuando vio aquello entre las agitadas ramas de un matorral.Dos grandes puntos verdes, fosforescentes, que le miraban fijo en medio de la negrura. Unos ojos malignos que no parpadeaban y de los que parecía desprenderse un halo luminoso y fatal que le atrajera con el vértigo mortal de un abismo.Godowsky estuvo tentado de dar media vuelta y huir. Pero aquellas pupilas parecían fascinarle. Dio dos pasos más, aproximándose a ellas.Entonces se agitaron, al tiempo que el aullido vibraba una vez más, aunque ahora sin la urgencia de antes. Al hombrecillo se le antojó la voz de un viejo pidiendo ayuda.Se aproximó más, vigilando los ojos verdes y fosforescentes, pronto a escapar a la menor señal agresiva.Llegó al matorral. Un gran cuerpo negro se agitó como sacudido por el ventarrón que lo revolvía todo.—¡Maldita sea! —exclamó Godowsky, aliviado—. No vales el susto que me has dado, amigo.Era un perro negro y grande. Un perro lobo de enorme cabeza, quieto sobre la hierba, mirándole como si le implorase.
Nunca tuve que venir aquí. Pero pienso que de eso no tuve culpa alguna. El destino jugó conmigo despiadadamente. Sólo así puede explicarse que, tras mi viaje interminable a Bucarest, decidiera cruzar la frontera rumano-húngara, para cruzar por esta región, y detenerme aquí a causa del retraso de los ferrocarriles y carruajes tras las últimas y fuertes nevadas.Aquí, en Transilvania…Y en Transilvania me ha tenido que suceder. A mí, Gordon Rose…¡Dios mío, aún ahora lo pienso, en esta mañana nublada pero de radiante luz reflejada en las nieves que nos rodean, y me parece imposible que ello haya ocurrido!Pero no hay ninguna duda. No fue un sueño. Las manchas de sangre, sobre el embozo de la cama y la almohada, las dos profundas e hinchadas huellas en mi hombro…No. No hay duda. La mordedura existe. Y yo sé lo que eso significa.Yo sé que ya no existe remedio para mí, después de que el monstruo penetró en mi alcoba y clavó en mi carne sus colmillos anoche, después de sonar las campanadas de la medianoche en la iglesia del pequeño pueblo vecino…Yo sé que ahora, mi destino sólo puede ser ya uno.Yo sé que voy a ser un vampiro.
«Apreciado amigo:Estoy tan asustado por las extrañas circunstancias que me rodean, que no sé ciertamente cómo reaccionar.Tú siempre has sido muy distinto a mí, desenvuelto, decidido, valiente, por lo que humildemente requiero tu ayuda en nombre de la amistad que nos une desde hace tantos años, desde que éramos jóvenes.Discúlpame el atrevimiento de dirigirme a ti, pero no tengo a nadie más a quien recurrir.No creas que exagero al estar asustado. Los motivos, verdaderamente, me sobran.
¿No es para erizar los caballos, dormirse pero saberse despierto, e ir a parar cada noche a una gruta y de allí a un tesoro fastuoso, que luego, al día siguiente, al dejar el lecho, no sabes dónde hallar…?Ven pronto, por favor.Presiento que la muerte, una muerte guiada, premeditada, cerebral, asoma sus garras por entre las cuatro paredes de esta casa.Peter Molkan»
«Su espíritu y su maldad son inmortales. Pactó con Satán. El diablo le hizo eterno, porque él simbolizaba el Mal. Él cambió a todos los caballeros monjes de la Abadía. Él convirtió una Orden religiosa y noble, caballeresca y digna, en un anatema constante, en un desafío contra Dios. Cuando aquí se habla de “alguien” que quema las maderas y deja huellas infernales de su paso… no hablan del demonio hecho hombre, sino del hombre hecho demonio. Hablan de él. De Brude Gösta o Mönch Gösta, como quiera llamarle.»El Monje Gösta… enemigo mortal del primero de los barones de Korsten, el joven Hans… también utilizaba el hacha para sus ejecuciones. De ahí su nombre de Monje Sangriento… hasta que el joven Hans Korsten, con su propia arma, terminó aparentemente con él. Un día, cuando toda la familia Korsten había sido exterminada ferozmente por el Caballero y Monje entregado a Satanás, alegando que esposa e hijas eran hechiceras al servicio del diablo, y siendo ejecutadas por el propio Gösta en su patíbulo de la abadía… Hans Korsten sorprendió al Monje, lo derribó… y seccionó en el acto su cabeza, de un golpe de hacha certero. En ese momento, estalló una horrible tormenta, los demás caballeros de la Orden, entregados al diablo, persiguieron a Hans Korsten, y él terminó en el fondo del abismo donde ahora, el puente roto, no será jamás reconstruido, porque dicen que es el camino más directo para que el alma condenada del Monje maldito, cruce la distancia que le separa del castillo, y siga vengándose de todos los descendientes de la familia Korsten…».
