EN el Palacio de Justicia de Washington reinaba, en la tarde de aquel día caluroso, un movimiento inusitado. Puertas que se cerraban de golpe, rápido subir y bajar escaleras, timbrazos de llamada, sonar de teléfonos, entrar y salir de empleados demostrando una prisa extraordinaria, revoloteo de papeles sobre las mesas de las oficinas y por encima de todo, ese «rum, rum» onomatopéyico que semeja el ruido de colmena.
¿Qué ocurría para que los centenares de empleados corrieran medio alocados de un lado para otro cumpliendo órdenes de sus superiores sin acertar a librarse del secreto terror que los dominaba?
LA polvorienta bombilla que colgaba del techo de la habitación y el rostro de brutales facciones y expresión sádica de Rocky Scott, fue lo último que el inspector del F. B. I. Brian Crowley, de la división de Nueva York, vio en este mundo.
Al apretar Scott el gatillo por tres veces, con morbosa complacencia, las balas penetraron en el pecho del maniatado inspector, que se derrumbó sin vida con un gesto de desprecio en sus ojos oscuros. Su cuerpo produjo al caer un ruido sordo, no mucho mayor que el de los disparos de su verdugo, cuya pistola estaba provista de silenciador.
Scott enfundó el arma, después de recargarla, volviéndose a mirar, orgulloso, a los tres individuos que habían presenciado el crimen con fría indiferencia.
—Uno menos —murmuró, en tono siniestro, el asesino.
LA taberna no estaba llena, pero sí daba la impresión de estarlo, debido a que tres de los parroquianos se encontraban en avanzado estado de embriaguez y armaban bastante escándalo. Por fin, el tabernero se decidió a echarlos a la calle y aquello pareció recobrar un poco la tranquilidad.
Billy Koo se apoyó en el mostrador y pidió otro « whisky » con agua, mientras encendía un cigarrillo, que tiró después de la primera chupada. Por todo el local, un bar de segundo orden, flotaba el humo del tabaco y el olor penetrante del alcohol.
El telón del aparato de televisión presentaba las últimas imágenes del partido de «base-ball», porque ya se estaba haciendo de noche. El gran bateador negro Santos se preparaba para jugar, ya en su puesto, moviendo las caderas. El marcador estaba al rojo, ya que era el noveno « inning » y los contrarios habían eliminado dos buenos bateadores. Más con las tres bases ocupadas, Santos, si no fallaba, podía decidir el partido.
CON un frenazo chirriante, se detuvo el «taxi» junto al bordillo de la acera. Desde el interior del vehículo, una mano abrió bruscamente la portezuela. Saltó a tierra un joven, de traje gris. Sus largas piernas se movieron ágiles al subir los escalones de piedra que conducían al atrio del monumental templo. A cada escalón, un mechón de pelo lacio y negro le golpeaba la espaciosa frente.
PARECÍAN flechas disparadas al cielo. Los tres aviones con motores de reacción se remontaron en el aire, y juntos, tanto que parecían que iban a chocar en cualquier momento, volaron a gran altura, desgarrando con sus alas en flecha las grises nubes del firmamento, en tierras de Checoslovaquia. Kasotek vigiló atentamente el cuadro de mandos de su aparato y comprobó que todo iba a la perfección. El nivel del aceite, el cuentarrevoluciones, la gasolina, la brújula, el oxígeno, etc., etc. Todo fue verificado con rapidez y Kasotek suspiró, satisfecho, antes de recomenzar de nuevo a vigilar los indicadores de vuelo que ocupaban el salpicadero.
LA primera gran sorpresa la constituyó el resultado del Great Optional, corrido en el famoso hipódromo de Saratoga Spring. La carrera había despertado enorme expectación en todos los Estados del Este. Aunque eran quince los caballos que tomaban la salida, el interés se centraba en dos: «Hyperion» y «Pharsalia». «Hyperion» era el purasangre más famoso que jamás corrió en una pista americana; «Pharsalia», un « crack » inglés, aureolado por su reciente victoria en el Derby, que durante los entrenamientos había logrado tiempos que se consideraban imposibles de batir.
FRED rehusó jugar. Mientras los cuatro hombres que le acompañaban se ponían en torno a la mesa, él permanecía junto a la ventana, atento al ruido de la calle.
