Cuando Bassiter vio los coches policiales en la puerta de la casa de Helen Dillsen, sintió un nudo en el estómago. Un oscuro presentimiento asaltó inmediatamente su ánimo. Detuvo el coche y saltó al suelo. Un brigada de carabinieri le salió al paso.
El teniente Kendal tenía veinticinco años, un optimismo a toda prueba que no se extinguía ni en las noches en que le tocaba servicio, y en esa noche precisamente hubiera tenido motivos para que su humor no fuera el más apropiado. Por un accidente de otro oficial, le habían asignado el servicio de control y vigilancia en la sala de computadoras y radar espacial. Y en esa noche, con el servicio fuera de programa, había perdido una cita con una damita entusiasmada por los oficiales americanos, especialmente por los solteros.
Se llamaba Nicoló-Francesco Machiavelli Urbino-Fazzio. Era corso de nacimiento, aunque había recorrido las cinco partes del mundo, habiéndose establecido indefinidamente en un punto determinado de cada una de ellas, para estudiar el idioma y la idiosincrasia, para versarse en los sui generis de cada raza, para asimilar sus costumbres y su manera de reaccionar ante un hecho concreto, reacción que luego comparaba con la de otras razas y otros individuos.
Desde la playa, el Seville Hotel de Miami Beach era una ascua de luz que competía con ventaja sobre sus más próximos rivales. El colosal edificio, con sus millares de ventanas, sabiamente iluminado con una aureola que se extendía mucho más allá de sus gigantescas proporciones, semejaba un monumento al placer y al ocio más desenfrenados.
El hombre caminaba apaciblemente por la calle, con el cuello del abrigo subido, pese a que no hacía demasiado frío. La prenda era de color oscuro, lo mismo que el sombrero cuyas alas estaban acentuadamente bajadas sobre los ojos. En la mano derecha llevaba un estuche de violín. La hora era bastante avanzada, por lo que los transeúntes con quienes se cruzaba eran más bien escasos. La circulación de vehículos era asimismo muy reducida.
Cuando las autoridades intentaron impedir que la noticia se extendiera por todo el mundo, ya fue demasiado tarde. Empezó como un rumor, luego alguien contó algunos detalles que apenas alcanzaron crédito por parte de los periódicos, y, al fin, se obtuvo la certeza de que «algo» había sucedido en Baudulang. Y, lo mismo que una marea extendiéndose implacable sin que nada pudiera contenerla, la verdad de lo acaecido en ese remoto lugar de Sumatra saltó a la conciencia de las gentes de todos los países.
El hombre inhaló con verdadero placer el humo de Su costoso habano y luego fue dejándolo escapar poco a poco, con gesto de verdadero sibarita. Era de mediana edad, pelo entrecano y aspecto relativamente común. En la mano izquierda tenía un anillo, con un sello grabado.
Al cerrar la noche siguiente, en las habitaciones de cada uno de los supuestos turistas se desarrollaron escenas semejantes. En primer lugar, las grandes maletas fueron sacadas de los armarios. Mediante un ingenioso dispositivo, se dejó al descubierto un doble fondo, que debía ser abierto única y exclusivamente con una llavecita especial para cada maleta, de lo contrario, el violar aquel escondrijo por otros medios hubiera significado la muerte inmediata. Una carga de plástico suficiente para volar un edificio entero estaba conectada con la cerradura, a fin de que la llave neutralizara el detonador que de otra forma hubiera estallado.
Nuestro héroe de los rizos rubios que solían rielar su frente, ancha y despejada, prestándole una nota de personalidad, se había quedado sin ellos en el transcurso de su última misión, pues ya recordarán los lectores que sus enemigos, para evitar que les sorprendiera con el truco de la triple reproducción electromagnética, le habían pelado al cero.
La estancia aparecía amueblada con gusto exquisito. Era grande, con paredes decoradas en tonos suaves y un suelo blando, de color rojo vino, que contrastaba agradablemente con los colores de los muros. En torno a una amplia mesa de roble, de audaz diseño, había seis hombres.