—Doctor Heinrich, aquí tiene los datos clínicos de ese hombre. Ha soportado sin comer ni beber mes y medio, en Buchenwald. Ha sufrido hasta cuarenta grados bajo cero, descargas eléctricas capaces de electrocutar a cualquiera, sin ropas ni calzado, y sobre un suelo conductor de energía eléctrica. Ha sufrido la amputación de cuatro dedos de su mano izquierda y de un ojo, todo ello a lo vivo. Finalmente, ha sido abrasado su cuero cabelludo e incendiado su cabello con una plancha eléctrica al rojo vivo. Y ha sido devorado su rostro por el vitriolo. Sólo entonces se le detuvo el corazón. ¿Qué me dice a eso?El doctor Karl Heinrich miró con asombro al muerto.—Que es un superhombre… o un monstruo.—Haga de él lo que sea. Pero si su naturaleza responde, habremos dado el primer paso, y el Führer tendrá noticias agradables, de sus científicos, en la lucha por la inmortalidad. ¡Vamos, doctor, obre deprisa, o ese cadáver se descompondrá, pese a las precauciones que he tomado para trasladarlo hasta aquí!—Sí, coronel —suspiró el médico, con una expresión fría y calculadora en sus ojos—. Vamos a poner manos a la obra… y veremos lo que resulta de esto. Pero jamás un ser vivo podría ser tan monstruoso como ese pobre desgraciado, si logro devolverle la existencia, una vez muerto… y regresa de ultratumba, coronel Berger.
Di unos pasos vacilantes hacia el otro féretro. No quería pensarlo, pero algo me decía que iba a encontrarme con otra espantosa sorpresa. Después de aquélla, ¿qué otra podía haber más fuerte? La sola idea de que fuesen dos los difuntos y que el primero fuese el que yo había visto cara a cara con toda nitidez, me hacía pensar algo delirante, inverosímil, aterrador…Porque acababa de contemplar, en el primer ataúd…, el cadáver de Margie Court, mi extraña compañera de aquella noche de peripecias inquietantes en un lugar llamado Landsbury.Era ella. Ella misma. Idéntica. Como una hermana gemela, pero terriblemente pálida, sobre el fondo de raso púrpura, manchado de rojo bajo su nuca. Rojo de sangre…El segundo féretro sólo podía contener…Grité con voz ahogada, retrocedí, lleno de espanto e incredulidad.—¡Nooo! —aullé—. ¡Ése… es MI CADÁVER!—Sí, señor Clemens —dijo calmosamente el desconocido de negros ropajes, erguido ante el altar de la desierta iglesia—. Ése es su cadáver… Aquí, en Landsbury…, TODOS ESTAMOS MUERTOS…
Aquella forma oscura que volaba silenciosamente, cayó sobre él, derribándole con el impacto. Pesaba y no pesaba, pero era imposible evadir su contacto.Selleman cayó de bruces al suelo, revolcándose frenéticamente. La cosa le envolvió por completo, en medio de un silencio total, sin ruidos de ninguna clase, ni jadeos, ni resoplidos, ni gruñidos…La cosa ardía, quemaba brutalmente. Al mismo tiempo, parecía estar hecha de hielo.En el último instante y, mediante un esfuerzo desesperado, Selleman consiguió disparar el arma. Un chorro de fuego traspasó parte de la cosa, haciendo volar en mil menudos fragmentos algunos trozos de su estructura.La descarga había abierto un boquete en uno de los bordes de la bestia, pero el boquete se cerró a poco. Selleman creía hallarse bajo una enorme manta de repulsivo contacto, ardiente y heladora a la vez.De súbito, sintió como si millones de alfileres traspasaran su cuerpo: la cabeza, los hombros, los brazos, la espalda… hasta los huesos llegaban aquellas abrasadoras agujas.Perdió el conocimiento rápidamente. En el último segundo de su vida, tuvo la sensación de que se disolvía en algo sin nombre. Entraba a formar parte de la bestia, era absorbido totalmente por ella.Luego dejó de sentir.
