La conocí aquel día invernal. Estaba nevando en las calles de Manhattan. Hacía frío, ese frío suave y casi apacible que sustituye al más intenso y crudo, anterior a una nevada. Además aquella era una de las más intensas nevadas que recuerdo. Quizás la más fuerte de los últimos diez años, y eso que el invierno de Nueva York es duro y poco dado a concesiones amables con sus habitantes. Nunca olvidaré aquel día, por muchos años que transcurran. Nunca…
Serie M-31, agente secreto Nº 1. Se abrió la puerta de la Legación. Asomaron los dos hombres uniformados. Escudriñaron a un lado y otro del jardín, hasta la verja que limitaba con la calle. No parecían ir armados. Pero estaban armados. Tampoco parecía que lloviese, bajo la marquesina de la Legación. Pero llovía; y mucho. El agua tamborileaba en los setos, en los rectángulos de césped, y en los senderos de gravilla o de asfalto. El cielo, sobre Londres, tenía un extraño color gris sucio, triste y apagado.
Serie M-31, agente secreto Nº 8.
EL helicóptero sobrevoló un momento, uno solo, la vertiginosa lancha patrullera de combate.
Se elevó la ametralladora montada sobre el trípode fijo, en la popa de la embarcación. Mientras esta rompía graciosamente las olas con su afilada proa blanca, el arma comenzó a escupir metralla hacia los cielos.
Ristras de balas buscaron, crepitantes, la forma veloz, maniobrante, del mosquito de metal color rojo guinda. El helicóptero, lo mismo que un hábil y maligno anófeles que no encontrase el sitio propicio para su aguijón, se elevó, escabullándose inverosímilmente a las ráfagas de ametralladora, endemoniadamente cercanas a su fuselaje. Pero ni un solo proyectil tocó el vehículo en el aire.
Serie M-31, agente secreto Nº 10. Era un arma formidable. Un Colt Special calibre 45, de peculiar, larguísimo cañón pavonado. Y con un enorme silenciador, voluminoso y extraño, rematando con su maciza forma la colosal automática de gran potencia, capaz de agujerear la coriácea piel de un rinoceronte a corta distancia.
Roger Bradford, situado junto a la puerta de entrada a la habitación, de forma que cuando la hoja de madera se abriese quedara oculto por ella, no pudo evitar una sonrisa de superioridad, Estaba seguro de haber engañado horas antes al comisario Frederick Wilder, Al oír unos pasos, que se aproximaban, por la gran galería del City Hospital, situado en Welfare Island, entre los municipios de Queens y Manhattan y en el centro del East River, el gesto de triunfo del hombre se hizo más amplio mientras sus ojos se posaban en el reloj de pulsera. —No se retrasa—musitó. Aun sin desearlo, los músculos de Roger se tensaron. ¡No era tarea sencilla escapar de las garras del comisario Wilder! ¿Podría conseguirlo de acuerdo con lo proyectado?
ERA un lugar extraño, rodeado de misterio. Las conversaciones de los hombres que allí había sugerían la existencia de una era que aún no había llegado. «Puerto Espacial número 1», «Centro de Mando Terrestre», «Pista Terrestre número 1»; estos eran algunos de los lugares que se citaban. Nombres relativos a la era del espacio.
—He venido a matar a un hombre. —¿Por qué? —Por lo que siempre se mata a alguien cuando uno no es un asesino. Por ajustar cuentas. —¿La ley del talión? —Algo así.