Los cuatro hombres se enfrascaron enseguida en el póker, sin darse cuenta de la extraña actitud de su compañero. Guardaban silencio, por lo cual alrededor de la mesa, iluminada por una lámpara de tulipa muy baja, podían oírse sus respiraciones y las maldiciones que profería alguno cada vez que el mestizo, con una suerte sospechosa, se llevaba el dinero. Hacía un rato que empezaron la partida, el suficiente para que el mestizo tuviera ya en su poder un montón de billetes mugrientos.
Buck «Parabellum» es, en cierta medida, una historia de amor. Pese a que el título se refiere al protagonista masculino, es la chica de la historia la que focaliza toda la historia, pese a que haya momentos en que ella no tiene participación. Nettle Garrison vive en un hotelito con su padre, que está enfermo y se está recuperando con el sol de la zona, en Los Ángeles. Justo en el chalet de la lado llega a vivir un nuevo inquilino, Buck Holliday, un guapo y joven muchacho, que también está convaleciente, y es atendido por un amigo, Albert. Pronto, entre Nettle y Buck surge el idilio, aunque él es poco inteligente y algo bruto. Ella no conoce el pasado de él. Y en realidad se trata de un atracador.
Paralelamente se nos va narrando, por un lado, el proceso de enamoramiento de ambos, visto desde la perspectiva de Nettle, una muchacha ingenua e idealista. Y, por otro lado, cómo Buck, en compañía de su compañero Albert, preparan un nuevo golpe. O mejor dicho, al revés, porque Albert es el cerebro y Buck le sigue fielmente, conocedor de su inferioridad intelectual. Buck es tendente al bruscos arranques de mal humor, e incluso hay momentos en que desconfía de su amigo, y este tiene que usar toda su templanza e ingenio para calmarlo. Otro rasgo interesante, máxime para una obra de la época, es que me da la impresión de que Albert en realidad está enamorado de su compañero; esa sería la única explicación para que continuara al lado de alguien tan cretino y peligroso. De hecho, la relación de a tres que se establece entre Nettle, Buck y Albert me ha recordado enormemente a la de Judy, Jim y Platón (es decir, Natalie Wood, James Dean y Sal Mineo) en la excelente película Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, Nicholas Ray, 1955) —que, como puede comprobarse, es posterior—.
La novela tiene una acción seca, enérgica, pero se centra sobre todo en perfilar la psicología de estos tres interesantes personajes. Como telón de fondo, tenemos a los padres de ella, y un agente del F.B.I. que vive por la zona, y que casualmente se ha fijado en Nettle, aunque no se decide a acercarse a ella por timidez —y este es uno de los elementos más débiles de la novela, al forzar esa relación—. Es, en definitiva, una obra de notorio interés, que resultará grata para los seguidores del género criminal.
JAMES Thompson telefoneó a Ruark a los dos días de haber estado en «Monkey».
—Hemos detenido a Tisdale y al resto de su banda, George. Tendrás que molestarte en acudir personalmente a declarar, pero no temas: a Hobart le he leído bien la cartilla y le he recomendado que te deje en paz. La película y el hilo magnetofónico nos proporcionarán la victoria total ante el Jurado.
—¿Qué hay de lo que te pedí, Jimmy?
—¡Ah, de la Merrill! Sí, sí he hecho las gestiones, George. Alice Merrill no ha vuelto a los Estados Unidos. Figura aquí un informe de hace cuatro años, en el que un agente nuestro asegura que le hablaron de que estaba Rubachof en París, acompañado de una mujer joven. El agente perdió su pista; supuso que pasaron el telón de acero.
CUANDO el autobús abandonó la costa el calor se hizo más insoportable. Eran las doce de un día caliginoso de agosto; el sol caía de plano, la tierra despedía fuego y los viajeros, amontonados en el interior del vehículo sudaban copiosamente. Mientras marcharon paralelos a la playa una ligera brisa marina alivió sus torturas; pero ahora, cruzando las tierras bajas y pantanosas del interior, la atmósfera se había tornado irrespirable.
—Esos malditos negros huelen que apestan —gruñó un tipo gordo, sentado cerca del conductor, secándose la frente con un pañuelo y dirigiendo una mirada rencorosa hacia el asiento posterior, donde se apretujaban nueve o diez individuos de color.
En el número 200 “FBI contra crimen S.A”, último de la colección publicado por Alf Manz, incorpora en sus páginas centrales diversas fotos del FBI, entre ellas una foto firmada su director, Edgard J. Hoover, figura por el que el autor sentía especial fijación, dedicándole incluso el nº 100 de la colección, “Yo, director del FBI.