La densa niebla no ocultaba la espeluznante escena.El hombre caminaba semiencorvado. Las manos casi rozando sus rodillas. Unas manos huesudas. Muy blancas. De un nauseabundo tono lechoso. Las uñas desmesuradamente largas y afiladas.El hombre se detuvo jadeante.Alzó la cabeza.Sus facciones quedaron bañadas por la nívea claridad de la luna.Los cipreses proyectaban fantasmagóricas sombras. La niebla flotaba a un palmo de tierra. Envolviendo las tumbas desordenadamente emplazadas. Un escenario capaz de poner a prueba los nervios más templados.El individuo no vaciló.No tenía miedo.No podía ver nada de aquel silencioso cementerio.Estaba ciego.¿Ciego?
Las cuencas de sus ojos aparecían vacías. Eran dos orificios en aquel deforme rostro. Su boca carecía de labios. Sus facciones, de un repulsivo color verdoso, desfiguradas por cicatrices que palpitaban en carne viva.
Burton sintió que una corriente de aire gélido recorría sus entrañas, congelaba sus vísceras, helaba la sangre en sus venas.La muerte estaba allí, la muerte mencionada por Tabita. Los muertos habían salido de sus tumbas para llevarse a alguien con ellos a las tinieblas del sueño eterno. Porque eran tres cadáveres los que estaban delante de él. Los había conocido en vida. Había asistido a los sepelios de aquellos tres horrores que acababan de aparecer en la cabaña caminando con paso de autómatas, obedeciendo a una fuerza misteriosa, infrahumana, pero carentes de vida propia, de espíritu.La putrefacción de los tres cuerpos llenaba la atmósfera de un olor fétido, un hedor insoportable a carne humana corrompida.Burton retrocedió. Se desorbitaron sus ojos, experimentó aquel terror que Theda había vaticinado que abrazaría a Tony Groover como una maldición de ultratumba.Sacó su pistola cuando su espalda chocó contra la pared de troncos y vio que los tres cadáveres podridos continuaban avanzando hacia él de forma inexorable.Comprobó el cebo, echó atrás el gatillo y disparó.El estampido del arma quebró el denso silencio del paraje. La bala penetró en el pecho del juez Dangler, que iba en cabeza del horrible trío. Pero el cadáver siguió adelante, sin la menor conmoción, sin acusar el impacto. Y al acercarse más, extendió sus brazos hacia la garganta de Burton Conger.
«… Estaba allí, sumido en el hielo, pero perfectamente conservado, como si no hubieran transcurrido en él un millón de años. Era un verdadero gigante, de más de tres metros de altura y, calculo, doscientos kilos de peso, pero de formas perfectamente proporcionadas. No había en las inmediaciones rastro de ninguna nave espacial ni de otro vehículo que pudiera explicar la forma en que el gigante había llegado a la Antártida.»Me dio la sensación de que era un mensajero que llevaba la diadema para coronar a la reina de algún país fantástico. Casi más que diadema, parecía una mitra, aunque no estaba cerrada por la parte superior. Tenía forma ligeramente cónica, de unos cuarenta centímetros de altura, por las dimensiones suficientes para ajustar en un cráneo humano de tamaño normal. El número de piedras preciosas que adornaban el oro —si es oro aquel metal—, era incalculable, y formaban extraños dibujos, de gran belleza, como no se han visto jamás en ningún país de este mundo».Una expedición a bordo del Attruk está navegando rumbo a un punto situado entre el Círculo Polar Antártico y el Polo Sur en busca de una diadema de un valor incalculable protegida por un ser gigantesco atrapado en un bloque de hielo desde hace más de un millón de años…
¿Es el monstruo quien siempre produce el terror?Tal vez sí, por una serie de factores temporales que sería inoportuno mencionar, pero… ¿qué sucede cuando el monstruo puede ser la víctima… y el Hombre, el verdadero motivo de error para todos nosotros?Eso puede suceder a cualquiera. A vosotros mismos, lectores, sin ir más lejos. Para ello, haced algo sencillo. Por ejemplo… INVITAD UN MONSTRUO A CENAR.