Juan Gallardo Muñoz, nacido en Barcelona en 1929, pasó su niñez en Zamora y posteriormente vivió durante bastantes años en Madrid, aunque en la actualidad reside en su ciudad natal. Sus primeros pasos literarios fueron colaboraciones periodísticas —críticas y entrevistas cinematográficas—, en la década de los cuarenta, en el diario Imperio, de Zamora, y en las revistas barcelonesas Junior Films y Cinema, lo que le permitió mantener correspondencia con personajes de la talla de Walt Disney, Betty Grable y Judy Garland y entrevistar a actores como Jorge Negrete, Cantinflas, Tyrone Power, George Sanders, José Iturbi o María Félix. Su entrada en el entonces pujante mundo de los bolsilibros fue a consecuencia de una sugerencia del actor George Sanders, que le animó a publicar su primera novela policíaca, titulada La muerte elige, y a partir de entonces ya no paró, hasta superar la respetable cifra de dos mil volúmenes. Como solía ser habitual, Gallardo no tardó en convertirse en un auténtico todoterreno, abarcando prácticamente todas las vertientes de los bolsilibros —terror, ciencia-ficción, policíaco y, con diferencia los más numerosos, del oeste—, llegando a escribir una media de seis o siete al mes, por lo general firmadas con un buen surtido de seudónimos: Addison Starr, Curtis Garland (y también, Garland Curtis), Dan Kirby, Don Harris, Donald Curtis, Elliot Turner, Frank Logan, Glenn Forrester, John Garland (a veces, J.; a veces, Johnny), Jason Monroe, Javier De Juan, Jean Galart, Juan Gallardo (a veces, J. Gallardo), Juan Viñas, Kent Davis, Lester Maddox, Mark Savage, Martha Cendy, Terry Asens (para el mercado latinoamericano, y en homenaje a su esposa Teresa Asensio Sánchez), Walt Sheridan.
La empleada de la limpieza, trémula e intensamente pálida, fue la que a la mañana siguiente encontró el cadáver. En medio de la sala, como una estatua derribada, yacía Nelly Morrison, la cabellera esparcida sobre la alfombra, desnudo el blanco busto, del que emergía la empuñadura de un cuchillo. A mediodía, el cadáver ya se hallaba en el depósito, y el inspector Maidnar del. F.B.I. había efectuado los interrogatorios preliminares. Uno de los primeros que entraron en el despacho del inspector fue el polaco Peter Valensky. Fue también el que más tiempo permaneció allí. Hugh Leander se hallaba muy afectado. Durante largo rato estuvo llorando como un niño. Parecía inconcebible que aquella naturaleza corpulenta, tan llena de brusquedades, poseyese un fondo tan sensible. Se creía responsable de la perdición de Nelly. Él le había tendido la mano en los primeros tiempos, pero esta ayuda solo había servido para que entrara en la maraña. Luego, la había dejado sola.
DISNEYLANDIA. Falso paraíso para una sociedad que ya no cree en nada. Fantasía para unos niños embrutecidos por la violencia de la televisión. Plácida atmósfera para un cielo contaminado. Nada es real en Disneylandia. Solo los miles de dólares de recaudación diaria conseguidos de la venta de bonos combinados para los juegos. Cada boleto, diez atracciones. Nunca dos atracciones buenas en un mismo bono. Hay que comprar otro, y otro, y otro… Un público aturdido por sus propios problemas trata en vano de distraerse por la tierra de la Fantasía, por el falso Mississippi del New Orleans Square, con los acartonados vaqueros de la tierra de la Frontera, en el mundo del Mañana…
CERCA del Brooklyn Bridge comienza «The Bowery». La zona más sucia y miserable de Manhattan. En las callejuelas de East River los hombres disputan a las ratas los desperdicios amontonados en los bidones de pestilente basura. Cuando las sombras de la noche envuelven la Ciudad Baja nadie se atreve a deambular por sus siniestras callejuelas. Aunque a decir verdad ni en plena Quinta Avenida se encuentra uno seguro. Nueva York es una de las ciudades más violentas del mundo. Sin embargo, en «The Bowery» la muerte está acompañada y protegida por la oscuridad, la miseria, el hambre, la soledad… y el miedo. Refugio de peligrosos delincuentes y asesinos a sueldo.
Gerrit siguió adelante a buen paso, porque tenía una buena caminata antes de llegar a la estación de Southfields, desde la cual el ferrocarril subterráneo le llevaría a casa de su hermana, con la cual vivía. Había un coche detenido en la esquina con las luces apagadas, su interior estaba ocupado por cuatro individuos, a quienes Gerrit no podía ver a causa de la oscuridad; pero nada en el aspecto externo le hizo ponerse sobre aviso. Uno de los hombres que ocupaban el asiento posterior se inclinó hacia delante, al verle aparecer, fijando sus ojos en la esbelta figura de Gerrit, cuando este pasó frente a uno de los faroles que se obstinaban, sin demasiado éxito, en luchar contra las tinieblas. —Es él —dijo en voz baja. —¿Está seguro? —preguntó el individuo que se sentaba a su lado. —¿Cómo no voy a estarlo? Le veo todos los días diez o doce horas. El joven pasó junto al coche, lanzando sobre él una mirada casual y siguió su camino. —Abajo, Garnet —Ordenó el hombre que había hablado el último.
