Lord Wunjaal, gobernador del sector Antariano, sabía sobradamente que su visitante, Jar Simytti, era un hombre influyente, poderoso y con grandes amistades en los más altos niveles dirigentes de la Superioridad, pero sabía también que todo tenía un límite. Mejor dicho, le habían especificado desde la Tierra hasta dónde podía llegar. En el mensaje recibido una semana antes anunciándole la llegada de Simytti las instrucciones eran claras: como gobernador del sector debía proporcionar a su ilustre visitante toda la ayuda que estuviera en sus manos, pero hasta cierto límite. Por lo tanto no le sería posible ir más allá. Y, sin embargo, debería parecer que sus esfuerzos sobrepasaban en mucho la firme línea divisoria trazada por sus jefes.
Ramatre rasgó suavemente las cuerdas de su laúd, dejó inclinada la cabeza y sonrió a su amigo Vankro al concluir la canción solicitada. —¿Cuántas veces te la he cantado? —inquirió enarcando una ceja con su característico gesto displicente—. Mejor dicho, la has escuchado, porque pienso que nunca captaste la letra. Por tus duros oídos sólo entraba la música, tal vez mi voz portentosa, pero era como el murmullo de un arroyuelo, el ruido delicado que sirve de fondo a un momento nada trascendental.
Los senadores que estaban con usted y el general Hagmon en la base subterránea murieron en un accidente aéreo cuando viajaban a la Casa Blanca para informar directamente al Presidente. Se llevaron a la tumba el secreto.
Suspiró, cerrando el grabador magnético. Dirigió una mirada aburrida a la gran pantalla panorámica que le proyectaba la ampliación de la imagen televisada del exterior, siempre dentro del gran rectángulo cóncavo de vidrio luminoso, cuadriculado y graduado.
En la taberna el ruido era ensordecedor, pero a ellos no les importaba lo más mínimo. La chica que les atendía pasaba a menudo por su mesa y les llenaba las copas cada vez que las descubría vacías, y anotaba en un papel las consumiciones. No era muy instruida y sumaba fatal. Ya se había equivocado en la cuenta tres veces a más.
Acababa de abandonar el monorraíl D-107, para tomar una de las aceras rodantes del Nivel Seis de la ciudad, rumbo al centro urbano de Cosmópolis. Como cada día desde que trabajaba en el Centro de Investigaciones Analíticas del Estado. Era un día fresco, soleado y apacible. Entre los grandes bloques cromados de la zona comercial, se alzaban los alegres jardines repletos de niños jugando en sus horas de recreo. Sobre nuestras cabezas, los aerotaxis y los turbomóviles se deslizaban con graciosa ingravidez por entre el bosque de edificios verticales, rectilíneos y armónicos
Para conmemorar el primer aniversario, Samuel Lachman pensó inicialmente en una emisión tan llamativa y espectacular como todas las que él solía realizar y le mantenían desde hacía mucho tiempo en uno de los primeros puestos del panel de aceptación del público.
En el planeta Perfidia sólo había una ciudad donde un hombre podía dar rienda suelta a sus instintos mal reprimidos durante varias semanas de permanecer en el espacio: Ujur, y en Ujur la zona más adecuada era la que yo recorría aquella noche fría. El conjunto de calles del barrio más divertido de Ujur era perfectamente conocido por mí; lo había visitado en otras ocasiones, la última hacía cinco años. Por entonces sólo era teniente, más jóvenes mis ilusiones y casi intacta mi ingenuidad.Ahora llevaba mi distintivo de capitán debajo del gabán y me sentía irritado a pesar de que intentaba comprender al sargento Horace Blackstone. Aquel hombretón, casi un gigante, me había desobedecido y escapado furtivamente del área. Para Horace suponía demasiado permanecer otra noche más dentro de la nave, esperando la autorización de nuestro jefe de sector para echar una cana en la ciudad.
La red parecía tener vida propia. Era como un extraño monstruo entrelazado, sinuoso y sutil, que al contacto con la sudorosa piel humana, empezara a contraerse y espesarse, adherido al cuerpo que pugnaba en vano contra aquella amenaza caída del vacío nocturno.
Hebert Melnick entró en la redacción a las ocho en punto de la mañana y se encontró con un desconocido sentado en la mesa de Samuel Lachman. Se dirigía a él para preguntarle quién era y qué hacía allí cuando escuchó la voz de Carol y vio que ella surgía de su propio despacho, llevando en las manos varios ejemplares atrasados del periódico.