Aura emitió un agudo grito:—¡El vampiro!Clinton contempló el cuerpo que yacía en el féretro. Era el de un hombre de unos cincuenta años, vestido de frac y con una capa negra, de vueltas rojas, con un anillo de oro en la mano izquierda, en el que se veía una enorme piedra de refulgente brillo.El hombre tenía los ojos abiertos. Horrorizado, Clinton vio más todavía.Había un par de gotas rojas, como rubíes redondos, en las comisuras de los labios. Por encima del inferior, aunque no demasiado, asomaban las puntas de los colmillos superiores.
Se acercó, alargó el brazo aprensivamente. La llama amarillenta iluminó aquello.Un largo, indescriptible, espantoso grito de terror, brotó de los labios de Sabrina Cole. Sus ojos desorbitados contemplaron solamente un segundo la escena horrible. De su mano escapó el candelabro, que se estrelló en el húmedo suelo, rompiendo la vela y apagando su delgada mecha con un chisporroteo.El grito de pavor continuaba en la oscuridad. Sabrina parecía ver todavía ante ella, a pesar de no haber luces ya, la enloquecedora escena.Aquella cabeza de mujer, pelirroja, joven y hermosa un día… Aquella cabeza horriblemente hinchada y deforme, colgada de un enorme clavo en el muro… Decapitada, mostrando roja sangre, ya coagulada, seca, en su cuello hendido.Y debajo en tierra, como un pelele roto, el cuerpo de ella, sin nada sobre los hombros, salvo un sangriento muñón aterrador, junto a un hacha de enorme hoja y curvo filo, totalmente bañada en rojo, sobre un charco de igual color…
Vince se llenó de aire los pulmones y sólo entonces captó el extraño hedor que reinaba en la estancia.El hedor a moho, a tierra húmeda…Se volvió poco a poco. No tenía más remedio que enfrentarse con aquella pesadilla.La cama estaba revuelta de un modo espantoso; tan revuelta como lo que quedaba del cuerpo de Elinor.Un cuerpo desgarrado, con profundas quemaduras que laceraban la carne de un modo espeluznante.El rostro de Elinor había desaparecido. Ahora era una masa negruzca, chamuscada, en la que sólo quedaba la angustiosa y horrible mueca de la boca abierta.Del cuerpo se desprendía un hedor nauseabundo que poco a poco iba borrando todo otro olor que pudiera haber en el aire. Vince retrocedió estremecido de horror.
Aquella cosa parecía andar, pero se arrastraba por las oscuras y desiertas calles de la aldea. O quizá andaba, pero parecía arrastrarse.Todo era cuestión de matices y de las sensaciones visuales de los posibles testigos, pero, en aquellos momentos, la gente dormía en sus casas. Algún perro ladró, aunque nadie le hizo caso; solía acontecer a menudo y los ladridos de los canes ya no turbaban el sueño de los pacíficos habitantes de Nottyburn.La cosa parecía seguir un rumbo determinado. Su estatura era la de un hombre bien conformado, pero, en cambio, el volumen alcanzaba casi el doble. Su figura recordaba vagamente la de un ser humano: cabeza, brazos, piernas, ojos… y poco más. Sin embargo, la dificultad de sus movimientos era patente.O quizá caminaba despacio debido a que no deseaba turbar la tranquilidad nocturna de la población.La cosa llegó al fin ante una casa, en cuyo rótulo podía leerse se vendía de todo. Una de sus manos —¿garra, zarpa, aleta?— tanteó la puerta. Estaba cerrada. Se acercó a una de las ventanas, escaparate más bien, y miró hacia el interior.