TOMMY —dijo la señora Davis—, ayuda a Blancanieves a poner la mesa, porque míster Brown no tardará en bajar. El chiquillo cargó con una bandeja llena de cubiertos y precedió a la criada negra hasta el comedor, silbando desatinadamente «Bandas y estrellas» y marcando el paso. Entre los dos acabaron en seguida de colocar los diez cubiertos, poner el florero que la señora Davis exigía siempre sobre su mesa, y al terminar examinaron su obra críticamente. Los pensionistas y la familia de la señora Davis podrían sentarse para la comida según fuesen llegando.
CALIFICARLA simplemente de bonita seria quedarse corto. Era una de esas bellezas explosivas que nos obligan a volver la cabeza en la calle deseando no perderlas de vista, mientras de los labios se escapa un largo silbido de asombrada admiración. Si la cara podía servir de espejo a un alma angelical, el cuerpo no desmerecía a su lado. Y podía juzgar con pleno conocimiento de causa, porque la chica hacía en mi exclusivo beneficio una generosa exhibición de sus múltiples encantos.
De pie en el pasillo, con las manos a la espalda y un gesto de honda preocupación en el semblante, Bernard Taves contemplaba el rápido desfilar de los verdes campos de Maryland. Hacía una hora de su partida de Washington, y dentro de dos estaría en Filadelfia. Atrás dejaba largos meses de angustias, de sufrimientos, de intensa tortura entre las espesas nieblas que invadían su cerebro. Delante tenía… ¿Que tendría delante? No lo sabía; no se atrevía siquiera a suponerlo
A lo largo de los muelles del Hudson, un individuo caminaba despaciosamente, con el aire de quien no va con un fin determinado, sino que deambula incierto o en espera de alguien. Consultaba con frecuencia su reloj de pulsera y volvía la cabeza constantemente, dirigiendo sus miradas hacia el extremo de la calle, animadísima todavía en aquellas horas de la noche.
HAN pasado tres días, pero los gritos de Jimmy siguen resonando en mis oídos. Es inútil que procure pensar en otra cosa, que trate de abstraerme en la lectura de cualquier libro. Por encima de todo, los sollozos desgarradores del negro, sus desesperadas súplicas, su angustiada petición de una ayuda que nadie había de prestarle, retumban en mi cerebro con la monotonía obsesionante del «tam-tam» en la selva. Si cierro los ojos, si tumbado sobre el camastro logro entregarme al sueño, es todavía peor.
En las densas sombras de aquella noche oscura, en la que la niebla amortiguaba los rayos de luz de los lejanos focos, el edificio de la Electric Motors Corporation era como una enorme y simétrica mole negra rodeada de alambradas. Generalmente, los últimos resplandores del atardecer coincidían siempre con los primeros de las lámparas eléctricas, que cada quince metros pendían de los delgados postes de hierro que formaban parte de la valla; pero aquella noche no sucedía así, y nadie se hubiera arriesgado a caminar por sus tenebrosos alrededores.
La noche había transcurrido al fin. La primera noche de su matrimonio, y acaso la última también. Willard Olbricht contempló la leve claridad de la aurora que penetraba a través de los visillos de la ventana. Sus dedos aplastaron contra el fondo del cenicero el cigarrillo que sostenían, mediado ya. Un montón de colillas llenaba el pequeño recipiente de cristal.
BASTABA ver el gesto ceñudo y hosco del teniente Kinsley al penetrar en el despacho para figurarse lo sucedido. Roger Travers, el ayudante del District Attorney, que le aguardaba con impaciencia, adivinó su completo fracaso, antes incluso de que pronunciara una sola palabra. Del rostro del jefe de la Brigada de Narcóticos había desaparecido la sonrisa de satisfacción con que le anunció la noche anterior...
PISABA la calle después de varios años de privación de libertad. Y sentía la extraña sensación de ser un hombre nuevo, completamente distinto al que fue antes. Como si se tratara de haber nacido en aquel mismo día, a pesar de tener ya treinta y tres años cumplidos. Anduvo a todo lo largo de la calle, dejando atrás las enormes puertas de la prisión, en la que se habían consumido seis largos años de su vida. Había deseado durante aquel tiempo que el día de su salida fuera un día radiante, de sol muy brillante y cielo despejado. Una puerilidad, pero lo hubiera deseado así.