El resto de aquel día lo pasó el agente especial Guy Stacey metido en su habitación del Eddyville Hotel, echado sobre la cama y fumando lentamente. Sabía, ya a qué atenerse y su plan de acción estaba trazado.
SAM Adeanu era dueño de una droguería y fuente de soda en el trozo final de la calle 160, muy cerca del rio Harlem. Una noche de enero, cuando iba a cerrar el establecimiento, observó que alguien abría la puerta de éste y entraba.
Un frío viento barría las calles. Se hallaban guarecidos en medio de un grupo de robles centenarios, en el pequeño jardín situado a corta distancia del hotel Ville de France.
Las luces del hotel semejaban una gigantesca antorcha elevándose hacia el cielo atormentado por nubes furiosas.
En contraste con la oscuridad exterior aquellas luces eran un refugio amable, hacia el que las miradas de los terroristas se dirigían ansiosas.
TRES estrellas rojas, fugaces, estallaron en la oscuridad, y tres detonaciones alarmantes, seguidas, restallaron en el silencio. Y un grito, alarido más bien, retumbó de casa en casa, viejo grito del hombre ante la muerte violenta. Luego, seguidamente, los pasos de alguien corriendo, alejándose de allí.
LLEVABA muchas horas esperando en el hotel. Y el hombro le dolía. No lo suficiente desde luego para impedirle acudir aquella noche a la cita con las planchas que valían cien mil dólares. Eran suyas, él las había creado. Y estarían en su poder nuevamente en cuanto cayera la noche.
El automóvil, un «Ford» de roja carrocería y potente motor, frenó con leve chirrido junto al surtidor de gasolina. El conductor, de rostro hermético, se volvió a los dos ocupantes del asiento posterior, ocultos a miradas curiosas tras las tupidas cortinas que cerraban todas las ventanillas.
El hombre que se hallaba en el estrecho sendero de arena siguió con la mirada las extrañas evoluciones del papel. Le recordaban el torpe vuelo de un pájaro recién salido del nido. Se remontaba a poca altura, giraba sobre sí mismo como si desease alcanzar las copas de los árboles y después, bruscamente, se precipitaba contra el suelo para volver a remontarme cuando el viento cálido y cargado de pegajosa humedad volvía a apoderarse de él.
El inspector Marsh dejó en suspenso su explicación al abrirse de pronto la puerta de su despacho. Tenía la costumbre de acompañar sus charlas con gestos ampulosos. Una costumbre inveterada. Se inmovilizó y quedó en una ridícula postura, mirando al agente que asomaba su cabeza entre la hoja y el marco. Con la mano diestra elevada, la izquierda extendida hacia adelante y la boca abierta.
Goldie no hizo nada por incorporarse, por lo que el agente especial la cogió de la mano y la obligó a hacerlo. Según estaba, sin permitirla que fuera al cuarto de aseo o para arreglarse, la llevó hacia la puerta.
—Situada en la Nueva York de los años’30, esta palpitante novela de suspenso relata las aventuras del detective privado Harry McNeil, dispuesto a descubrir al autor del asesinato del gángster Joy Seldes, cuya viuda, joven y atractiva, convence al detective de que emprenda la investigación. Paul McNeil no sólo tiene que descubrir al asesino: hay un revólver entre las pertenencias de Seldes y un recorte de diario sobre un robo de brillantes, que interesan también a la viuda. Por eso McNeil se va a ver envuelto en muchas más intrigas y complicaciones que las que pudo imaginar. Ambientada en el mundo del jazz, aparecen los grandes intérpretes y compositores de la época, desde Paul Whiteman, el Rey del jazz, hasta George Gershwin, que estaba en ese momento componiendo Summertime.
Miré a la enfermera. No supe qué responderla. Ni siquiera sabía cómo me encontraba. Pero preguntándolo una criatura como aquélla, había que responder algo, lo que fuese. —Creo que no estoy mal del todo —confesé. Me asaltó un fuerte dolor de sienes al hablar y me incliné con un gemido—. Bueno, la verdad es que tampoco estoy demasiado bien… —Comprendo —sonrió ella—. Debe tener paciencia. Su recuperación es lenta. No quiero que se desaliente. Lo cierto es que aunque no esté bien del todo, está en realidad mucho mejor de lo que estuvo hasta hoy. Su mejoría va siendo notable.