Alan Sharkell, despierta, tras once años de hibernación, en la nave Futura, enviada en 2067 a los confines del espacio, y descubre que sus otros diez compañeros están muertos. Todo había sido normal hasta el día 15 de marzo del año 2078, pero ahora la computadora se niega a responder, no funcionan sus ordenadores ni su memoria, no sabe en qué fecha se encuentra y además la mujer más extraña y hermosa que había visto jamás estaba allí ahora, a bordo de la nave, salida de la nada.Una tormenta magnética, un torbellino cósmico, devuelve a Alan y Alma a un planeta desconocido pero reconocible, con sol, nubes, campo, hierba y árboles, pero sin animales ni vehículos. Es la Tierra, y la ciudad que avistan es Nueva York, capital de los Estados Unidos Mundiales, una ciudad de apenas unos centenares de miles de habitantes, pequeña y provinciana.Es el año 971 de la Nueva Era, equivalente al año 3078 de la Era Cristiana, y la Tierra está gobernada por su Presidente vitalicio ¡¡¡Alan Sharkel!!!A partir de ahí Alan y Alma tratarán de descubrir todos los enigmas que se les plantean: ¿Por qué el tiempo se ha parado, durante un milenio, en la nave espacial? ¿Por qué los habitantes de Nueva York se comportan como autómatas? ¿Qué ha ocurrido para que el mundo sea reconocible pero desconocido? ¿Quién es el verdadero Alan Sharkell, el astronauta o el Presidente? El desenlace no dejará a ningún lector indiferente.Durante el desarrollo de la novela sobrevuela el eterno dilema entre poder y libertad.
Después de estar 2 años preso, el trovador Ramatre es desterrado de la ciudad de Hongara, por el señor Vankro. Se reúne con el general Lujano, que le lleva a su granja. Allí, la esposa del general Alehja, le explica sus estudios sobre las criaturas descubiertas en el planeta Luna Roja, las llamadas simas.
Una semana después de haber llegado a Moscú, Plaza acudió a la habitación que ocupaba Carla y le comunicó que aquella misma tarde podía ver a sus hijos. Boris había conseguido un permiso de sus superiores y Karna disfrutaba de unas breves vacaciones en la costa báltica y había volado a la capital tras obtener un pasaje sellado con alta prioridad
La trama gira en torno a un misterioso evento: la llegada de un ser del espacio exterior. Aunque no se detalla más en la sinopsis, la premisa sugiere una historia intrigante y llena de posibilidades. ¿Qué secretos o peligros aguardan al protagonista? ¿Cómo afectará este encuentro con un visitante extraterrestre su vida y el destino de la humanidad? Las respuestas se encuentran en las páginas de esta obra de ciencia ficción.
Mauco soñaba con los amaneceres que anuncian un nuevo día, quizá porque otro día significaba la simple y hermosa realidad de seguir viviendo. Dedicaba parte de la noche a las estrellas, aquellas luces lejanas con insistente parpadeo de seres vivos, y mientras el resto de sus semejantes vivían y morían hacinados en monstruosas concentraciones humanas, él buscaba la tranquilidad y el sosiego de las soledades.
Cuando colgué el teléfono me encontraba en la misma situación de ánimo que el condenado a muerte cuando le comunican que la Reina le acaba de negar el perdón, tras de haber recorrido toda la escala de recursos legales para salvarse.
El inspector avanzó lentamente por una de aquellas vías. Se fijó en el letrero que colgaba de una verja, tras la que se alzaba una mansión de estilo barroco: calle del Caballero Hans Gotzer. Algunas viviendas se hallaban ocupadas. Y existían varios bares en los que funcionaba la televisión. Pero casi sin clientela; tan solo algunos viejos consumían su ración de cerveza, paladeándola con fruición. Pero no formaban grupos, sino cada uno en su puesto, aislados.
Alargando una mano, que temblaba de una manera visible, pulsó el botón que iba a indicarle el lugar exacto del accidente, dentro de la complejidad del campo de experiencia, repartido en un área de no menos de cien millas cuadradas. Parpadearon, al encenderse, en el cuadro, las luces verdes de los centros de experiencias; pero, uno de ellos, se encendió, con el mismo lúgubre reflejo rojizo que la otra lámpara, la de la alarma, hacía caer sobre la estancia.
Las relucientes calles del interior, seguido de salones limpios, funcionales, iluminados con las modernas técnicas del «indirecto», alimentado por un generador nuclear, las salas de lectura «televisual» (Literal-video), los grandes salones para la práctica de deportes «sin necesidad de ejercicio» fueron sucediéndose en el deambular de Paulo por «La gran Sociedad».
CERRÓ el libro, cuando acabó la lectura y levantó los ojos mirando a los otros. En todos los rostros se reflejaba la misma expresión de entusiasmo, de muda admiración. Y los ojos poseían ese brillo especial que pone en las miradas el fuego de una juventud ávida de aventuras, que no se preocupa demasiado por el peligro.