Hacía unos minutos que el sol se había hundido detrás de las montañas. Las saetas del reloj señalaban la hora de la cita y todo parecía tranquilo y sosegado. Por el paseo, los turistas se aglomeraban buscando una mesa vacía en las terrazas de los bares. Las mujeres, ataviadas con breves conjuntos veraniegos, ponían notas de sensualidad en el panorama cambiante de toda aquella gente, apretujándose sin rumbo, de un extremo a otro de la avenida.
El hombre salió del hotel con paso vivo y fue saludado con todo respeto por el galoneado portero que cubría la entrada. Frente a la acera había parado un automóvil negro. El hombre era alto, de buena planta, con las sienes grises y tenía aspecto de diplomático. En la mano derecha llevaba una valija con cierres dorados.
El enorme avión de transporte volaba serenamente, por un cielo sin turbulencias, enmarcado al fondo por la línea perpetuamente nevada del Himalaya. En la cabina, Red Stevens, copiloto de la aeronave, canturreaba rítmicamente una vieja melopea, mientras vigilaba los instrumentos sin cesar y mantenía el rumbo con los timones. El viaje era largo, pero los resultados serían provechosos.
El policía le aguardaba en la oficina central del motel. Era un muchacho de unos veinticinco años, tostado por el sol, alto y delgado. El vistoso uniforme de la policía estatal de Florida le sentaba como un guante. Mike se detuvo ante él, inquieto. —¿Es usted míster Bannion? —le espetó el policía. —Sí. —Venga conmigo. Tengo el coche ahí fuera. —Un momento...
Bassiter lo recordaba perfectamente. El año pasado había visitado las instalaciones circenses dirigidas por su amigo y había podido conocer a los personajes más célebres del Circo Clyxe. Eran siete y vivían en un gigantesco camión, habilitado para alojamiento, en el que no se carecía de ninguna comodidad.
La mujer estaba preparando la cena tranquilamente, mientras el pequeño jugaba dentro de su jaulita infantil con un gran oso de trapo. Effie Harris era una de tantas amas de casa de Greenlake que preparaban la cena para los esposos que ya iban a regresar pronto del trabajo.
Desde la cocina, Effie escuchaba los grititos de alegría del niño, que se divertía extraordinariamente con su gran osito de trapo. Effie se sentía muy complacida; era su primer hijo y se criaba fuerte y robusto.
De repente, Effie sintió un ruido sordo bajo los pies. Inmediatamente dejó de sonreír.
SENTADO tras la pequeña mesa, en el rincón más apartado del lujoso salón, Mike Bannion, era la imagen de la desolación más absoluta. La orquesta no cesaba en su desfile de grandes éxitos actuales, y las girl-dans, verdaderas maravillas de rostros exóticos y cuerpos cimbreantes de los cuales ocultaban muy poco, se movían como figuras de un bien conjuntado ballet, sorteando las mesas, riendo las insinuaciones de la concurrencia, haciendo honor a su fama de las más bellas y eficientes de toda la isla.
John Fitzgerald Kennedy, en el transcurso de su nueva, segunda en realidad, campaña electoral, había llegado a Dallas, La comitiva de coches había llegado y casi instantáneamente salió de Love Field —poco después de las 11,50 horas de la mañana— y atravesó las poco pobladas zonas de los arrabales de Dallas a una velocidad de 40 a 50 kilómetros por hora. A indicación del presidente, su automóvil se detuvo dos veces, la primera para permitirle responder a una invitación, y la segunda para estrechar las manos de un grupo que deseaba saludarle ansiosamente.
Desde la ventana de su habitación del hotel, Bel Bassiter contemplaba el movimiento de la abigarrada muchedumbre que pululaba por la plaza principal de Morh Bhatum, capital de la recién nacida República de Tamkaya. Casi le parecía haber llegado a Morh Bhatum por arte de magia. Una orden de su jefe había obrado el milagro, arrancándole de la supercivilizada Nueva York para proyectarle a aquella ciudad en donde, pese a los edificios de corte moderno, se advertía claramente la existencia de una civilización indígena todavía en sus balbuceos.
Al recobrar el conocimiento, Fowler advirtió que viajaba en un automóvil. Abriendo los ojos, vio desfilar a través de las ventanillas un paisaje de lujuriante vegetación. La muñeca rota le dolía cada vez más. Un dolor agudo, palpitante, que parecía repercutir en el cerebro a cada embate. El resto del cuerpo parecía sumergido en un marasmo doloroso.