AQUEL despacho tenía una sobria elegancia que le hacía extrañamente acogedor. Sentado tras la mesa de trabajo que presidía la estancia y teniendo a su derecha una gran bandera nacional, a la vez que un escudo representativo de la nación, colgado a su espalda y por encima de su cabeza, se hallaba un hombre de ya más de mediana edad que dejó la lectura del documento que sostenía en sus manos.
KENT Freemont recibió el primer impacto en pleno mentón.
Fue como si crujiera toda su cabeza, desgajada por una fuerza ciclópea, su cerebro tintineó con mil campanas a rebato, y el suelo le vino al encuentro, al tiempo que su cuerpo describía una asombrosa voltereta en el aire.
Después de eso, se golpeó contra un mueble, se arrastró por el suelo durante un trecho y terminó por quedarse inmóvil.
La inmovilidad duró apenas un segundó. Inmediatamente traté de moverse, de girar sobre sí mismo y ponerse en pie.
Fue completamente inútil.
DICK Carradine condujo su coche a buena velocidad por la carretera que bordea el lago Michigan, en línea recta a la divisoria entre Illinois y Wisconsin. Chicago habíase extendido por esa zona sudoccidental del lago en largas hileras de casitas, chalets, moteles y conglomerados de casas de pescadores, que se sucedían casi sin interrupción.
Todo fue inútil. Sólo obtuvo el silencio por respuesta. Dejó el aparato, mascullando maldiciones. Preguntándose por qué no avisaban a la Policía local o a un hospital si se sentía mal. No era la primera vez que ocurría un hecho semejante. Pero el F.B.I., tenía un campo limitado de acción para el crimen. Decidió ir y hacerse una composición de lugar antes de avisar al capitán de la Policía de San Francisco.
Las ruinas romanas de Baalbek quedaron atrás. Un rótulo, en la carretera polvorienta, indicaba: «A Beirut». A un lado, había montículos cubiertos de vegetación. Al otro, un abismo profundo, de verdes bosques. Delante, un parador de carreteras modesto y vulgar, casi un merendero, como hay tantos en el Líbano, especialmente en las zonas poco pobladas.
Aplicó el ojo a su visual circular, cruzada por dos rectas perpendiculares, cruzadas exactamente en su centro, minuciosamente graduado. Su pupila, el centro de ambas rectas y el blanco propuesto, coincidieron de modo matemático unos momentos después. Apretó el gatillo fríamente. La detonación fue áspera, restallante. El potente rifle se agitó entre las firmes manos enguantadas del tirador. Pero la bala había salido ya, con milimétrica precisión, hacia su blanco.
ARCHER Valen aflojó el acelerador al acercarse al empalme que conducía directamente a los acantilados de la costa.
Frenó suavemente y torció el volante para tomar aquella desviación.
Los faros proyectaron su potente luz hacia adelante, mostrándole el camino solitario, libre de curiosos.
El nombre de este servidor de ustedes es Jerry Tyne, el As de los Ases, el Infalible, el Ojo Mágico y todo lo que ustedes le quieran echar. Cuando desenfundo mí «Colt» y disparo, la bala da indefectiblemente en el blanco, sea lo que sea: el cuello de una botella a veinticinco pasos, una moneda al aire, los botones de metal de la chaqueta de una persona situada de perfil… Soy, era, mejor dicho, hasta hace poco, uno de los números más sensacionales del Colorado Circus, hasta que, de repente, el dueño, y también cajero, naturalmente, huyó con todos los fondos, y una hermosa pero estúpida rubia, abandonándonos a cuantos componíamos la troupe, incluso a su esposa.
Se llamaba Dick Fullmer. Era el testigo. El único testigo. Solamente Dick Fullmer había estado presente en el lugar donde asesinaron a Joey LaMotta. Solamente él…