—Este pueblo, señor Fisher, fue ya morada de Satán, una vez.Me volví. Era Hertha Lehman quien había hablado, con tono singularmente profundo y preocupado. La miré. Era una mujer sobria, inteligente y, tal vez, bastante culta. En su casa había libros, un piano. Sacudí la cabeza.—¿Eso lo dice alguna leyenda? —Sonreí.—Eso lo dice la historia misma de Scholberg —me rectificó ella con frialdad—. Allá en el año 1790, cuando pertenecía al Imperio Austríaco, el diablo eligió Scholberg para morar. Y aquí se llevaron a cabo espeluznantes orgías, sangrientos aquelarres y misas negras de terrible significado. Sólo que, entonces, el diablo adoptó un nombre para morar entre los humanos. Un nombre de ser viviente y mortal: el barón Jonathan von Jorg. El aquelarre dantesco continuaba. Hombres, mujeres y niños, no eran sino espectros auténticos, macilentos, demacrados, ojerosos, con pupilas dilatadas, bailoteando en la nieve, ateridos de frío, amoratados sus labios…Algo espantoso estaba sucediendo entonces, uniéndose al alucinante caos total.¡Cadáveres a medio descomponer, cuerpos purulentos y hediondos, bailoteando entre la gente! ¡Esqueletos vivientes, cubiertos por jirones de carne podrida, grisácea, y por cabellos desmesuradamente crecidos, se movían en macabra danza por la calle principal!
Ayudado por el criado, Hyames cambió de ropajes. Ahora vestía enteramente de negro, salvo un capuchón rojo, que le llegaba hasta los hombros, con dos aberturas solamente a la altura de los ojos.Otro criado trajo un hacha de descomunal tamaño.Hyames la contempló con repulsión. El filo del hacha parecía el de una navaja de afeitar. La hoja media cuarenta centímetros al menos de largo por otro tanto de ancho. El mango era grueso, sólido, capaz de resistir los mayores esfuerzos.—Si quieres vivir, tendrás que matar —dijo el conde.Agitó una mano y unas cortinas se descorrieron ante él. Hyames lanzó un grito al ver a la mujer semidesnuda, atada a un aspa de tronco, sujeto al suelo por la base y reforzado con otros oblicuos, que permitían mantener en alto el horrible patíbulo.—Ahí está tu cómplice —dijo el conde, señalando a la sentenciada con una mano—. Su crimen de infidelidad ha sido probado y la condena es que deben serle cortados todos los miembros antes que la cabeza. ¡Tú serás el ejecutor de mi sentencia o morirás de la misma manera!
Barney Gregson siguió, con el chorro de luz, el movimiento de aquella figura silenciosa. De sus invisibles labios, tras la melena larga, desordenada y lacia, brotó de nuevo aquel escalofriante sonido como un gorgoteo o un estertor, el que podía producir alguien en los límites mismos de la agonía. Luego… el horror se mostró en toda su desnudez ante los ojos súbitamente desorbitados del infeliz Gregson.El alarido que escapó de los labios de éste, se mezcló con una larga, demoníaca, aterradora carcajada, brotando de unos labios totalmente deshumanizados, tras aquella melena que, al apartarse, reveló la carátula espantosa, inenarrable, que Gregson jamás hubiera imaginado ver. Luego, el manto o capa se abrió, desplegándose como las anchas y negras alas de un gigantesco murciélago o un vampiro colosal y terrible.De debajo de los oscuros pliegues, emergieron unas garras que nada tenían de humanas, pese a que la figura lo fuese, e incluso por sus largos faldones hasta los desnudos pies, pareciese una mujer… Garras descarnadas, purulentas, sangrantes y horribles, de piel arrugada e informes dedos curvados. De largas uñas engarfiadas, de epidermis cubierta de llagas, como si una infernal lepra invadiese aquel cuerpo de pesadilla, erguido ante él.