El hombre parecía como desasosegado. Daba la impresión de que un misterioso duendecillo hurgaba y hurgaba en su interior, solazándose en picotearle las células nerviosas. Su nariz, larga y saliente, parecía olfatear un peligro invisible cerniéndose sobre su cabeza. Se llamó estúpido, imbécil y otras lindezas por el estilo. ¿Quién le había visto entrar en la embajada americana, quién? ¡Nadie! Así, categóricamente, nadie. Tomó sus precauciones para ello. Las exigió él, y Daw Ripley, el embajador, las aceptó sin rechistar. Fumó aprisa, con ansia, como si quisiese encontrar un poco de calor, de energía, en el opio del tabaco. ¿No salió todo conforme a lo acordado con el embajador por teléfono? ¿Por qué entonces la crispación de sus manos, aquel raro encogimiento de su epigastrio, las curiosas vibraciones que sentía en la espina dorsal y el súbdito resecamiento de la garganta? Sí. ¿Por qué?
Jules Moreau sorbió una parte del «Martini» que tenía sobre la pequeña mesa del Club «Papillon». El joven se encontraba muy satisfecho, sobre todo si se tenía en cuenta que acababa de cobrar el importe de su último trabajo fotográfico para la revista «Stampa». Aquel reportaje sobre los «tuaregs» le había salido de maravilla... Una ráfaga de suave perfume le anunció la llegada de su novia. Dos años de relaciones y cada vez que la veía se le encandilaban los ojos. En el mundo debía haber muchas chicas guapas, pero él no la cambiaba por ninguna. La larga cabellera rubia, cayéndole en cascadas sobre los hombros, la naricilla levemente respingona, los ojos azules en cuyo fondo brillaba siempre una chispa de picardía y el tipo esbelto, de senos firmes y líneas bien dibujadas, constituían atractivos más que suficientes para alterar la sangre de cualquier hombre.
UN nuevo golpe con la pistola en el vientre dejó a Deel casi sin conocimiento, doblado sobre sí mismo, caído de bruces en el piso de aquel sucio sótano. Pero entre dos hombres lo asieron por los brazos y lo volvieron a poner en pie. En total eran cinco hombres. Cinco hombres contra uno solo, que ya había sido golpeado hasta quedar prácticamente sin respiración. Pero no golpes visibles, en la cara o manos, sino golpes bien pensados, en el vientre, en los riñones, en el hígado…
La guerra, y con eso no descubro nada y caigo en la perogrullada, es muerte, destrucción, sufrimiento y penalidades; es hambre, sed y escasez.
Tiró el cigarrillo y lo pisó furiosamente con el alto tacón de sus finos zapatos negros.
Recogió el bolso.
Dejó un billete sobre la mesita, al tiempo que se ponía en pie.
Con ambas manos a la altura de las caderas, trató de alisarse el vestido, coquetamente, sin conseguir que desaparecieran del todo las arrugas de la tela.
Seudónimo utilizado, junto con Russ Tryon, por el escritor español Francisco Cortés Rubio. Prolífico autor de más de cincuenta títulos de intriga y misterio en los años 70 y 80 publicados en novelas cortas por la editorial Andina.
Joaquín Murrieta (Murieta) (1829-1853), también llamado el Robin Hood de El Dorado, fue una figura legendaria mexicana en California durante la Fiebre del oro de la década de los años 1850. De uno u otro modo, para algunos activistas políticos su nombre ha simbolizado la resistencia latinoamericana ante la dominación económica y cultural de los angloparlantes en las tierras de California.
Eduardo de Guzmán Espinosa (n. 19 de junio de 1908 en Villada, Palencia, Castilla La Vieja - f. 25 de julio de 1991 en Madrid) fue un periodista, anarcosindicalista y escritor español. Escribió sobre todo novelas policíacas y del oeste bajo los seudónimos Edward Goodman, Eddie Thorny, Richard Jackson, Anthony Lancaster y Charles G. Brown.